viernes, 26 de octubre de 2007

"HÁBITOS DEL CORAZÓN" (1985) Y LA CRÍTICA SOCIOLÓGICA DEL INDIVIDUALISMO EN NORTEAMERICA


Gonzalo Gamio Gehri



En 1985, un grupo de científicos sociales y filósofos de la política liderados por Robert Bellah publicaron Hábitos del corazón, un libro que procuraba reactualizar los estudios de Alexis de Tocqueville ciento cincuenta años después, en el mismo espacio geográfico en el que el autor francés desarrolló sus investigaciones y en otras localidades cercanas. A lo largo de cinco años Bellah y su equipo realizaron más de doscientas entrevistas a personas adultas que versaban sobre sus compromisos afectivos, laborales, políticos y religiosos, en vínculo con sus maneras de entender y vivir la vida, esto es, por sus visiones de la vida buena[1]. El texto resulta enormemente valioso por su rigurosidad conceptual y por la riqueza de los testimonios recogidos, así como por la agudeza de sus consideraciones finales. Aunque el análisis crítico de Hábitos merecería por sí mismo una tesis, me gustaría reseñar brevemente algunas de las conclusiones del libro que tienen que ver con nuestro tema de discusión.

Luego de discutir los argumentos prácticos y las expresiones de sensibilidad subyacentes a los testimonios y opiniones de las personas entrevistadas en torno a temas como el amor, el compromiso comunitario, la religión y la vida cívica, los autores del libro concluyen que las concepciones de la vida del ciudadano estadounidense “promedio” – tomando en cuenta el universo de los entrevistados oscila entre dos “lenguajes” de valor a partir del cual articula su orientación en la vida y sus relaciones con el entorno. El lenguaje dominante es, definitivamente, el del individualismo, en el que expresa su compromiso con la autonomía y la realización personal (esto no tendría porqué sorprendernos, si tomamos en cuenta que el “abandono del hogar” y la “búsqueda de la propia vida” forman parte de una vieja tradición puritana). De acuerdo a las personas entrevistadas, el valor fundamental a respetar es la capacidad de elegir (el propio estilo de vida, las convicciones éticas religiosas, las opciones sexuales, etc.), importa menos qué sea lo que se elija; cada cual tiene derecho a elegir su propio modo de vivir, hay que saber tolerar entonces la manera como cada cual ejerce su propia libertad (siempre y cuando la libertad de los otros no se vea conculcada). El acceso al éxito constituye asimismo un importante fin, entendido como la consecución de bienestar económico y familiar y reconocimiento social de los logros personales. Una sociedad es reconocida como “buena” cuando cumple con dos objetivos, “proporcionar seguridad física y bienestar material a sus ciudadanos, y, al mismo tiempo, fomentar todas las posibilidades de elección personal en relación a los fines de la actividad”[2]. La promoción de la autonomía privada y el bienestar.

En Hábitos del corazón encontramos un interesante tratamiento del “primer lenguaje” - el lenguaje moral del individualismo – descrito en dos facetas que el libro distingue claramente. Tenemos por un lado el “individualismo utilitario” y por otro un “individualismo expresivo” (al que me gustaría llamar más bien “terapéutico” – tomando en cuenta la identificación, señalada por el mismo Bellah, con el caso de la terapia psicológica – para diferenciarlo de la preocupación romántica por la expresividad personal, a la que me referiré más tarde). Por “individualismo utilitario” los autores entienden aquellas ideologías centradas en la maximización del propio interés como imperativo vital, de modo que la sociedad es contemplada desde tal enfoque a la manera del mercado, como un gigantesco escenario en donde tiene lugar la competencia generalizada por la satisfacción de las necesidades y la conquista del status socioeconómico. Ronald Reagan retrató claramente esta visión de la vida social al sostener con toda convicción que el pueblo norteamericano debe ser comprendido como “un grupo particular de intereses constituido por hombres y mujeres que cultivamos nuestros alimentos, patrullamos nuestras calles, servimos en nuestras minas y fábricas, educamos a nuestros hijos, mantenemos nuestros hogares y ponemos remedio a nuestras enfermedades”[3]. No es dificil percatarse como aquí se combinan la afirmación de la vida cotidiana, una concepción atomista de los bienes[4] y una visión instrumental de la razón práctica.

