REFLEXIONES DESDE LA FILOSOFÍA POLÍTICA
Gonzalo Gamio Gehri
De todos los fenómenos sociales y culturales asociados al proceso de la modernidad, pocos han sido tan malinterpretados y vituperados como la secularización. Se la identifica erróneamente con una suerte de pérdida paulatina de la espiritualidad religiosa en los fueros de la sociedad postilustrada, a partir de la cual los individuos – refugiados fundamentalmente en el mundo del trabajo y el mercado – habrían renunciado a tomar contacto con toda fuente de sentido ‘superior’ o ‘sustancial’ de la vida. Como consecuencia de esta situación, ya en el ámbito específicamente público, los Estados democrático-liberales se han declarado neutrales en materia religiosa, lo que habría generado un clima de indiferencia (algunos hablan incluso de “rechazo”) en las escuelas y en los tribunales respecto de aquello que en principio constituiría la causa y el propósito último de la realidad. En sectores eclesiales conservadores, la secularización es sindicada como una enfermedad para el alma de los pueblos – comparada a lo que son el tifus o el cólera para el cuerpo -, la causa de todos los males que hoy padece la humanidad.
Caricaturas como ésta abundan en el imaginario de quienes hoy sienten cierta nostalgia respecto de alguna hipotética “edad dorada de la espiritualidad y las costumbres”, por lo general alguna versión idealizada de la edad media. Consideran que la cultura moderna ha generado una especie de subjetivismo moral o religioso, y suelen invocar a alguna lectura simplificada del tomismo para procurar erradicarlo. Algunos intelectuales tradicionalistas – autodenominados de modo extravagante “neo-teístas” – han procurado elaborar una nueva cosmología teológica - metafísica que cimente “toda moral humana”, reinsertándola en la antigua y majestuosa ruta de las “esencias”. Los más extremistas predican un “nuevo despertar a la fe” que supere de una vez por todas el “penoso paréntesis ilustrado” y recupere una visión teológica integrista[1], que desconozca incluso (en la teoría, en la práctica, o en ambas) la “autonomía de lo temporal” señalada por el Concilio Vaticano II (tesis sindicada como “sociologista” o "inmanentista"). Nuevos movimientos religiosos aspiran a influir expresamente en las preferencias políticas y en el voto de sus miembros, aduciendo el carácter totalizante de su confesión. Opera en estas posiciones una versión paródica de la cultura moderna, y de la secularidad (y creo que también del propio cristianismo).
Quisiera ofrecer aquí una lectura alternativa de la secularización, una interpretación que haga justicia a la complejidad del fenómeno, que destaque sus vínculos con el espíritu del Evangelio y que señale sus efectos positivos para la política y para la propia religión. Voy a basarme para tal fin en una reformulación personal de las tesis que sobre el tema han sido bosquejadas en la obra de Charles Taylor[2], Gianni Vattimo[3], así como en un reciente escrito de Bernardo Haour elaborado para un Simposio Filosófico celebrado en Lima hace muy poco, en el auditorio del ISET Juan XXIII[4]. No podré detenerme esta vez en la crítica de la perspectiva fundamentalista – defensora del ideal arcaico de “cristiandad” -, aunque confío en que mi descripción tentativa de la secularización pueda contribuir a tomar una clara posición sobre este asunto[5].
1.- Secularización y experiencia del tiempo.
La secularización constituye una determinada forma de experimentar y pensar la temporalidad. Esta tesis tiene su punto de partida en el sentido originario de la expresión latina saeculum, asociada al griego aión (relativo al “siglo”, “epocal”, o incluso “temporal”). Alude a un proceso de remisión a la vivencia del tiempo ordinario – el tiempo percibido por un agente humano - como horizonte de significación existencial, en contraste con las comunidades premodernas, que concebían el contacto con la fuente de sentido de las cosas en conexión con un “tiempo trascendente” (la eternidad, o el ‘tiempo de los orígenes’ descrito por Eliade)[6]. Las concepciones tradicionales del mundo y de la vida consideraban la organización social y la conducta humana como elementos de un ‘orden natural’ eterno e inmutable[7]. Desde este particular enfoque, cada uno de los individuos que habitan el ‘organismo social’ desempeña un rol específico en su interior (insertado en alguno de los estamentos campesinos, guerreros o sacerdotales) – rol asignado por un supuesto plan divino puesto de manifiesto en virtud de la herencia y el parentesco -, de un modo análogo al lugar inconmovible que ocupa cada uno de los cuerpos celestes en el firmamento; cualquier modificación unilateral constituye una trasgresión al equilibrio cósmico, una injusticia (adikía) que sólo puede ser revertida a través del castigo físico[8]. El escritor tradicionalista Titus Burckhardt ha defendido esta clase de estructura jerárquica en los siguientes términos:
En esta perspectiva, las acciones realmente significativas tendían a reproducir el esquema cósmico y la referencia a la trascendencia. Si cada uno – como parte de esta sociedad de castas – hace lo que debe, vale decir, ejercita cabalmente su función social dentro del ordo, entonces la justicia divina es honrada. De lo contrario, el individuo se aleja gravemente de su propósito fundamental. La acción con arreglo al rol constituía un modo de vincularse con el “tiempo trascendente” (la eternidad, el tiempo cosmogónico, etc.) desde los avatares propios del “tiempo profano”. Sin embargo, las comunidades consideraban que la forma medular de establecer tal conexión consistía en participar en los rituales espirituales a través de los cuales se rinde culto al orden y a sus guardianes. Se asumía que existían determinadas actividades (ceremonias, sacrificios, etc.), lugares (templos) y autoridades (sacerdotes y reyes) que podían poner a los hombres en contacto y sintonía con la fuente misma del kósmos, con lo sagrado. Del mismo modo, determinadas acciones de los conductores de la comunidad tenían la peculiaridad de “remontarse al tiempo del origen” o de “recuperar la armonía de los inicios”.
