La cuestión del relativismo se ha convertido en un lugar común para la crítica de la cultura contemporánea, particularmente en el rechazo de la filosofía antimetafísica. El conservadurismo político, y también el teológico, han apelado al rótulo de "relativismo" para descalificar todo intento de 'liberación del esencialismo', tanto en las canteras de la fenomenología como en las del pragmatismo. Se trata de una etiqueta que se comienza a usar ya en la discusión pública. Como se trata de una categoría filosófica - que se remite a la discusión entre Sócrates y la sofística - creo que los filósofos tenemos algo que decir al respecto, para aclarar malos entendidos y desenmascarar recursos meramente ideológicos. Según mi punto de vista, el relativista es casi una figura espectral, que no podemos encontrar en ninguna escuela filosófica definida (¿Es que realmente alguien puede llegar a creer que una posición ética o epistemológica considera seriamente que "todo vale lo mismo"? Esa caricatura sólo existe en los manuales de ciertas instituciones "educativas" que no permiten a sus estudiantes el ejercicio de la crítica, así como la lectura directa de los autores). Se trata de una etiqueta hecha a imagen y semejanza de la crítica esencialista, una caricatura diseñada para invalidar a priori cualquier intento académico no metafísico conducente a justificar una ética.
Lo que sigue es un breve pasaje de un artículo mío - "Otro fantasma recorre Europa. La cuestión del "relativismo" y los peligros del fundamentalismo" - publicado en mi libro Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007), en donde aclaro mi punto sobre esta cuestión. El planteamiento completo del problema, la cuestión de una verdad no esencializada (así como las decisivas cuestiones políticas sobre la 'perspectivao antimetafísica' frente al "pensamiento único"), podrán encontrarlo en el ensayo completo, en su versión impresa.
EL “RELATIVISMO” EN CUESTIÓN. UNA (MUY BREVE) VISITA A PROTÁGORAS.
Gonzalo Gamio Gehri
Hemos señalado que el tema del relativismo es una genuina cuestión filosófica, pero ¿A qué nos referimos realmente cuando utilizamos esta expresión, o pretendemos identificar este punto de vista? Intentaré dar una respuesta sencilla a esta importante pregunta, concentrándome esta vez en el “relativismo individual” – que es precisamente al que alude la homilía – dejando para otra oportunidad el “relativismo cultural” o “culturalismo”
[1].
Puede decirse que quien suscribe el relativismo asume dos tesis claramente reconocibles:
a.- No existe forma alguna de parámetro moral que trascienda las percepciones y las elecciones del individuo. Los valores que le otorgan significado a la vida son fruto exclusivo del arbitrio individual.
b.- Nadie ‘tiene derecho’ a juzgar los valores de los demás o a intervenir en sus planes de vida sin el consentimiento de los involucrados.
Nótese que la formulación de estas proposiciones evita asumir la forma – extremadamente burda y simplificadora – de la escueta afirmación de que “los valores son relativos al individuo” que suele concluir en un lacónico “todo vale”. Por lo general, esta posición suele revelarse incoherente y autocontradictoria: suele sostenerse que la aseveración “los valores son relativos al individuo” entraña un juicio que pretende
pragmáticamente universalidad, o que incluso aspira a dar cuenta de la (pretendida) “esencia” de los valores; por lo tanto, se trata de un argumento que incurre en una contradicción performativa. Esta suele ser la refutación más veloz del relativismo: en dos líneas lo tenemos ya fuera de combate, de rodillas, pidiendo misericordia. Si este raudo trabajo crítico es realmente eficaz, entonces quizá deberíamos olvidarnos ya del asunto y ocuparnos de tareas más relevantes para el pensamiento y la acción. No puedo evitar pensar que, si se trata de una perspectiva ética tan absurda ¿A qué viene esa recurrente obsesión con el relativismo en los textos, en las aulas y en el púlpito?
De todos modos, no resulta difícil constatar que sobre las dos tesis relativistas que acabo de reseñar también se cierne la sombra de la inconsistencia. Es evidente que
b pretende algo más que ser un principio fundado en el arbitrio subjetivo. Expresa más bien – aunque formulado de manera negativa – el imperativo del respeto debido hacia la libertad de cada cual en materia de la propia concepción y vivencia de la vida buena
[2]. En este sentido,
b constituye un parámetro moral que aspira a regular la convivencia social, por lo que ha devenido en una de las columnas del sistema legal liberal. De manera que
b contradice a
a: no podemos asumir – al menos formulándolas de este modo – ambas proposiciones sobre la moral.
¿Es esta una caricaturización grosera del relativismo o es el “relativismo” en sí mismo una caricatura de un enfoque más complejo, una etiqueta hecha a la medida de nuestros ataques conceptuales? Creo que esta es la cuestión medular aquí. Si se trata de una posición tan endeble, resulta poco creíble que alguien pueda suscribirla explícitamente. Si se sostiene que padecemos su “imperio cultural”, tenemos que suponer que constituye una doctrina, un modo de pensar y de creer que incluso ha logrado encarnarse socialmente. Sin embargo, cuando revisamos la historia de la filosofía y de la ética (a la luz de sus propios textos, no desde los manuales de “recta enseñanza” que crean una serie de malentendidos y lecturas arbitrarias y grotescas), no encontramos autores que claramente hayan defendido los argumentos arriba señalados, u otros semejantes.
