¿Políticas de impunidad a la vista?
SEÑALES INQUIETANTES
Gonzalo Gamio Gehri
Han pasado poco más de dos meses, y el nuevo gobierno ya está dando malas señales en cuanto a las políticas contra la corrupción y en defensa de los Derechos Humanos. La campaña en pro de la pena capital, las polémicas declaraciones del Presidente sobre la intención del Estado de encargarse de la defensa de los militares acusados de crímenes de lesa humanidad y el evidente desinterés gubernamental por el proceso de extradición de Fujimori preocupan profundamente a quienes tuvimos la esperanza de que un partido que luchó decididamente por la legalidad y la justicia durante la dictadura retomara la agenda de la transición en su nueva gestión. Algunos comenzamos a preguntarnos si es verdad que en las recientes elecciones – ante el agudo dilema de la segunda vuelta – apoyamos el “mal menor”, que emitimos un voto útil para la preservación de la democracia y el Estado de Derecho. Pregunta que se legitima si nos percatamos de que el mensaje que transmite el gobierno aprista no parece ir en esa dirección.
Precisemos nuestro punto. Es saludable e importante que el Estado se preocupe por el ejercicio de la legítima defensa de los efectivos militares y policiales que lucharon contra el terrorismo, pero resulta altamente cuestionable que no ponga el mismo interés en la defensa de las víctimas de la violencia y sus parientes, en su mayoría peruanos en grave situación de pobreza y desamparo legal. Sin duda el gobierno no usa la misma medida para unos y para otros. Muchas de esas víctimas inocentes reciben atención legal y psicológica de parte de las ONG que algunos congresistas oficialistas se empeñan en hostilizar y denigrar, en complicidad con cierta prensa ultraconservadora, otrora servidora del Fujimorato.
El propio Presidente ha señalado en un discurso oficial que las Fuerzas Armadas han sido acusadas por quienes “nada pusieron” en la lucha contra el terrorismo. Resulta lamentable constatar cómo estos gestos simplemente alimentan una controversia ficticia y malsana: ni la CVR ni las organizaciones de Derechos Humanos han cuestionado el desempeño institucional de las Fuerzas Armadas y policiales durante el conflicto. Estos organismos han reconocido el heroísmo de las fuerzas del orden en la lucha antisubversiva; sin embargo, han puesto en evidencia que, en ciertos períodos y lugares, efectivos del Estado cometieron violaciones sistemáticas de los Derechos Humanos. Pero la declaración presidencial incluso entraña una insinuación ofensiva: parece sugerir que sólo se combatió el terrorismo y defendió la institucionalidad desde los cuarteles y con las armas. Aquellos que rechazaron el terror desde las calles, las aulas y los espacios públicos parecen no contar. Muchos de esos héroes anónimos de la civilidad son las víctimas que ahora claman que se conozca la verdad, se haga justicia y se castigue a los culpables.
Pero eso no es todo. El oficialismo ha mostrado una raquítica (sino nula) voluntad para avanzar con la extradición de Fujimori, presunto autor intelectual de las matanzas del grupo Colina y sonados casos de corrupción. Miembros del gobierno aducen que se asumirá una “perspectiva neutral”, a fin de no “politizar el tema”; inmediatamente, el Estado nombra a un procurador que reconoce tener escasa información acerca del estado del proceso. El gobierno parece haber olvidado (¿o pretende olvidar?) que el Estado peruano constituye una parte interesada en este proceso. La sombra de la impunidad se hace aún más grande cuando constatamos que, en el Congreso, el ex abogado de Fujimori logra la presidencia de la Comisión de Relaciones Exteriores, o que la propia hija del extraditable consigue presidir la Liga parlamentaria peruano – chilena sin ninguna clase de protesta articulada por los grupos políticos parlamentarios. Ante tales circunstancias, no sorprende que el abogado Iván Montoya haya renunciado a su cargo en la Procuraduría o que Francisco Soberón advierta que se cocina, desde el oficialismo y desde cierta oposición, una alianza política en favor de la impunidad del ex dictador.
El panorama parece tornarse grisáceo; la ética pública y el espíritu democrático podrían estar atravesando problemas de extrema gravedad. Más allá de los gestos teatrales y los solemnes discursos en favor de la “cultura del deber”, se hace patente la endeble - o quizá inexistente - vocación oficial por cumplir con las exigencias de justicia transicional que le devuelvan a la ciudadanía la fe en las instituciones y en sus representantes. Las autoridades del Estado y los políticos tienen la palabra. La sociedad civil estará muy pendiente de aquello que tengan que decir.