Si bien aquí el énfasis está puesto en el cálculo de intereses y el bienestar individual, en el individualismo expresivo / terapéutico el objetivo fundamental es la exploración de los sentimientos. El yo es vislumbrado como una realidad profunda que hay que descubrir. Nuestra manera particular de ver el mundo y de apreciar las cosas de la vida tiene que ser reconocida entre las diferentes voces provenientes del “exterior” quie se confunden en nosotros, haciendo manifiestas las demandas de los otros (la familia, la sociedad, etc.) y que en ocasiones obstaculizan nuestra voz más propia. Sin duda, estas ideas provienen – al menos en su forma originaria – del movimiento romántico y de su exaltación de la poiesis estética como vehículo por excelencia de la articulación de la identidad, como veremos en breve. De hecho, Novalis y Hölderlin y, en el contexto americano, Withman y Emerson son autores representativos en esta línea de pensamiento crítico – poético. Pero en la sociedad norteamericana contemporánea – y Bellah y su equipo documentan muy bien este fenómeno – la búsqueda de este yo interior ha pasado del plano del arte al de la psicoterapia. Atender a las voces ajenas, provenientes de los seres queridos o las convenciones sociales en desmedro de nuestro “sí - mismo” constituye una fuente de neurosis y dolor. La forma de vida social competitiva y la lógica de costo – beneficio tambien resulta afectivamente perjudicial: nos sumerge en la vorágine del mundo “externo”. La búsqueda de uno mismo constituye – tambien – un imperativo que involucra nuestra salud espiritual y no solo una forma de conocimiento. Sobre todo desde los años sesenta una gran cantidad de Best – sellers psicológicos y libros de autoayuda -así como numerosas guías de espiritualidad tipo New Age – prometen iniciarnos en este camino hacia el “verdadero” yo.

En un sentido importante, una y otra forma de individualismo aparecen como formas contrapuestas de entender y estar en la vida; la preocupación por la autoexploración pretende hacer manifiestas dimensiones de la vida humana que trascienden la dinámica propia de la satisfacción de las necesidades y la lucha por la supervivencia (aunque en algunos casos, como ha subrrayado Lipovetsky, la espiritualidad terapéutica puede funcionar como un mecanismo de escape de los “asuntos del mundo”[5], como la lucha política por el reconocimiento de los derechos). No obstante, hay dos aspectos en donde uno puede reconocer cierto aire de familia. Uno es la permanencia de cierta lógica instrumental – presente unicamente en la versión propiamente psicológica, no en el romanticismo original- que tiene lugar en virtud del rol de terapéuta en la exploración y en la finalidad que suele representarse la terapia misma. La lógica del cálculo y la eficacia en algún sentido se reproduce tanto como en el enfoque economicista, ya que lo que la terapia exploratoria busca es que las expectativas de placer sean mayores que las referentes al dolor, si dicho objetivo se cumple, el paciente puede considerarse “curado”[6]. Es cierto que en muchos casos la búsqueda de autoconocimiento trasciende esta relación placer / dolor, sobre todo en sus variantes más “espirituales”.