El proceso de secularización reivindica la experiencia cotidiana del tiempo en el mundo. No rechaza el elemento espiritual, sólo redefine su lugar en el curso finito de la vida humana. La ciencia moderna – armada con todo su potencial instrumental - cuestiona severamente la concepción de la naturaleza como un orden metafísico, la reforma protestante identifica el mundo del trabajo – evidentemente situado en el horizonte del tiempo ordinario – como el escenario puntual del esfuerzo por la salvación; no es en el ritual en donde el creyente se dirige principalmente a Dios, sino en el espacio de la actividad diaria[10]. No obstante, es probablemente el surgimiento de la novela el fenómeno cultural que pone de manifiesto con mayor claridad la conexión existente con la experiencia de la remisión al tiempo ordinario. Como se sabe, el género literario más antiguo es la poesía, a la que se ha atribuido en diferentes contextos culturales un origen divino. Se suponía que el verso y la métrica reproducían los modos de expresión de los propios dioses, que hablaban a los mortales por medio del poeta, de manera análoga a la que transmitían su mensaje a través del oráculo. Quien habla es la divinidad, el poeta es solamente el médium de dicho mensaje (“Canta ¡oh diosa! La cólera del pélida Aquiles”). La poesía nos transmite una cosmogonía (Hesiodo), o nos remite al “tiempo trascendente” de la vida inmortal (Dante). La inspiración divina (manía) arrebata al poeta de la esfera del tiempo profano y lo contacta con lo sagrado.
La novela, por el contrario, nos ubica en la estructura misma de la vida correiente y la vivencia del tiempo ordinario. Se trata de reproducir el curso finito de la vida, el modo en que los agentes afrontamos y “acumulamos” experiencias, enfrentamos crisis y construimos nuestra identidad. Es la narración el ‘lenguaje’ en el que expresamos y comprendemos nuestras vidas. Los personajes no son dioses ni héroes legendarios y semihumanos; son hombres de carne y hueso, mortales y vulnerables, que envejecen en el transcurso del relato y están expuestos al engaño, al ridículo, a las enfermedades y a una muerte ordinaria como cualquiera de nosotros. Consideremos un momento El Quijote de Cervantes (una obra en la que podemos reconocer los inicios del giro hacia el tiempo interhumano, una especie de transición a la modernidad). Se inicia con una precisión del lugar puntual de los eventos (“en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”); enseguida, el autor – que es el compositor del relato, no es oráculo de nadie - pasa a describir la condición social del protagonista (“hidalgo de los de lanza en astillero” y de “rocín flaco”) revelada en una descripción sucinta de lo que comía en la semana y vestía. Luego el narrador cuenta cómo Alonso Quijano pierde el juicio, se convierte en Don Quijote e inicia sus aventuras, que terminan con el regreso definitivo a casa, la recuperación de la “cordura” y su muerte. Su experiencia del tiempo consiste en la vivencia corriente del flujo de instantes homogéneos que van desapareciendo en el transcurso finito de la existencia. Es el tiempo narrativo secular. Podemos hablar ya del proceso de secularización en tanto los agentes se remiten a la vivencia temporal de su hacer y padecer en este mundo como horizonte temporal significativo, no recurren ya a la eternidad o al tiempo cosmogónico como sede de sentido.
2.- Deliberación pública. Política, ciudadanía y religión en el tiempo secular.
La secularización es una reivindicación del tiempo de las relaciones humanas: en la perspectiva del espacio que le es correlativo, constituye un giro hacia el mundo social. Se trata de un fenómeno que tiende a observar la estricta responsabilidad de los agentes respecto de sus acciones al interior de su morada (ethos). Nos remite a aquello que construimos en el mundo contingente y vulnerable de nuestras instituciones, acciones y discursos. La filosofía no es más una investigación sobre las “esencias” inmutables que componen la realidad extrahumana; por el contrario, ella es definida como una actividad que expresa “su propio tiempo aprehendido en el pensamiento”[11], para decirlo con Hegel. Sólo podemos convertir en “eternos” nuestros conceptos cuando los momificamos y los privamos de vida[12]. Remitirse reflexivamente a los asuntos humanos en el devenir del tiempo ordinario implica tomar conciencia de la irreductible historicidad de nuestras prácticas y afanes.
