ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL PERÚ Y EL “PLAN CÓNDOR”
1.- La justicia, nosotros y el “Plan Cóndor”.
El 17 de enero último, un
tribunal de Roma condenó a cadena perpetua al ex Presidente de facto del Perú, Francisco Morales
Bermúdez, junto al ex ministro Pedro Richter Prada y al general del ejército
Germán Ruiz Figueroa, además de cinco militares retirados de diversos países de
América del Sur, acusados de colaborar con el llamado “Plan Cóndor” cuyo
ejercicio implicó la eliminación de un grupo de ciudadanos argentinos de
ascendencia italiana. La noticia ha
causado reacciones diversas en los espacios de opinión pública locales.
El “Plan Cóndor” era un operativo
de inteligencia coordinado por un grupo de dictaduras militares sudamericanas
durante los años setenta, consistente en la captura, tortura, eliminación y
desaparición de miembros de grupos insurgentes y de políticos opositores a
estos regímenes (recuérdese el caso Letelier en Chile). Aunque el régimen
militar del Perú no era un “miembro fundador” del siniestro “Plan Cóndor”, existen indicios contundentes de que él
gobierno de Morales Bermúdez colaboró con esta operación. En cuanto a los
hechos vinculados al caso que ha sido materia de juicio, se señala que los
disidentes argentinos fueron capturados por agentes del ejército peruano para
luego ser llevados a Bolivia. Nunca se supo más del paradero de esas personas. En
esto coinciden asimismo las investigaciones del periodista norteamericano John
Dinges y las del peruano Ricardo Uceda, autor del libro Muerte en el Pentagonito.
La noticia de la condena de
Morales Bermúdez ha sido recibida con frialdad – sino con abierta irritación –
por la prensa conservadora, aquella que precisamente se ha propuesto debilitar
cualquier espacio para la reconstrucción de la memoria como condición para el
logro de justicia para las víctimas de la violencia. Los argumentos bosquejados
han sido muchos. La supuesta primacía de la “soberanía nacional” frente a
cualquier exigencia de justicia global, aún en materia de derechos humanos. La
presunta vocación de la ‘segunda fase’ del gobierno militar por el retorno a la
democracia, en contraste con las restantes dictaduras de la región, que
aspiraban a mantenerse en el poder. Se ha aludido también a la avanzada edad
del ex gobernante. Se pretende impedir
que Morales Bermúdez, Richter y Ruiz asuman su responsabilidad frente a la
comisión de delitos graves contra la vida y la libertad de los seres humanos.
Esta reacción no sorprende. Hace
cerca de diez años, cuando se supo que el caso sería objeto de una estricta investigación
legal por parte de autoridades italianas, y que la responsabilidad penal de
Morales Bermúdez sería sometida a discusión, el entonces Presidente García, el
entonces ministro de defensa Flores Aráoz y otras personalidades (incluyendo
alguna autoridad religiosa) se pronunciaron en contra de lo que percibían como
una injerencia extranjera en asuntos nacionales, en la medida en que los hechos
investigados presuntamente ocurrieron aquí e involucraban a compatriotas. Lo que se hacía evidente a partir de estas y
otras declaraciones era que un sector significativo de nuestros políticos,
eventuales funcionarios públicos y autoridades no estatales no alcanzaba a
comprender – o no quería comprender – lo que significa el imperio de los
derechos humanos en el mundo contemporáneo, así como el universalismo moral que
le subyace; universalismo que constituye un signo de civilización y de decencia
pública.
2.- La trascendencia de los derechos humanos y el trabajo ético -
político de la memoria.
Comienzo haciendo algunas
pequeñas precisiones. Aquí no se trata de debatir en qué medida el ex
mandatario haya dejado el poder impulsando un proceso de transición democrática
en medio de una aguda crisis socioeconómica y política. O si existía o no alguna afinidad ideológica entre la dictadura
peruana y los feroces regímenes militares de la región. Tampoco se trata de
discutir cómo se aplica una pena severa en materia de derechos humanos a una
persona de edad avanzada, en el marco de la atención y el respeto de sus
condiciones de salud. Hay una cuestión de principio, vinculada a la observancia
universal de los derechos humanos, así como a la imprescriptibilidad de los
delitos que los lesionan.