El otro aspecto que emparenta estas dos versiones del individualismo es el concepto de libertad que opera en ambos, expresión de lo que Isaiah Berlin llamaba “libertad negativa"[7]. La libertad es comprendida como liberación individual, la posibilidad de elegir sin interferencias externas, de modo que los otros, las convenciones sociales, las tradiciones, etc. son entendidos como obstáculos en el camino hacia el bienestar o la plenitud; las resonancias hobbesianas de este concepto son evidentes, pues fue Hobbes el primero en definir la libertad – en la segunda parte del Leviatán – como absentia impedimentorum[8]. En su faceta utilitaria, esta visión de la libertad aparece con matices épicos en la imagen del self-made- man, el hombre que edificó su propio proyecto personal en solitario, sin deberle nada a nadie; de hecho, en tanto la vida económica es entendida como esencialmente competitiva, el otro es un rival, o un sujeto de interés que accede a colaborar conmigo – concertando alguna transacción mutuamente ventajosa, o formando una empresa - porque a través de ello obtiene algún tipo de ventaja.personal. En el individualismo terapéutico la conquista del yo o la “adultez” implica la ruptura de los lazos con los demás (y, en términos prácticos, la suscripción implícita del subjetivismo): con la retórica clásica de los libros de autoayuda Gail Sheehy afirma que “no podrás llevarte todo contigo cuando inicies el viaje de la madurez. Te estás trasladando. Te estás alejando de laspretensiones institucionales y de las actividades de otra gente. Te estás apartando de las evaluaciones y los premios externos en busca de una validación interior. Estás saliendo de los roles y trasladándote al yo. Si yo pudiera darles a todos un regalo para iniciar este viaje, les regalaría una tienda de campaña. Para la experimentación. Les regalaría raíces portátiles[9].

Los lazos sociales y la raigambre comunitaria son concebidos entonces por las dos alas del individualismo como ostáculos o como determinaciones que en el mejor de los casos pueden ser utilizados instrumentalmente, a la manera del yo. Esta configuración individualista alcanza tambien a las asociaciones humanas. De acuerdo al análisis de Bellah y sus compañeros de investigación, en las sociedades modernas el individuo no suele integrarse a comunidades – grupos sociales en donde el vínculo entre los miembros remite a una historia compartida o la pertenencia a un propósito común de vida – sino tiende a formar lo que llaman énclaves de estilo de vida. Se trata de asociaciones que tienen que ver con el ámbito de la vida privada, con "el ocio y el consumo y por lo general, no tienen conexión alguna con el mundo del trabajo, unen a personas que se asemejan social, cultural y económicamente, y uno de sus objetivos principales es disfrutar de la compañía de aquellos que comparten un mismo estilo de vida"[10]. Aunque suene paradójico, podemos hablar en este contexto de “asociaciones individualistas”, pues lo que el individuo busca en tales grupos es reunirse con otras personas que se asemejen a uno en las facetas mencionadas. Los clubes sociales – por poner un ejemplo - responden perfectamente a esta descripción.

Hasta aquí el panorama social puede resultar dramático: de hecho, los autores de Hábitos del corazón consideran que los temores de Tocqueville de una progresiva “pérdida de lo político” en la sociedad norteamericana se han convertido en una preocupante realidad. No obstante, Bellah y su gente creen haber encontrado en el discurso de muchos de sus entrevistados los rezagos de un “segundo lenguaje” de valoración, en donde los compromisos colectivos tienen un lugar fundamental. Allí creen es posible recomendar la presencia de las tradiciones bíblica y republicana, que reaparece en la defensa de la cultura de derechos, la lucha por la preservación de las identidades culturales o religiosas de los inmigrantes. En el imaginario espiritual de estos sistemas de valores, figuras estadounidenses de nuestro siglo como Luther King o J. F.Kennedy ocupan un lugar importante. Lo que estos investigadores argumentan es que es posible repotenciar estos lenguajes de compromiso, logrando, por ejemplo, que algunos enclaves de estilo de vida puedan acoger progresivamente un “espíritu de comunidad” y que las comunidades locales que aún subsisten puedan reasumir un rol protagónico en la vida política norteamericana.