Es el caso de Protágoras de Abdera, el sofista que ha sido identificado con mayor frecuencia como un relativista
[3]. A él se le atribuye la célebre tesis de la
homo mensura, según la cual “el hombre es la medida de todas las cosas”
[4]. A menudo este argumento ha sido ridiculizado por pretender de modo sumario “que no es posible la contradicción”
[5], según veremos en breve. De acuerdo con la tradición, y con las fuentes que disponemos, esta tesis puede ser interpretada de dos modos diferentes, que dependen de los dos sentidos posibles de la expresión “el hombre” al interior de la proposición protagórica.
En efecto, si tomamos “el hombre” en el sentido de su ‘ser genérico’ – esto es, de la especie humana – tenemos que entender la declaración de Protágoras en términos de que lo que constituye la medida de todas las cosas es “lo humano”. De acuerdo con esta interpretación, sólo podemos comprender en profundidad lo que el hombre produce o lo involucra frontalmente como actor o hablante: en esta línea posible de reflexión, los grandes misterios de lo divino o los secretos de la estructura más profunda de la realidad nos son desconocidos, y constituyen un misterio para nosotros. Este misterio puede provocar conmoción y recogimiento, incluso religiosos, pero no un saber, reservado propiamente al ámbito de los asuntos humanos (cultura, ética, política). Esta perspectiva resulta perfectamente consistente con los desarrollos de la filosofía contemporánea, fundamentalmente la hermenéutica y el pragmatismo, que afirman el carácter encarnado de toda comprensión, tanto desde la perspectiva de la somaticidad como en el de la intersubjetividad histórico – social y lingüística. De este modo, los sentidos que atribuimos a las cosas descansan en una interpretación (finita y revisable) de las mismas; La objetividad misma es puesta en cuestión. En los trabajos de Diógenes Laercio y Eusebio encontramos fragmentos filosóficos atribuidos a Protágoras que abonan esta hipótesis, decididamente antimetafísica.
“Respecto a los dioses, no puedo saber si existen o no existen ni
cual puede ser su forma, pues muchos son los impedimentos para saberlo, la
oscuridad del problema y la brevedad de la vida del hombre”[6].
La otra opción consiste en interpretar “el hombre” como “el individuo”. Esta es la versión más famosa de la
homo mensura, que encontramos en la obra de Platón y Aristóteles, a la sazón enconados enemigos de los sofistas. Según esta posición, no existe ningún asidero teórico para juzgar estados de cosas o formas de pensar y vivir que no sea el ‘parecer’ de cada uno. Esta versión del argumento resiste a su vez dos enfoques. i.- Una lectura posible de esta tesis lleva a considerar al sofista como alguien que identifica el
ser con el
parecer, de manera que una misma cosa podría ser al mismo tiempo ella misma y su contraria: esta fue la interpretación de Aristóteles en el Libro IV de la
Metafísica – que sindicaba el argumento protagórico como negador del principio de no contradicción, lectura que entendidos en la materia - como W.K.C. Guthrie
[7] - entienden como sesgada y simplificadora, pues atribuyen a Protágoras la suscripción de una especie de realismo residual, nítidamente inconsistente con el pensamiento del orador de Abdera. ii.- Una interpretación más plausible de la individualidad como “medida” es de tipo perspectivista. Desde ella, Protágoras asume una clara posición que podríamos caracterizar como escéptica, al señalar que no podemos afirmar cómo las cosas son al margen de nuestra percepción acerca de ellas - ¿Desde qué criterio ‘objetivo’ y ‘absoluto’ podríamos verificar la presunta “concordancia” entre nuestra representación de las cosas y las cosas mismas? -; no podemos, en ese sentido, acceder a la verdad de aquellos estados y prácticas. Nuestra comprensión de la realidad está ineludiblemente influida por el horizonte desde el cual percibimos o enunciamos los atributos de nuestros objetos intencionales. Un informe “objetivo” de la realidad que se nos re-vela sólo podría diseñarlo aquel ente que pudiese situarse, sin asomo alguno de diferencia temporal, en todas las perspectivas posibles en las que pueda ser contemplada o examinada la cosa. El punto de vista de un dios, no el de un agente finito.
No obstante, el afirmar el carácter finito de nuestras aproximaciones no nos lleva a una posición que se declara incapaz de hacer distinciones morales, de modo que “todo valga”. Si bien aquí se proclama al hombre como incapaz de acceder a un criterio de verdad que nos permita captar aquello que es inherente a las cosas, sí contamos con ciertas pautas – de naturaleza eminentemente práctica – que nos permiten reconocer la ‘superioridad’ de determinadas creencias sobre otras; dispondríamos así de una “prueba pragmática” como base del discernimiento ético
[8]. Resulta claro, por ejemplo, que la percepción del hombre sano frente al sabor de los alimentos es ‘mejor’ (en términos de plausibilidad) que la del hombre enfermo
[9]. Asumimos que la enfermedad trastorna nuestro gusto.