Por supuesto, nada de esto es sustancialmente incompatible con el espíritu del Evangelio. Fue Jesús – según el evangelista Marcos – quien señaló que “el sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Marcos 2, 27). La referencia de las cosas de Dios al logro efectivo del bien de los seres humanos es recurrente: en Mateo 25 (en los pasajes relativos al “día del Juicio”) se declara con claridad meridiana que son merecedores del Reino quienes se preocupan por la justicia, quienes se comprometen con el pobre, el débil, el forastero, el preso. No son los sacrificios los que cuentan, sino la misericordia. Decir que el espíritu se encarna significa que irrumpe en la historia, y que debe tomar la forma del encuentro con otros – en el sentido del Emmanuel -; esta reflexión nos lleva a considerar la referencia al tiempo finito de la vida de la gente como decisiva para el esfuerzo por el Reino, no nos invita a huir del mundo o a concentrarnos en la práctica del formalismo ritual[13]. Amar a Dios implica comprometerse amorosamente con el mundo y sus habitantes (recuérdese la interpelación de Hechos 1, 11: “amigos galileos ¿Qué hacen ahí mirando al cielo?”). Esta convicción llevó a Jesús a enfrentarse a los fariseos y a los maestros de la Ley. Para el cristianismo, permanecer en la remisión a la eternidad sin volcarse al tiempo finito constituye una grave limitación ética y espiritual (incluso ontológica, como destacaron acertadamente Schelling y Hegel).
Esta espiritualidad de la praxis puede asumir una forma política. En Las variedades de la Religión hoy, Charles Taylor ha puesto de manifiesto la herencia cristiana presente en la forja de un sistema político y legal igualitario en el contexto de la Declaración de Derechos de las trece colonias norteamericanas que afirmaban su autonomía frente a la metrópoli[14]. “Nosotros, un pueblo bajo Dios” es la frase que inicia el documento. Los fundadores de la naciente república estadounidense estaban absolutamente convencidos de que construyendo un Estado observante de los derechos universales de individuos libres e iguales estaban haciendo justicia al espíritu del Evangelio concerniente a la preocupación por el Reino. Creían firmemente que los privilegios y las jerarquías imperantes en la vieja Europa – la del Antiguo Régimen – trasgredían aquel mismo espíritu. Las alusiones absolutistas a la cabeza del “cuerpo místico” como legitimadoras de las autoridades tradicionales les parecían más medievales que bíblicas[15]. Bajo la premisa de que todos somos criaturas de Dios, hechos a su imagen y semejanza – además de seres dotados de razón y de sensibilidad, capaces de actuar conforme a principios: una definición es evocada al lado de la otra – la república constituye el mejor régimen político concebible. A la luz de estas ideas, la hipótesis del orden natural jerárquico se manifiesta inconsistente y falaz. Esta experiencia histórica constituye – junto a la Ilustración francesa y su herencia revolucionaria – el cimiento espiritual de nuestras repúblicas liberales contemporáneas. Con el paso de los años, la visión ilustrada ha adquirido un mayor protagonismo para la cultura de los derechos humanos, sin que ello implique que la versión teológica haya desaparecido.
Las repúblicas florecen en un espacio y en un tiempo seculares. La fuente de la legitimidad del poder político reside en el consentimiento y en las acciones coordinadas de los individuos que conformamos la sociedad. No es fruto del arbitrio de una autoridad “política” o eclesiástica, presuntamente puesto en tal lugar por el deseo expreso de una divinidad. Los cielos no se abren para manifestar las órdenes de un Ser Supremo que habla a través de sus reyes o de sus sumos sacerdotes, sus incuestionados oráculos. La estructura de la ley y del gobierno no proviene de “arriba”, del juicio de una “élite de iniciados”, sino del acuerdo argumentativo de ciudadanos libres, titulares de Derechos Universales inalienables. Cada uno de ellos delibera en torno a la racionalidad de lo público – en torno a lo justo y legal -, y elige por sí mismo sus propósitos vitales y espirituales (esto no es en absoluto ajeno al espíritu cristiano, profundamente liberador; considérese el consejo paulino formulado en 1 Tesalonicenses 5, 21: examínenlo todo y quédense con lo bueno”). La separación entre la religión y la política – entre la Iglesia y el Estado – apunta a proteger de toda “intervención tutelar” el discernimiento público del ciudadano, así como procura garantizar la libertad de cada individuo para decidir creer (o no creer) sin coacción alguna. Un Estado democrático debe cultivar la tolerancia y promover la diversidad de convicciones y credos en el marco de un pluralismo razonable[16]; no debe intervenir en cuestiones de confesión y culto, que conciernen sólo a la conciencia de cada cual, y a las asociaciones en las que el individuo milite voluntariamente. Es evidente - solamente para poner un ejemplo bastante obvio - que si un directivo de una institución pública determina que todos sus funcionarios deben tener un retiro espiritual por año se está violando groseramente el precepto señalado. Una sociedad liberal tiene que distinguir estrictamente entre lo que es de Dios y lo que corresponde al César (en realidad, para decirlo mejor, lo que pertenece a la propia comunidad política como tal).