No obstante, la salida que proponen Bellah y sus compañeros no deja de tener un carácter contracultural; ellos mismos están convencidos de que el individualismo es inobjetablemente el lenguaje dominante entre sus compatriotas, un lenguaje que puede terminar devorando al lenguaje de las tradiciones si es que no tiene lugar una recuperación de este último, el libro mismo puede ser entendido como una defensa de estas tradiciones. Y si tomamos en cuenta los análisis de gente como Lipovetsky, Arendt o Habermas acerca de los efectos del individualismo y la disolución de lo “público” en el occidente moderno, el inquietante diagnóstico de Bellah dista mucho de ser una descripción de un problema local.

Si lo que estos estudiosos sociales afirman es cierto, entonces opera en nuestra cultura un vigoroso retiro de la comunidad – y de la esfera pública en general – hacia el ámbito privado, supuesto hogar de la genuina libertad. Aquí es donde el análisis empírico y la teoría social parecen coincidir plenamente. Según Bellah, las descripciones que muchos de los entrevistados hacen de sus valores en términos del individualismo se asemeja profundamente a las concepciones atomistas sobre el yo, la libertad y la justicia presentes en las teorías contractualistas y liberales de la sociedad[11]. Es la idea hobbesiana (y lockeana) del individuo como un sujeto egoísta, que busca sobrevivir y satisfacer sus necesidades sin la intromisión de los demás – pues los otros son concebidos como agresores potenciales – y que no encuentra otra forma de preservar su vida que suscribir el contrato social, un pacto de no agresión; las fronteras de la ley se encargarán de protegerlo de los demás. La búsqueda de la seguridad individual y el esclarecimiento del problema de la propiedad privada llevan al individuo a abandonar el estado natural y dar forma a la sociedad. Incluso el derecho a la propiedad se convierte – en Locke con toda claridad– en el paradigma de todos los derechos individuales: derecho a la disposición del propio cuerpo, al patrimonio personal y el derecho a la libre conciencia; el ser propietario se convierte en una especie de condición para la ciudadanía[12]. Toda consideración sobre la vita activa desaparece en la perspectiva del individualismo liberal Como asevera ácidamente el pensador norteamericano Benjamin Barber "al proponer al individuo solitario como ciudadano modelo, el liberalismo frustró las ideas de ciudadanía y comunidad y urdió un yo novelesco tan desentendido de la situación y del contexto que sólo era útil para desafiar a la idea misma de lo político"[13].

Como se sabe, para el ciudadano de las teorías del contrato el cuerpo político se encarga de garantizar la seguidad y libertad individuales, de modo que el individuo –una vez que estas garantías se hacen efectivas, queda libre de la política, pues el espacio de la libertad es fundamentalmente la esfera privada, un espacio delimitado por la ley y los derechos del individuo. Una vez suscrito el contrato y específicados los derechos fundamentales, el ciudadano podrá entregarse al diseño y realización de sus planes privados de vida. El tema de la vida buena se convierte en un asunto eminentemente individual, de modo que el ámbito público se restringe a la constitución de la estructura básica de la sociedad, a asuntos de justicia procedimental. Sobre esta liberación de lo político, Hannah Arendt afirmaba con razón que “…ha llegado a convertirse casi en un axioma, incluso en la teoría política, entender por libertad política no un fenómeno político, sino por el contrario, la serie más o menos amplia de actividades no políticas que son permitidas y garantizadas por el cuerpo político a sus miembros”[14] .