Así es. El modelo de justicia
implícito en la defensa de los derechos humanos se propone trascender los
espacios nacionales y el tiempo para cuidar de las personas, concebidas como
seres intrínsecamente valiosos. Los derechos humanos constituyen herramientas
sociales cruciales para proteger la dignidad, las libertades y el acceso al
bienestar de los individuos, todos ellos bienes esenciales para llevar una vida
plena. La idea es que no podemos negociar el valor de las personas, que ellas no
pueden convertirse en simples “costos” en relación a la búsqueda de un objetivo
supuestamente “superior”, el que fuere. No constituyen variables de cálculo
utilitario. No existe meta superior para una democracia liberal que el respeto
de los derechos y las libertades básicas de los individuos.
¿Quién garantiza este respeto?
Por mucho tiempo, la respuesta fue exclusivamente “el Estado”, pensado como el
encargado de hacer cumplir la ley y regular la vida social. Ordinariamente, es
la entidad que cumple estas funciones, y las cumple bien en la medida en que se
estructure conforme a las exigencias de una democracia constitucional y cuente con la supervisión crítica de sus
ciudadanos. Pero también hemos tenido la terrible experiencia de Estados que
violan la legalidad y reprimen las libertades o vulneran la vida de sus
pobladores y de ciudadanos extranjeros. Los Estados totalitarios han
desarrollado diversas estrategias para acabar con individuos o con grupos de
personas que consideraban incómodos, peligrosos o simplemente prescindibles
para el tipo de sociedad que pretendían diseñar e imponer.
El caso de la Shoá perpetrada bajo el nazismo constituyó
un hito en la configuración de la cultura de los derechos humanos y la forma
cómo ésta debía sobrepasar las fronteras nacionales para cumplir con su
propósito de proteger a los individuos en condiciones de indefensión y
vulnerabilidad. La prioridad es la defensa de las víctimas, así como el combate
y la prevención de delitos contra estos derechos. Con el tiempo, se ha
construido alrededor del lenguaje y el sentido práctico de los derechos humanos
una compleja y sólida red de instituciones y tribunales internacionales que
hacen posible que personas que hayan visto conculcados sus derechos puedan
denunciar a su propio Estado y a sus funcionarios si son responsables de lesión
o recorte de los mismos -, para lograr justicia y reparación. De tal modo que
personas que desde el ejercicio del poder han violado derechos humanos puedan
ser procesados y justamente sancionados. No importa cuánto años hayan pasado,
el tiempo no puede ser causa de impunidad. La captura de Pinochet a fines de
los años noventa apuntó en esta dirección. La reciente condena de Morales Bermúdez por un tribunal
romano responde a una situación similar.
Pese al tiempo transcurrido, las
víctimas de estos crímenes siguen luchando por ejercer su derecho a conocer la
verdad de lo sucedido con sus seres queridos torturados, asesinados y
desaparecidos durante una época de represión y terror. Ellas asimismo invocan su derecho a lograr justicia, la cual que
implica el castigo de los perpetradores y el resarcimiento de quienes
padecieron injustamente un terrible daño físico y psicológico. Esta es una
importante lección ética y política que es preciso recoger e incorporar a
nuestro modo de pensar y vivir la justicia transicional. El trabajo de la
memoria acerca de la violencia vivida y el cultivo de la justicia no sólo
benefician a las víctimas y a su entorno, sino que contribuyen a mejorar
nuestras diversas comunidades, en la medida que nos ayudan a establecer
políticas de no repetición. Esta clase de procesos y decisiones nos recuerdan
que el corazón de la cultura humanitaria es la idea moral de que no existen muertos ajenos. Todos son
nuestros muertos, más allá de su condición y origen, y todos merecen que se
les haga justicia.