Una sociedad secularizada cuenta con una esfera pública, un conjunto de espacios comunicativos – separados nítidamente del Estado y del mercado – a través de los cuales los ciudadanos forman, a través del diálogo y del ejercicio racional de la crítica, una opinión común sobre temas de interés colectivo[17]. Se trata de escenarios compartidos para la deliberación cívica en condiciones de simetría: en los asuntos prácticos sobre las que ella versa (temas políticos y de ética pública), todos los interlocutores están en el mismo nivel de consideración. Cada uno expresa sus argumentos como agentes autónomos, exponiéndose a la crítica y a las razones de los demás participantes. Allí no cuentan los “iluminados” ni puede invocarse otra autoridad que la de la claridad y la plausibilidad de las razones. Cualquier pretensión “tutelar” de parte de instituciones civiles, religiosas o militares resulta perniciosa y gravemente distorsionadora. Toda forma de intervención externa está fuera de lugar; aquí sólo los ciudadanos mismos son quienes tienen la palabra. La deliberación busca lograr consensos racionales – no se trata de sondeos de preferencias subjetivas o encuestas, sino de un estricto intercambio argumentativo -, o en todo caso, pretende plantear disensos razonables e inteligibles para todos. Por ello, las posiciones han de ser explícitamente seculares; si poseen una inspiración religiosa – y podrían tenerla -, tienen que asumir una forma racional abierta al escrutinio público, puesto que un alegato de carácter exclusivamente confesional (del estilo “así no pensaban los primeros cristianos”, o “eso no está en El Corán”) no podría ser suscrito razonablemente por la totalidad de los agentes deliberativos (excedería lo que puede ser materia de una discusión cívica). De lo que se trata es precisamente de reconocer los principios prácticos, las valoraciones y los cursos de acción que podríamos llegar a compartir.
La esfera pública constituye uno de los frutos más importantes de la secularización, y es una de las encarnaciones más decisivas de una sociedad genuinamente democrática. He querido mostrar en qué medida estas construcciones histórico - sociales no son incompatibles con el espíritu del cristianismo, aunque apunten sólidamente a la cimentación de una sociedad pluralista, un sistema de instituciones que permita efectivamente el diálogo crítico entre ciudadanos libres, más allá de sus diferencias culturales, ideológicas y religiosas. Podríamos resumir lo dicho señalando que la secularización constituye un proceso vital en virtud del cual los agentes – cuando se trata de esclarecer las cuestiones relativas al sentido de sus prácticas y discursos, o de examinar los asuntos de interés público - hacen referencia significativa al espacio y tiempo de las relaciones humanas como horizonte encarnado de deliberación y acción común. Nada tiene que ver esto con ‘la pérdida de la sustancialidad de la vida’; antes bien, lo que se procura es abrir espacios plurales de libertad para la búsqueda y el discernimiento de esa sustancialidad. Encontrar las sedes de sentido de un modo intersubjetivo y mundano - vital, por así decirlo[18]. Se trata de configurar y preservar espacios deliberativos en los que las convicciones y los credos tengan un lugar – un lugar para el cuidado de la fe, del respeto mutuo y del reconocimiento – pero donde al mismo tiempo podamos cultivar vínculos políticos comunes.
Gonzalo Gamio Gehri
De todos los fenómenos sociales y culturales asociados al proceso de la modernidad, pocos han sido tan malinterpretados y vituperados como la secularización. Se la identifica erróneamente con una suerte de pérdida paulatina de la espiritualidad religiosa en los fueros de la sociedad postilustrada, a partir de la cual los individuos – refugiados fundamentalmente en el mundo del trabajo y el mercado – habrían renunciado a tomar contacto con toda fuente de sentido ‘superior’ o ‘sustancial’ de la vida. Como consecuencia de esta situación, ya en el ámbito específicamente público, los Estados democrático-liberales se han declarado neutrales en materia religiosa, lo que habría generado un clima de indiferencia (algunos hablan incluso de “rechazo”) en las escuelas y en los tribunales respecto de aquello que en principio constituiría la causa y el propósito último de la realidad. En sectores eclesiales conservadores, la secularización es sindicada como una enfermedad para el alma de los pueblos – comparada a lo que son el tifus o el cólera para el cuerpo -, la causa de todos los males que hoy padece la humanidad.
Caricaturas como ésta abundan en el imaginario de quienes hoy sienten cierta nostalgia respecto de alguna hipotética “edad dorada de la espiritualidad y las costumbres”, por lo general alguna versión idealizada de la edad media. Consideran que la cultura moderna ha generado una especie de subjetivismo moral o religioso, y suelen invocar a alguna lectura simplificada del tomismo para procurar erradicarlo. Algunos intelectuales tradicionalistas – autodenominados de modo extravagante “neo-teístas” – han procurado elaborar una nueva cosmología teológica - metafísica que cimente “toda moral humana”, reinsertándola en la antigua y majestuosa ruta de las “esencias”. Los más extremistas predican un “nuevo despertar a la fe” que supere de una vez por todas el “penoso paréntesis ilustrado” y recupere una visión teológica integrista[1], que desconozca incluso (en la teoría, en la práctica, o en ambas) la “autonomía de lo temporal” señalada por el Concilio Vaticano II (tesis sindicada como “sociologista” o "inmanentista"). Nuevos movimientos religiosos aspiran a influir expresamente en las preferencias políticas y en el voto de sus miembros, aduciendo el carácter totalizante de su confesión. Opera en estas posiciones una versión paródica de la cultura moderna, y de la secularidad (y creo que también del propio cristianismo).