La imagen del contrato parece describir acertadamente las relaciones humanas en un mundo social marcado por la presencia del individualismo. Dado que el compromiso valorativo que el individuo contrae fundamentalmente es consigo mismo – con el propio progreso, con la realización del plan de vida, con el ejercicio de su libre arbitrio, etc. – entonces las relaciones con los otros son entendidas desde el esquema de la razón instrumental, como en el caso del individuo hobbesiano, que acepta el pacto social porque es útil para sus propios intereses. Para autores como el neoconservador Allan Bloom, la visión contractualista ha calado tan profundamente en la cultura moderna que no sólo ejerce un poderoso influjo en la teoría política liberal, sino que se ha convertido en el esquema conceptual desde el que suele mirarse otras formas de contacto humano, incluido el amor: “El aislamiento, la falta de contacto profundo con otros seres humanos, parece ser la enfermedad de nuestra época. Hay grandes industrias de psicoterapia que abordan nuestras dificultades “de relación “, otra insípida palabra seudocientífica cuya timidez ya constituye un obstáculo para los lazos sustanciales. Este modo de describir el contacto humano comienza con la precariedad de nuestros lazos, el supuesto de que naturalmente somos átomos que desean agruparse sin los inconvenientes que ello representa, una situación que a lo sumo permitiría las relaciones contractuales. Este término abstracto pone la ciudadanía, la familia, el amor y la amistad bajo la misma improvisada tienda y los abstrae de la diversidad de sus fundamentos y exigencias”[15] .






NOTAS.-

[1] De hecho, la expresión que da título al libro, “los hábitos del corazón”, alude a un término que utiliza Tocqueville en La democracia en América para hablar de las constumbres que definen el carácter del ciudadano norteamericano. Bellah y su equipo apelan una y otra vez a nociones claramente neoaristotélicas como “prácticas”, “tradiciones” y “sentido del curso de la vida” (la idea de una narrativa vital) para hacer un contraste con las ideologías individualistas. Estas categorías corresponden a las desarrolladas por MacIntyre en los capítulos 14 y 15 de Tras la virtud; ello no es del todo sorprendente si tomamos en cuenta que el mismo MacIntyre participó en algunas de las sesiones de discusión del equipo de investigadores. Cfr. Bellah, Robert y otros Hábitos del corazón Madrid, Alianza 1989 p. 16; véase los desarrollos del capítulo 2, titulado “Cultura y carácter”. Consúltese asimismo de los mismos autores, The Good Society Vintage Books, New York, 1992.
[2] Bellah, Robert y otros Hábitos del corazón op.cit..p. 334.
[3] Citado en Bellah, Robert y otros op.cit. Loc.cit. (Las cursivas son mías).
[4] Sobre este tema nos ocuoparemos con especial atención más adelante.
[5]Cfr. Lipovetsky, Gilles La era del vacío Barcelona, Anagrama 1987.
[6] Sobre esto consúltese MacIntyre, Alasdair Tras la virtud op.cit. el capítulo 3, la figura del “terapéuta”; Bellah, Robert y otros Hábitos del corazón op.cit..pp 75-76.
[7] Berlin, Isaiah “Dos conceptos de libertad” en: Cuatro ensayos sobre la libertad Madrid, Alianza Editorial 1984 pp. 187-243..
[8] Hobbes, Thomas Leviatán op.cit. p. 106.
[9] Sheehy, Gail Passages: Predictable Crises of Adult Life New York, Bantam Books 1977 p. 364 citado por Bellah, Robert y otros Hábitos del corazón op.cit..p 112, las cursivas son mías ( podemos encontrar la misma cita en los textos de Taylor; Taylor, Charles Fuentes del yo op.cit. p. 529; Idem, La ética de la autenticidad op.cit p. 77).
[10] Bellah, R. y otros, Hábitos del corazón op.cit. p.105.
[11] Ibid., p. 112-3.
[12] Locke, John Segundo tratado sobre el gobierno civil Madrid, Alianza Editorial 1990. Ver especialmente los capítulos 5-8. Pepi Patrón ha desarrollado una interesante reflexión sobre la correlación contemporánea de propiedad y ciudadanía, vinculación que es obviamente heredera de Locke. Cfr. Patrón, Pepi "Mercados abiertos e identidad cultural " en: Chamberlain, Francisco (Ed.) Neoliberalismo y desarrollo humano Lima, CEP 1997 pp.137-146.
[13] Véase Barber, Benjamin "La democracia liberal y los costos del consenso" en: Rosenblum, Nancy (Editora) El liberalismo y la vida moral Buenos Aires, Nueva Visión 1993. ; p. 63.
[14] Arendt, Hannah Sobre la revolución Madrid Alianza Universidad 1988 p.30. Para una crítica de la historia del concepto de libertad política desde los griegos hasta las sociedades liberales ver Patrón, Pepi “Libertad y Política” en: Areté vol. I N° 2 1989;pp. 407-414.
[15] Bloom, Allan Amor y amistad op.cit. p. 12.

