Se dice que Alberto Fujimori – depuesto en el 2000 por incapacidad moral para ejercer el cargo – está pensando seriamente abandonar su dorado refugio japonés y volver a la política peruana, con miras a las elecciones de 2006. La noticia no deja de desconcertar a quienes considerábamos que la aparatosa huida del ex presidente a Japón había cerrado el capítulo final de su convulsionada biografía pública. La evidente falta de escrúpulos de las encuestadoras alimenta ese ilegal conato de resurrección. Sigo pensando que el tema del "individuo Fujimori" tendría que ser ante todo un asunto judicial, y acaso un problema relativo al juego de fuerzas entre las relaciones internacionales y las demandas éticas por hacer cumplir los Derechos Humanos y castigar a quienes los han infringido desde el poder. La actitud del gobierno japonés ha bloqueado sistemáticamente cualquier intento del Estado peruano por iniciar el proceso de extradición de Fujimori, sobre el que pesan acusaciones por crímenes de lesa humanidad, corrupción y abandono del cargo. No obstante, "el fujimorismo" - esto es, los diversos modos de recibir y de valorar el talante autoritario y contra-institucionalista que caracterizó al régimen de Fujimori - dista de ser un problema que la sociedad peruana haya superado completamente.
Se trata de un complejo fenómeno sociopolítico en el que convergen autoritarismo, mesianismo y un particular desencanto frente al ejercicio de la ciudadanía activa. Hugo Neira lo ha descrito magníficamente evocando la noción renacentista de "servidumbre voluntaria". Esta no es una actitud nueva en la historia peruana, pero puede graficar bastante bien los modos de actuar (y de no actuar) de muchos peruanos y peruanas bajo el gobierno dictatorial de Fujimori, al menos entre 1992 y 1997. Nos referimos a una especie de "trueque" - silencioso, pero patente - en el que los ciudadanos, a cambio de una cierta "eficacia administrativa" por parte del gobernante (p.e., en términos de medidas macroeconómicas antiinflacionarias o en políticas de lucha contra la subversión), renuncian dócilmente al ejercicio de sus derechos políticos, a participar en la vida pública, o incluso a censurar casos evidentes de corrupción, asesinato o de comportamiento autocrático en el ejecutivo. En efecto, Fujimori y su cúpula cívico - militar quebraron el orden democrático, redactaron una constitución a la medida de sus ambiciones, controlaron ilegalmente el poder judicial, el congreso, e ejército y los medios de comunicación, persiguieron a sus opositores políticos, constituyeron comandos paramilitares que actuaban al margen de la ley, entre otros atentados contra la democracia y los Derechos Fundamentales. Todo esto era historia conocida mucho antes de 1997, pero muchísima gente prefirió simplemente mirar a otro lado y guardar silencio. Los problemas de recesión, pobreza extrema y desempleo eran aprovechados por Fujimori y sus socios para generar formas de clientelismo político, la creación de un "mercado cautivo" entre los más pobres y excluidos, que podría ser utilizado electoralmente en su momento. Mucha gente - entre los que se contaban importantes académicos, autoridades sociales y políticos - asumió una actitud claramente condescendiente frente a esta forma de opresión e injusticia. "Necesitamos a un Pinochet", decían.
Las situaciones críticas que hoy afrontamos no deben llevarnos a escuchar los cantos de sirena del autoritarismo. Tocar las puertas de los cuarteles o invocar el retorno de los autócratas no es la solución. La concentración del poder no es "socialmente eficaz": lleva solamente a la cancelación de las libertades ciudadanas, y a la exclusión económica y política de las mayorías. Contribuye – eso sí - a engrosar las cuentas bancarias de los poderosos. El fortalecimiento de la democracia es responsabilidad de todos los ciudadanos, y no sólo de sus gobernantes y representantes: ejercer la ciudadanía involucra abandonar el rol de espectadores y asumir el de agentes políticos. Un eventual retorno de la política autoritaria convertiría automáticamente en insignificante y estéril la lucha ciudadana por la recuperación de la democracia en el país, una lucha en la que tantos jóvenes y hombres y mujeres de bien pusieron todo su amor y arriesgaron sus vidas. Si esta gesta ética y civil sirvió de algo es preciso rechazar con un rotundo "nunca más" las pretensiones del ex dictador y los grupos de interés que le rodean.
En el nivel de la propaganda, los acólitos del fujimorismo procuran hacer valer ante la opinión pública la imagen de un Fujimori ingenuo, engañado por un maquiavélico Montesinos, solitario creador de una compleja red de corrupción pública y de los lazos del Estado con el narcotráfico. Yo me pregunto si un cuento como ese puede resultar creíble para cualquier espíritu sensato o mínimamente lúcido. Es una insinuación ofensiva para con la inteligencia de los peruanos. Resulta imposible creer seriamente que Fujimori - quien declaraba a la prensa internacional estar "fascinado con el poder" y aseguraba estar al tanto de todas las decisiones que se tomaban en la esfera del Estado – desconocía los métodos y las negociaciones secretas de su más cercano colaborador y asesor, a quien - por otro lado - defendió a capa y espada incluso después de hecho público el vídeo Kouri – Montesinos. Aquel estilo pretendidamente gerencial y vigilante es incompatible con aquella "ingenua ignorancia" a la que ahora parece apelar en su delirante defensa. Si Fujimori estaba al tanto y colaboraba estrechamente con su asesor, es un delincuente. Si misteriosamente desconocía las acciones de Montesinos y su red de corrupción y muerte – hipótesis completamente inverosímil - es a todas luces un inepto. Y el Perú no necesita ni una cosa ni la otra.
.
[1] Profesor de Humanidades de la PUCP.
No hay comentarios:
Publicar un comentario