Quisiera ofrecer aquí una lectura alternativa de la secularización, una interpretación que haga justicia a la complejidad del fenómeno, que destaque sus vínculos con el espíritu del Evangelio y que señale sus efectos positivos para la política y para la propia religión. Voy a basarme para tal fin en una reformulación personal de las tesis que sobre el tema han sido bosquejadas en la obra de Charles Taylor[2], Gianni Vattimo[3], así como en un reciente escrito de Bernardo Haour elaborado para un Simposio Filosófico celebrado en Lima hace muy poco, en el auditorio del ISET Juan XXIII[4]. No podré detenerme esta vez en la crítica de la perspectiva fundamentalista – defensora del ideal arcaico de “cristiandad” -, aunque confío en que mi descripción tentativa de la secularización pueda contribuir a tomar una clara posición sobre este asunto[5].
1.- Secularización y experiencia del tiempo.
La secularización constituye una determinada forma de experimentar y pensar la temporalidad. Esta tesis tiene su punto de partida en el sentido originario de la expresión latina saeculum, asociada al griego aión (relativo al “siglo”, “epocal”, o incluso “temporal”). Alude a un proceso de remisión a la vivencia del tiempo ordinario – el tiempo percibido por un agente humano - como horizonte de significación existencial, en contraste con las comunidades premodernas, que concebían el contacto con la fuente de sentido de las cosas en conexión con un “tiempo trascendente” (la eternidad, o el ‘tiempo de los orígenes’ descrito por Eliade)[6]. Las concepciones tradicionales del mundo y de la vida consideraban la organización social y la conducta humana como elementos de un ‘orden natural’ eterno e inmutable[7]. Desde este particular enfoque, cada uno de los individuos que habitan el ‘organismo social’ desempeña un rol específico en su interior (insertado en alguno de los estamentos campesinos, guerreros o sacerdotales) – rol asignado por un supuesto plan divino puesto de manifiesto en virtud de la herencia y el parentesco -, de un modo análogo al lugar inconmovible que ocupa cada uno de los cuerpos celestes en el firmamento; cualquier modificación unilateral constituye una trasgresión al equilibrio cósmico, una injusticia (adikía) que sólo puede ser revertida a través del castigo físico[8]. El escritor tradicionalista Titus Burckhardt ha defendido esta clase de estructura jerárquica en los siguientes términos:
“En nuestros días son numerosos los que piensan que el hombre
realiza su verdadero destino en el trabajo, manejando una máquina. No: su
destino verdadero e integral, el hombre lo realiza cuando reza e invoca la
bendición divina, cuando dirige y combate, siembra y cosecha, sirve y obedece.
He aquí lo que conviene a la naturaleza humana”[9].
En esta perspectiva, las acciones realmente significativas tendían a reproducir el esquema cósmico y la referencia a la trascendencia. Si cada uno – como parte de esta sociedad de castas – hace lo que debe, vale decir, ejercita cabalmente su función social dentro del ordo, entonces la justicia divina es honrada. De lo contrario, el individuo se aleja gravemente de su propósito fundamental. La acción con arreglo al rol constituía un modo de vincularse con el “tiempo trascendente” (la eternidad, el tiempo cosmogónico, etc.) desde los avatares propios del “tiempo profano”. Sin embargo, las comunidades consideraban que la forma medular de establecer tal conexión consistía en participar en los rituales espirituales a través de los cuales se rinde culto al orden y a sus guardianes. Se asumía que existían determinadas actividades (ceremonias, sacrificios, etc.), lugares (templos) y autoridades (sacerdotes y reyes) que podían poner a los hombres en contacto y sintonía con la fuente misma del kósmos, con lo sagrado. Del mismo modo, determinadas acciones de los conductores de la comunidad tenían la peculiaridad de “remontarse al tiempo del origen” o de “recuperar la armonía de los inicios”.
El proceso de secularización reivindica la experiencia cotidiana del tiempo en el mundo. No rechaza el elemento espiritual, sólo redefine su lugar en el curso finito de la vida humana. La ciencia moderna – armada con todo su potencial instrumental - cuestiona severamente la concepción de la naturaleza como un orden metafísico, la reforma protestante identifica el mundo del trabajo – evidentemente situado en el horizonte del tiempo ordinario – como el escenario puntual del esfuerzo por la salvación; no es en el ritual en donde el creyente se dirige principalmente a Dios, sino en el espacio de la actividad diaria[10]. No obstante, es probablemente el surgimiento de la novela el fenómeno cultural que pone de manifiesto con mayor claridad la conexión existente con la experiencia de la remisión al tiempo ordinario. Como se sabe, el género literario más antiguo es la poesía, a la que se ha atribuido en diferentes contextos culturales un origen divino. Se suponía que el verso y la métrica reproducían los modos de expresión de los propios dioses, que hablaban a los mortales por medio del poeta, de manera análoga a la que transmitían su mensaje a través del oráculo. Quien habla es la divinidad, el poeta es solamente el médium de dicho mensaje (“Canta ¡oh diosa! La cólera del pélida Aquiles”). La poesía nos transmite una cosmogonía (Hesiodo), o nos remite al “tiempo trascendente” de la vida inmortal (Dante). La inspiración divina (manía) arrebata al poeta de la esfera del tiempo profano y lo contacta con lo sagrado.