viernes, 19 de octubre de 2007

FUNDAMENTALISMO, PLURALISMO Y LIBERTAD INDIVIDUAL


Hemos discutido en varias entradas de este blog la relación entre 'pensamiento único' y metafísica, así como sus nefastas consecuencias para la reflexión ética. Hemos señalado que la acusación de "relativismo" es solo una herramienta ideológica de cierto fundamentalismo para descalificar a sus adversarios sin argumentar. Ahora examinemos sus consecuencias ético-políticas frente al tema de la libertad individual.

Recientes debates sobre ética, teología conservadora y metafísica dentro de este blog - en el espacio de los comentarios - me animan a publicar este texto. Se trata de los pasajes finales de un artículo mío sobre el relativismo (titulado Otro fantasma recorre Europa) publicado en mi libro Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007), en donde aclaro mi punto sobre la cuestión ética frente a las pretensiones del integrismo. Es en este sentido, una continuación de la entrada En torno al mito del "relativismo".





HACIA UNA ÉTICA DE LA AUTODETERMINACIÓN

Gonzalo Gamio Gehri

Si es cierto que mis reflexiones anteriores (ver mi entrada En torno al mito del "relativismo" en este blog) han despejado acaso parte del problema del relativismo (en el nivel filosófico al menos, probablemente algún estudio sociológico tendría que hacer lo propio desde un punto de vista empírico), entonces la agenda de ciertos sectores de la opinión pública y la academia está perdiendo piso. En efecto, para muchos grupos políticos y religiosos – he mencionado a los clubes schmittianos y a sus primos hermanos “neoteístas”, pero sospecho que se le podría sumar una amplia gama de tradicionalistas políticos y teólogos conservadores – el “relativismo” constituye la raíz de la terrible crisis moral que supuestamente vivimos. No olvidemos que éste suele ser concebido como una nebulosa forma de pensamiento, una filosofía escuálida que habría de ser erradicada del reino de la cultura intelectual en nombre del anhelo de Verdad (no se trataría sólo de un pre-juicio asentado en la cultura popular). En ese sentido, creo haber atacado frontalmente parte del problema, la confusión que implica el recurso a esta incómoda y caricaturesca etiqueta. Es altamente probable que nuestra situación no sea la de vivir bajo una cultura que nos contamina con creencias morales incorrectas, o que nos hayamos tornado en seres incapaces de reconocer la distinción entre lo que es correcto y lo que no lo es: sólo los niños muy pequeños o aquellos que padecen alguna discapacidad mental severa no pueden afrontar estas distinciones. Que las personas no compartan nuestras distinciones morales no significa que hayan perdido de facto sus competencias éticas. Simplemente significa que probablemente piensan y actúan de otro modo.