Consideremos a dos sujetos que, en nuestro tiempo, tienen una discusión sobre la existencia de los derechos humanos, y su pertinencia en el mundo de la política y las relaciones sociales.
“X” sostiene que todos los hombres son titulares de Derechos Universales inalienables y no negociables, en contraste con
“Y”, que rechaza tajantemente la existencia de tales derechos (quizá para él políticamente inconvenientes, presentes sólo en la mente de los activistas de ciertas ONG). Si viviese entre nosotros, Protágoras precisaría que no nos sería posible penetrar en una supuesta ‘naturaleza humana inmutable’ desde la que pudiésemos reconocer inmunidades y derechos de esta clase; sobre ella probablemente habría que hacer una suerte de saludable epoché. No obstante, sí estaríamos en capacidad de señalar – sin reservas – en qué medida
“X” suscribe una posición claramente ‘superior’ al punto de vista esbozado por
“Y”. El sofista nos pide que fijemos nuestra atención en los “mundos sociales posibles” que pudiesen tomar forma hipotética – a partir del trabajo de la reflexión y la imaginación – desde el horizonte de las perspectivas en disputa. Si el punto de vista de
“Y” pudiese encarnarse en la vida pública, los miembros de esa sociedad podrían verse expuestos (en determinadas circunstancias) a la violencia, la autocracia y la impunidad de los perpetradores de crímenes contra la vida de las personas. En contraste, la opinión de
“X” podría contribuir a la construcción de una comunidad política en la que sus miembros podrían verse protegidos contra la crueldad y el despotismo. Resulta sencillo reconocer – por sus posibles efectos ético – sociales – la mayor plausibilidad de determinadas perspectivas morales. Esta “prueba pragmática” nos brinda pistas de carácter dialógico para las situaciones de conflicto práctico. Se trata de una estrategia argumentativa interesante, incluso ante los ojos de la filosofía del presente.
A la luz de estas consideraciones, resulta evidente que ni siquiera Protágoras es un relativista, de acuerdo con el esquema esbozado al inicio de nuestro ensayo: no es de los que sin más se dejan “zarandear por cualquier viento de doctrina”. Pero si al autor de la homo mensura no le corresponde esta etiqueta ¿Dónde está el relativista? Es preciso que no descartemos la hipótesis señalada al inicio de este artículo, a saber, que la apelación al relativismo posea en principio una función eminentemente retórica, conducente a la descalificación intelectual de quienes no comparten ciertos puntos de vista metafísico – morales de corte objetivista (o esencialista). Es esta una conjetura bastante razonable, por lo que acabamos de ver (una intuición que podría confirmarse descartando el ‘relativismo’ de otros importantes pensadores antimetafísicos en el vasto terreno de la historia de la filosofía). Acaso el relativista sea una figura fantasmal - presuntamente atemorizante, pero evidentemente vulnerable -, un adversario ficticio de nuestros esquemas teóricos tradicionales, un rival etéreo que rechaza el hallazgo de una ‘verdad moral’ firme y segura, ahistórica, inmutable, indiscutible y definitiva.
[1] Me he ocupado del problema del “relativismo cultural” - en contraste con el contextualismo de Charles Taylor - en: Gamio, Gonzalo “La comprensión como práctica social. El concepto de regla, Charles Taylor y la hermenéutica de las ciencias sociales” en: Villar, Alicia y Miguel Garcìa – Barò (Editores) Pensar la solidaridad Madrid, Universidad Pontificia Comillas 2004 pp.441 – 464.
[2] Consúltese al respecto Williams, Bernard Introducción a la ética op.cit, capítulo 3.
[3] Voy a defender la hipótesis – discutible, claro está - de que Protágoras es probablemente un exponente de una tradición que conduce al escepticismo pirrónico (a pesar de que Sexto Empírico discrepa abiertamente con esta lectura (pues lee a Protágoras únicamente desde la crítica platónica).
[4] Sobre esta tesis protagónica, véase por ejemplo Platón, Teeteto 166 -7, así como Eutidemo , 286; Aristóteles, Metafísica XI, 6, 1062.
[5] Platón, Eutidemo , 286, y también Aristóteles, Metafísica IV, 1007 b 20 y ss.
[6] Fragmento 4 en Diógenes Laercio, IX, 51 y en Eusebio, Prop. Ev., XIV, 3, 7 (Las cursivas son mías).
[7] Guthrie, W.K.C. Historia de la filosofía griega Madid, Gredos tomo III pp. 183 – 91.
[8] Ibid., así como el pasaje del Teeteto platónico antes citado.
[9] Revísese Platón, Teeteto 166 d - e.