La novela, por el contrario, nos ubica en la estructura misma de la vida correiente y la vivencia del tiempo ordinario. Se trata de reproducir el curso finito de la vida, el modo en que los agentes afrontamos y “acumulamos” experiencias, enfrentamos crisis y construimos nuestra identidad. Es la narración el ‘lenguaje’ en el que expresamos y comprendemos nuestras vidas. Los personajes no son dioses ni héroes legendarios y semihumanos; son hombres de carne y hueso, mortales y vulnerables, que envejecen en el transcurso del relato y están expuestos al engaño, al ridículo, a las enfermedades y a una muerte ordinaria como cualquiera de nosotros. Consideremos un momento El Quijote de Cervantes (una obra en la que podemos reconocer los inicios del giro hacia el tiempo interhumano, una especie de transición a la modernidad). Se inicia con una precisión del lugar puntual de los eventos (“en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”); enseguida, el autor – que es el compositor del relato, no es oráculo de nadie - pasa a describir la condición social del protagonista (“hidalgo de los de lanza en astillero” y de “rocín flaco”) revelada en una descripción sucinta de lo que comía en la semana y vestía. Luego el narrador cuenta cómo Alonso Quijano pierde el juicio, se convierte en Don Quijote e inicia sus aventuras, que terminan con el regreso definitivo a casa, la recuperación de la “cordura” y su muerte. Su experiencia del tiempo consiste en la vivencia corriente del flujo de instantes homogéneos que van desapareciendo en el transcurso finito de la existencia. Es el tiempo narrativo secular. Podemos hablar ya del proceso de secularización en tanto los agentes se remiten a la vivencia temporal de su hacer y padecer en este mundo como horizonte temporal significativo, no recurren ya a la eternidad o al tiempo cosmogónico como sede de sentido.
2.- Deliberación pública. Política, ciudadanía y religión en el tiempo secular.
La secularización es una reivindicación del tiempo de las relaciones humanas: en la perspectiva del espacio que le es correlativo, constituye un giro hacia el mundo social. Se trata de un fenómeno que tiende a observar la estricta responsabilidad de los agentes respecto de sus acciones al interior de su morada (ethos). Nos remite a aquello que construimos en el mundo contingente y vulnerable de nuestras instituciones, acciones y discursos. La filosofía no es más una investigación sobre las “esencias” inmutables que componen la realidad extrahumana; por el contrario, ella es definida como una actividad que expresa “su propio tiempo aprehendido en el pensamiento”[11], para decirlo con Hegel. Sólo podemos convertir en “eternos” nuestros conceptos cuando los momificamos y los privamos de vida[12]. Remitirse reflexivamente a los asuntos humanos en el devenir del tiempo ordinario implica tomar conciencia de la irreductible historicidad de nuestras prácticas y afanes.
Por supuesto, nada de esto es sustancialmente incompatible con el espíritu del Evangelio. Fue Jesús – según el evangelista Marcos – quien señaló que “el sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Marcos 2, 27). La referencia de las cosas de Dios al logro efectivo del bien de los seres humanos es recurrente: en Mateo 25 (en los pasajes relativos al “día del Juicio”) se declara con claridad meridiana que son merecedores del Reino quienes se preocupan por la justicia, quienes se comprometen con el pobre, el débil, el forastero, el preso. No son los sacrificios los que cuentan, sino la misericordia. Decir que el espíritu se encarna significa que irrumpe en la historia, y que debe tomar la forma del encuentro con otros – en el sentido del Emmanuel -; esta reflexión nos lleva a considerar la referencia al tiempo finito de la vida de la gente como decisiva para el esfuerzo por el Reino, no nos invita a huir del mundo o a concentrarnos en la práctica del formalismo ritual[13]. Amar a Dios implica comprometerse amorosamente con el mundo y sus habitantes (recuérdese la interpelación de Hechos 1, 11: “amigos galileos ¿Qué hacen ahí mirando al cielo?”). Esta convicción llevó a Jesús a enfrentarse a los fariseos y a los maestros de la Ley. Para el cristianismo, permanecer en la remisión a la eternidad sin volcarse al tiempo finito constituye una grave limitación ética y espiritual (incluso ontológica, como destacaron acertadamente Schelling y Hegel).
