Gonzalo Gamio Gehri
Ayer tuvo lugar en la capital un
proceso electoral extraño y percibido como innecesario. Un proceso generado y
precipitado por los operadores de una amplia campaña de revocación y por la
obsesión de Castañeda Lossio por volver al sillón municipal antes de tiempo. Preocupa
la deserción de tantos votantes, así como la renuencia – con elementos de
irritación y de abierta hostilidad – de muchos ciudadanos a convertirse en
miembros de mesa ante el manifiesto abandono del puesto por parte de las
personas seleccionadas. En algunos casos, sólo la presencia de un fiscal o de
un policía lograba persuadir a los votantes a convertirse en Presidente o
miembro de mesa.
Este es un grave síntoma de
rechazo ante el compromiso ciudadano – no es simple caso coyuntural escepticismo político -,
pero hay más. Revela una profunda incredulidad frente a la corrección y la
utilidad de los procedimientos democráticos. Si a esto sumamos una
particular tibieza y proclividad ante la posibilidad de suscribir posiciones
autoritarias – una actitud presente en una buena parte de nuestra población –, el panorama
se torna sumamente complicado. Tenemos a un ex presidente condenado por crímenes de corrupción y violaciones de derechos humanos, y a dos ex mandatarios
investigados por supuesto enriquecimiento ilícito y malos manejos en torno a la
política de indultos. A muchos de sus seguidores la situación de sus líderes no
los conmueve ni perturba; muchos compatriotas consideran que las prácticas corruptas son
parte del quehacer político, o pueden ser disculpadas discretamente a cambio de
cierta eficacia gubernamental en materia económica o de seguridad. Que exista
alguna suerte de “racionalidad” – un concepto unilateral, concebido en términos
del escueto cálculo costo / beneficio – detrás de estos fenómenos no resuelve
el problema. Nunca han faltado quienes
sugieran que la servidumbre voluntaria constituye un extraño “bien”.
Actualmente las fuerzas políticas
se acusan recíprocamente de acoger operarios de Vladimiro Montesinos en sus
filas. Parece claro que tanto el APRA, Fuerza Popular como Gana Perú
manifiestan alguna forma de influencia del entorno de Montesinos, si tomamos en
cuenta las evidencias y los indicios disponibles. Constituye una absoluta
expresión de descaro que el fujimorismo – en la persona del propio Alberto
Fujimori y en la de su hija y sucesora en el timón de su agrupación - denuncie
la presencia del montesinismo en el oficialismo, si fue precisamente el régimen
de Fujimori el que ungió de un poder casi ilimitado a su asesor y gobernó con él
a lo largo de una década completa. Es impresionante la condescendencia - o, acaso, la complicidad - de la prensa conservadora frente al estridente cinismo de los fujimoristas en esta materia. La percepción de la existencia de una compleja red de
corrupción en prácticamente todos los espacios de la política nacional
desmoraliza severamente a los ciudadanos, quienes a menudo sienten que los
circuitos de corrupción e impunidad son inevitables en el sistema político y
asumen una actitud de funesta tolerancia frente a sus prácticas y
manifestaciones. Esta actitud robustece a su vez la disposición de muchos políticos
a servirse del poder para obtener ilegalmente beneficios. El descrédito de la
acción política afianza un sentimiento de impotencia cívica que sólo favorece a
quienes están interesados en que las cosas continúen como están. La política como tal se debilita, y esta situación sólo alimenta la concentración del poder por parte de quienes - desde el Estado o desde los partidos - hacen uso de él sin vigilancia ni controles institucionales realmente eficaces.