SEÑALES INQUIETANTES
Gonzalo Gamio Gehri
Han pasado poco más de dos meses, y el nuevo gobierno ya está dando malas señales en cuanto a las políticas contra la corrupción y en defensa de los Derechos Humanos. La campaña en pro de la pena capital, las polémicas declaraciones del Presidente sobre la intención del Estado de encargarse de la defensa de los militares acusados de crímenes de lesa humanidad y el evidente desinterés gubernamental por el proceso de extradición de Fujimori preocupan profundamente a quienes tuvimos la esperanza de que un partido que luchó decididamente por la legalidad y la justicia durante la dictadura retomara la agenda de la transición en su nueva gestión. Algunos comenzamos a preguntarnos si es verdad que en las recientes elecciones – ante el agudo dilema de la segunda vuelta – apoyamos el “mal menor”, que emitimos un voto útil para la preservación de la democracia y el Estado de Derecho. Pregunta que se legitima si nos percatamos de que el mensaje que transmite el gobierno aprista no parece ir en esa dirección.
Precisemos nuestro punto. Es saludable e importante que el Estado se preocupe por el ejercicio de la legítima defensa de los efectivos militares y policiales que lucharon contra el terrorismo, pero resulta altamente cuestionable que no ponga el mismo interés en la defensa de las víctimas de la violencia y sus parientes, en su mayoría peruanos en grave situación de pobreza y desamparo legal. Sin duda el gobierno no usa la misma medida para unos y para otros. Muchas de esas víctimas inocentes reciben atención legal y psicológica de parte de las ONG que algunos congresistas oficialistas se empeñan en hostilizar y denigrar, en complicidad con cierta prensa ultraconservadora, otrora servidora del Fujimorato.
El propio Presidente ha señalado en un discurso oficial que las Fuerzas Armadas han sido acusadas por quienes “nada pusieron” en la lucha contra el terrorismo. Resulta lamentable constatar cómo estos gestos simplemente alimentan una controversia ficticia y malsana: ni la CVR ni las organizaciones de Derechos Humanos han cuestionado el desempeño institucional de las Fuerzas Armadas y policiales durante el conflicto. Estos organismos han reconocido el heroísmo de las fuerzas del orden en la lucha antisubversiva; sin embargo, han puesto en evidencia que, en ciertos períodos y lugares, efectivos del Estado cometieron violaciones sistemáticas de los Derechos Humanos. Pero la declaración presidencial incluso entraña una insinuación ofensiva: parece sugerir que sólo se combatió el terrorismo y defendió la institucionalidad desde los cuarteles y con las armas. Aquellos que rechazaron el terror desde las calles, las aulas y los espacios públicos parecen no contar. Muchos de esos héroes anónimos de la civilidad son las víctimas que ahora claman que se conozca la verdad, se haga justicia y se castigue a los culpables.
Pero eso no es todo. El oficialismo ha mostrado una raquítica (sino nula) voluntad para avanzar con la extradición de Fujimori, presunto autor intelectual de las matanzas del grupo Colina y sonados casos de corrupción. Miembros del gobierno aducen que se asumirá una “perspectiva neutral”, a fin de no “politizar el tema”; inmediatamente, el Estado nombra a un procurador que reconoce tener escasa información acerca del estado del proceso. El gobierno parece haber olvidado (¿o pretende olvidar?) que el Estado peruano constituye una parte interesada en este proceso. La sombra de la impunidad se hace aún más grande cuando constatamos que, en el Congreso, el ex abogado de Fujimori logra la presidencia de la Comisión de Relaciones Exteriores, o que la propia hija del extraditable consigue presidir la Liga parlamentaria peruano – chilena sin ninguna clase de protesta articulada por los grupos políticos parlamentarios. Ante tales circunstancias, no sorprende que el abogado Iván Montoya haya renunciado a su cargo en la Procuraduría o que Francisco Soberón advierta que se cocina, desde el oficialismo y desde cierta oposición, una alianza política en favor de la impunidad del ex dictador.
El panorama parece tornarse grisáceo; la ética pública y el espíritu democrático podrían estar atravesando problemas de extrema gravedad. Más allá de los gestos teatrales y los solemnes discursos en favor de la “cultura del deber”, se hace patente la endeble - o quizá inexistente - vocación oficial por cumplir con las exigencias de justicia transicional que le devuelvan a la ciudadanía la fe en las instituciones y en sus representantes. Las autoridades del Estado y los políticos tienen la palabra. La sociedad civil estará muy pendiente de aquello que tengan que decir.
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