Esta espiritualidad de la praxis puede asumir una forma política. En Las variedades de la Religión hoy, Charles Taylor ha puesto de manifiesto la herencia cristiana presente en la forja de un sistema político y legal igualitario en el contexto de la Declaración de Derechos de las trece colonias norteamericanas que afirmaban su autonomía frente a la metrópoli[14]. “Nosotros, un pueblo bajo Dios” es la frase que inicia el documento. Los fundadores de la naciente república estadounidense estaban absolutamente convencidos de que construyendo un Estado observante de los derechos universales de individuos libres e iguales estaban haciendo justicia al espíritu del Evangelio concerniente a la preocupación por el Reino. Creían firmemente que los privilegios y las jerarquías imperantes en la vieja Europa – la del Antiguo Régimen – trasgredían aquel mismo espíritu. Las alusiones absolutistas a la cabeza del “cuerpo místico” como legitimadoras de las autoridades tradicionales les parecían más medievales que bíblicas[15]. Bajo la premisa de que todos somos criaturas de Dios, hechos a su imagen y semejanza – además de seres dotados de razón y de sensibilidad, capaces de actuar conforme a principios: una definición es evocada al lado de la otra – la república constituye el mejor régimen político concebible. A la luz de estas ideas, la hipótesis del orden natural jerárquico se manifiesta inconsistente y falaz. Esta experiencia histórica constituye – junto a la Ilustración francesa y su herencia revolucionaria – el cimiento espiritual de nuestras repúblicas liberales contemporáneas. Con el paso de los años, la visión ilustrada ha adquirido un mayor protagonismo para la cultura de los derechos humanos, sin que ello implique que la versión teológica haya desaparecido.
Las repúblicas florecen en un espacio y en un tiempo seculares. La fuente de la legitimidad del poder político reside en el consentimiento y en las acciones coordinadas de los individuos que conformamos la sociedad. No es fruto del arbitrio de una autoridad “política” o eclesiástica, presuntamente puesto en tal lugar por el deseo expreso de una divinidad. Los cielos no se abren para manifestar las órdenes de un Ser Supremo que habla a través de sus reyes o de sus sumos sacerdotes, sus incuestionados oráculos. La estructura de la ley y del gobierno no proviene de “arriba”, del juicio de una “élite de iniciados”, sino del acuerdo argumentativo de ciudadanos libres, titulares de Derechos Universales inalienables. Cada uno de ellos delibera en torno a la racionalidad de lo público – en torno a lo justo y legal -, y elige por sí mismo sus propósitos vitales y espirituales (esto no es en absoluto ajeno al espíritu cristiano, profundamente liberador; considérese el consejo paulino formulado en 1 Tesalonicenses 5, 21: examínenlo todo y quédense con lo bueno”). La separación entre la religión y la política – entre la Iglesia y el Estado – apunta a proteger de toda “intervención tutelar” el discernimiento público del ciudadano, así como procura garantizar la libertad de cada individuo para decidir creer (o no creer) sin coacción alguna. Un Estado democrático debe cultivar la tolerancia y promover la diversidad de convicciones y credos en el marco de un pluralismo razonable[16]; no debe intervenir en cuestiones de confesión y culto, que conciernen sólo a la conciencia de cada cual, y a las asociaciones en las que el individuo milite voluntariamente. Es evidente - solamente para poner un ejemplo bastante obvio - que si un directivo de una institución pública determina que todos sus funcionarios deben tener un retiro espiritual por año se está violando groseramente el precepto señalado. Una sociedad liberal tiene que distinguir estrictamente entre lo que es de Dios y lo que corresponde al César (en realidad, para decirlo mejor, lo que pertenece a la propia comunidad política como tal).
Una sociedad secularizada cuenta con una esfera pública, un conjunto de espacios comunicativos – separados nítidamente del Estado y del mercado – a través de los cuales los ciudadanos forman, a través del diálogo y del ejercicio racional de la crítica, una opinión común sobre temas de interés colectivo[17]. Se trata de escenarios compartidos para la deliberación cívica en condiciones de simetría: en los asuntos prácticos sobre las que ella versa (temas políticos y de ética pública), todos los interlocutores están en el mismo nivel de consideración. Cada uno expresa sus argumentos como agentes autónomos, exponiéndose a la crítica y a las razones de los demás participantes. Allí no cuentan los “iluminados” ni puede invocarse otra autoridad que la de la claridad y la plausibilidad de las razones. Cualquier pretensión “tutelar” de parte de instituciones civiles, religiosas o militares resulta perniciosa y gravemente distorsionadora. Toda forma de intervención externa está fuera de lugar; aquí sólo los ciudadanos mismos son quienes tienen la palabra. La deliberación busca lograr consensos racionales – no se trata de sondeos de preferencias subjetivas o encuestas, sino de un estricto intercambio argumentativo -, o en todo caso, pretende plantear disensos razonables e inteligibles para todos. Por ello, las posiciones han de ser explícitamente seculares; si poseen una inspiración religiosa – y podrían tenerla -, tienen que asumir una forma racional abierta al escrutinio público, puesto que un alegato de carácter exclusivamente confesional (del estilo “así no pensaban los primeros cristianos”, o “eso no está en El Corán”) no podría ser suscrito razonablemente por la totalidad de los agentes deliberativos (excedería lo que puede ser materia de una discusión cívica). De lo que se trata es precisamente de reconocer los principios prácticos, las valoraciones y los cursos de acción que podríamos llegar a compartir.
