UNA EXTRAÑA Y DESCONCERTANTE PROPUESTA PRESIDENCIAL
“Pero ¿Debe el Estado invadir las almas de sus ciudadanos?”
K.A. APPIAH
K.A. APPIAH
Gonzalo Gamio Gehri
El mensaje del presidente Alan García nos ha parecido repetitivo y monótono. Pobre en anuncios, pero abundante en palabras y en cifras (que tendrían que verificarse). Temas básicos para el fortalecimiento de la democracia en el país fueron omitidos. Hace tiempo que el discurso de García ha dejado la retórica antiimperialista y ha abrazado el vocabulario y la impronta conservadora: neoliberal en economía, antiliberal en política. Uno de los tantos signos de esta nueva prédica podemos reconocerlo claramente en su entusiasta alegato a favor de una necesaria “reforma del alma” en cada uno de los peruanos. Quisiera compartir mis opiniones personales sobre este tema.
Sorprende esta invocación existencial, a la luz del record del primer gobierno de García en el tema de la ética pública: copamiento del Estado, problemas de corrupción de funcionarios, etc. De todos modos, García ha asumido desde la campaña electoral del 2006 el discurso de un individuo redimido, por lo menos en lo ideológico. Si no fuera por sus continuas alusiones al catolicismo de tipo tradicionalista que hoy dice profesar, uno podría detectar en sus intervenciones públicas la típica retórica del Nacido Dos Veces habitual en algunos sectores políticos del protestantismo norteamericano (piénsese en el propio George W. Bush). Pero no, toda ese talante antiliberal acerca de la primacía de los deberes sobre los derechos viene desde otra orilla religiosa (podemos adivinar su fuente de inspiración, por lo menos en el gabinete).
¿Tiene esa prédica moralizante un origen religioso? Difícil precisarlo. No obstante, el Presidente sabe de sobra que el Perú es un país habitado por creyentes de diversas religiones (y por no creyentes también). Él mismo ha tenido el gesto – en anteriores oportunidades – de asistir al llamado “Te Deum Evangélico”, como una muestra de, digamos, “vocación ecuménica” (¿o quizá será una muestra más de “populismo”? No lo sabemos). El caso es que, siendo el Perú un Estado Laico y una sociedad multiconfesional, el Presidente no puede incorporar explícitamente un contenido particular religioso en un discurso político programático. Gobierna para todos los peruanos, y no sólo para quienes suscriben sus convicciones religiosas personales. Eso también lo sabemos quienes somos creyentes en el ámbito religioso, pero apreciamos el pluralismo y la democracia.
No sé hasta dónde llegue la cultura clásica, de Alan García, pero la expresión “reforma del alma” tiene una connotación estrictamente moral, proveniente de la filosofía de los griegos (puede ser que esta impronta llegue al Presidente a través del ‘neotomismo’ que suscriben algunos de sus colaboradores cercanos, pero eso tampoco podría asegurarlo). Platón, Aristóteles y los estoicos – cada uno a su manera – identifican la “conducción del alma” con el cultivo de las virtudes. Reformar el alma equivale – por lo menos en un sentido – a educar el carácter y el juicio y orientarlos al bien. Hay que decir que, si esta era la intención de García, ello traduce un deseo excelente, pero que excede la función pública de la Presidencia de la República. En primer lugar, porque la tarea de la forja de la conducción ética de la vida corresponde al agente mismo y a sus comunidades básicas, espacios de reflexión y práctica que se sitúan fuera del Estado mismo: familias, escuelas, vecindarios, parroquias, etc. En esas comunidades los individuos adquieren (o no) las habilidades y formas de discernimiento libre que pueden llevarlos a la práctica de las virtudes. En segundo lugar, porque en una sociedad compleja como la nuestra (multicultural, multiconfesional) no existe un único modo de definir la vida buena buena –expresada en un unitario y monolítico catálogo de virtudes -, y no compete al Estado definir cuál es la correcta o la mejor (me anticipo a señalar claramente que – como he argumentado en varios artículos y en un libro sobre el tema, Racionalidad y conflicto ético - nada de esto es “relativismo”; creo que la discusión racional sobre la vida buena es enormemente fructífera para las personas y las comunidades, y estoy convencido que hay concepciones de la vida buena que son mejores y más razonables que otras: lo único que quiero decir es que no le corresponde al Estado llevar y dirimir estos debates).
El Estado sólo puede exigir a sus ciudadanos que cumplan con la ley y con los principios procedimentales de la justicia, que cumplan con una “ética universal mínima” basada en el respeto de la dignidad del otro y de sus Derechos Fundamentales). Ni siquiera puede exigirle a los ciudadanos el ejercicio de las virtudes políticas, asociadas con la participación activa en los espacios públicos del sistema político y la sociedad civil – quien me conozca, sabe de mi particular entusiasmo por el ethos del ciudadano comprometido, proveniente de mi herencia intelectual aristotélica y hegeliana -. Estoy convencido que la praxis cívica haría de nuestra sociedad una comunidad política democrática e inclusiva, pero el ciudadano tiene derecho a no intervenir en la cosa pública, si así lo prefiere. Sólo el cumplimiento de esa ética universal mínima (Derechos Humanos y justicia, cuestiones de moral pública) es vinculante, y puede ser materia de exigencia absoluta de parte del Estado: su cumplimiento garantiza la convivencia social, así como la estabilidad de las instituciones. El ejercicio de las virtudes queda bajo la jurisdicción de los propios agentes y de las comunidades básicas que habitan (en las que han elegido permanecer); es un asunto extraestatal (de enorme importancia para los individuos, ciertamente).
Aquí salta la contradicción. Decimos que el Estado y sus autoridades sólo pueden exigir de sus funcionarios y de todos los ciudadanos el cumplimiento de los principios de la ética universal mínima. Sin embargo, el silencio del discurso presidencial en materia de políticas públicas en Derechos Humanos y lucha anticorrupción ha sido evidente y penoso. El tema de la justicia redistributiva ha sido tocado con una delicadeza cortesana. La innoble alianza con el fujimorismo para lograr la Presidencia del Congreso (¿A qué precio?) con visita incluida del ministro del interior al reo Fujimori (¿Para negociar qué?) muestra que el item “moral pública” parece no ser necesariamente una prioridad para este gobierno. El mensaje del 28 no dice una sóla palabra sobre la masacre de Putis o sobre las recomendaciones de la CVR. Ninguna propuesta para el control ciudadano de la gestión de los funcionarios públicos. Esos sí son temas de “reforma ética” que competen al Estado, y que el Ejecutivo y el Legislativo tendrían que considerar con especial dedicación y esmero. Toda esa alusión presidencial a la “reforma del alma” – desconectada de las problemas de Derechos Humanos, justicia social y moral pública – deviene en pura demagogia y en menas “buenas intenciones”, en el mejor de los casos, pues escapan al ámbito de su trabajo. Hay que aconsejarle al presidente que deje el tema de la virtud en manos de los ciudadanos: la vida buena es un asunto primordial para nosotros, cuya reflexión y práctica nos concierne sólo a nosotros como agentes autónomos, capaces de discernir y elegir conscientemente cómo orientar la vida. No necesitamos tener un "tutor" en Palacio de Gobierno: somos ciudadanos, no súbditos. Al Estado le compete velar por la protección de las personas y sus Derechos Básicos vinculados al bienestar, la justicia y el cultivo de la libertad. Eso es lo único en que nuestros representantes deberían pensar en tanto funcionarios públicos; el tema del sentindo de la vida es estríctamente nuestro asunto, no el suyo. Zapatero a tus zapatos.