La esfera pública constituye uno de los frutos más importantes de la secularización, y es una de las encarnaciones más decisivas de una sociedad genuinamente democrática. He querido mostrar en qué medida estas construcciones histórico - sociales no son incompatibles con el espíritu del cristianismo, aunque apunten sólidamente a la cimentación de una sociedad pluralista, un sistema de instituciones que permita efectivamente el diálogo crítico entre ciudadanos libres, más allá de sus diferencias culturales, ideológicas y religiosas. Podríamos resumir lo dicho señalando que la secularización constituye un proceso vital en virtud del cual los agentes – cuando se trata de esclarecer las cuestiones relativas al sentido de sus prácticas y discursos, o de examinar los asuntos de interés público - hacen referencia significativa al espacio y tiempo de las relaciones humanas como horizonte encarnado de deliberación y acción común. Nada tiene que ver esto con ‘la pérdida de la sustancialidad de la vida’; antes bien, lo que se procura es abrir espacios plurales de libertad para la búsqueda y el discernimiento de esa sustancialidad. Encontrar las sedes de sentido de un modo intersubjetivo y mundano - vital, por así decirlo[18]. Se trata de configurar y preservar espacios deliberativos en los que las convicciones y los credos tengan un lugar – un lugar para el cuidado de la fe, del respeto mutuo y del reconocimiento – pero donde al mismo tiempo podamos cultivar vínculos políticos comunes.
[1] Sobre una versión “política” de esta posición paleoconservadora, cfr. Hernando, Eduardo Pensando peligrosamente: el pensamiento reaccionario y los dilemas de la democracia deliberativa Lima, PUCP 2000 e Idem, Deconstruyendo la legalidad Lima, PUCP / ADP 2001.
[2] Véase Taylor, Charles Imaginarios sociales modernos Barcelona, Paidós 2006 ; Taylor, Charles Las variedades de la religión hoy Barcelona, Paidós 2004.
[3] Vattimo, Gianni Creer que se cree Barcelona, Paidós 1998; Vattimo, Gianni Después de la cristiandad Barcelona, Paidós 2003.
[4] Haour, Bernardo “Ética y política” ponencia dictada en el IV Simposio Filosófico Religión y Pensamiento Post-metafísico (versión inédita), junio de 2007.
[5] Cfr. La tesis central de los ensayos que componen mi libro Racionalidad y conflicto ético. Cfr. Gamio, Gonzalo Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica lima, IBC – CEP 2007.
[6] Consúltese Taylor, Charles “La política liberal y la esfera pública” en: Argumentos filosóficos Barcelona Paidós 1997. p. 348 y ss.
[7] Cfr. Gamio, Gonzalo “La purificación del juicio político. Narrativas de justicia, políticas de reconciliación” Derecho & Sociedad Nº 24 Lima 2005 pp. 378 – 389; consúltese Haour, Bernardo “Ética y política” op.cit., pp. 1 – 2.
[8]Véase Foucault, Michel Vigilar y castigar México, Siglo XXI 1976; Idem Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones Madrid, Alianza Materiales 1997.
[9] Burckhardt, Titus “Ser conservador” en El espejo del intelecto Barcelona, José J. de Olañeta Editor 2000 p. 39.
[10] Cfr. Weber, Max La ética protestante y el espíritu del capitalismo Buenos Aires, Hyspamérica 1985.
[11] Hegel, G. W.F. Principios de la filosofía del derecho Madrid: EDHASA, 1986 p. 52.
[12] Cfr. Nietzsche, Friedrich El ocaso de los ídolos Buenos Aires, Siglo XX 1979.
[13] Cfr Vattimo, Gianni Después de la cristiandad op.cit., capítulo 8.
[14] Taylor, Charles Las variedades de la religión hoy op.cit., capítulo 3.
[15] En Efesios 1,10 Pablo señala con claridad que la única cabeza del cuerpo místico es Cristo.
[16] Evidentemente, la tolerancia y la apertura dialógica constituyen condiciones de ese pluralismo: la invitación a la violencia y la promoción del fanatismo son inaceptables. Véase Rawls, John Liberalismo político México FCE 1995 Confrencias 1 – 4.
[17] Habermas, Jürgen Historia y crítica de la opinión pública Barcelona, G. Gili 1994; Idem Facticidad y validez Madrid, Trotta 1998, especialmente el capítulo III.
[18] Hay quienes consideran – erróneamente – que la única forma de trascendencia tiene un carácter estrictamente sobrenatural. Es cierto que en contextos coloquiales se usa el término casi exclusivamente como una categoría religiosa; sin embargo, contamos con una lectura “griega” de la trascendencia, entendida en términos del logro de la plenitud de un propósito ético o de un modo virtuoso de vivir (convertido en “inmortal” por medio del recuerdo). Creo que resulta positivo reconocer ambos sentidos, sin disolver el segundo, pues éste tiene importantes consecuencias para una interpretación “humanista” de la ética y de política. Martha Nussbaum es quien mejor ha desarrollado ese punto de vista en la actualidad. Cfr. Nussbaum, Martha C. “Humanidad Trascendente” en: El conocimiento del amor Madrid, Machado 2005 pp. 647 - 694.