Es en este punto que se pone de manifiesto la estrechez de miras en la que frecuentemente incurre el enfoque conservador cuando somete a crítica el pluralismo ético – político, presente en la cultura moderna, y lo confunde sin más con el esquemático “relativismo”. Se entiende por “pluralismo” – citando a uno de sus intérpretes más agudos, John Gray - el reconocimiento de que existen “muchas diferentes maneras de florecimiento humano” y que “a pesar de ello, pueden haber buenas razones para preferir unos bienes inconmensurables a otros”[1]. La idea es que no existe un único modo de ‘llevar una vida racional’ o ‘llena de significado’; esto es algo que pueden reconocer las culturas que entran en contacto y en debate, pero también se trata de algo que puede percibir un mismo individuo que constata que, en determinadas circunstancias, diferentes demandas éticas que encuentra razonables e intrínsecamente valiosas pueden chocar entre sí. Ninguna de estas experiencias nos lleva por ella misma a concluir que “todo valga lo mismo”. Un juicio como ése desconocería la complejidad de la diversidad de valores que plantea la vivencia de los conflictos éticos. Esta complejidad nos invita al ejercicio racional del diálogo y del discernimiento libre, no nos empuja a la autocomplacencia de la ausencia del pensar. La experiencia de los conflictos nos lleva a sopesar y a discutir el valor de las distintas opciones para emitir un juicio y tomar decisiones. Podemos encontrar argumentos sensatos que orienten nuestra deliberación, pero ello no implica en absoluto la existencia de una única fuente de valor que facilite nuestra elección o de un recetario moral que nos ofrezca respuestas que nos liberen de conflictos o situaciones dilemáticas. Tenemos que razonar y elegir.




“El bien humano se manifiesta en modos de vida rivales. Este
argumento ya no es sólo un planteamiento de la filosofía moral. Es un hecho de
la vida ética. En la actualidad sabemos que los seres humanos florecen de
maneras conflictivas y lo sabemos no desde el punto de vista poco comprometido
de un observador ideal sino a partir de la experiencia corriente. A medida que
las migraciones y las comunicaciones han mezclado modos de vida que estaban
separados y claramente diferenciados, la contienda de valores se ha ido
convirtiendo en nuestro estado natural. El pluralismo es nuestro destino
histórico”
[2].

No puedo dejar de pensar que detrás de la problemática del relativismo podemos identificar una cuestión filosófica y política vinculada a la valoración de la libertad individual en los tiempos modernos. Considero que tras esta obsesión conservadora por la intelección de la inmutable verdad puede vislumbrarse el viejo miedo a la libertad. Sea concebida como autonomía o como autodeterminación (lo que los griegos denominaban autarkéia[3]), la libertad implica el ejercicio de la capacidad de elegir por uno mismo los valores o fines de la vida que habrían de orientarnos en el espacio y en el tiempo de las relaciones humanas. Lo que puede mortificar a determinados sectores restauradores es el hecho que nuestra época – en una medida importante secularizada y liberal - presuponga que en materia de la dirección del curso de la vida estemos “condenados a ser libres” y que ya no sea evidente, para muchos de nuestros contemporáneos, que la fuente de los bienes humanos provenga de una matriz objetiva y absoluta, invulnerable a toda objeción o cuestionamiento, trátese de la estructura inmutable del “orden natural”, de la arquitectónica de la razón pura práctica o de la legalidad interna de la historia.

La comprensión de la libertad como la capacidad de elegir por sí mismo el sentido del curso de la propia vida abre un espacio de sano escepticismo respecto de la condición de ‘instituciones tutelares’ que han detentado por siglos los Estados, los partidos políticos y las organizaciones religiosas como supremos “administradores de la verdad” sobre las cuestiones últimas que inquietan a los seres humanos. Estas instituciones vigilaban celosamente los preceptos de la ética verdadera, y en ocasiones usaban su poder para lograr que los individuos retomen el único camino que los conduciría hacia su felicidad. Frente a este programa, la libertad individual constituye un peligroso escollo. Isaiah Berlin lo ha expresado de manera convincente en los siguientes términos:




“Puesto que yo conozco el único camino verdadero para solucionar
definitivamente los problemas de la sociedad, sé en qué dirección debo guiar la
caravana humana; y puesto que usted ignora lo que yo sé, no se le puede permitir
que tenga libertad de elección ni aun de un ámbito mínimo, si es que se quiere
lograr el objetivo. Usted afirma que cierta política determinada le haría más
feliz o más libre o le dará más espacio para respirar; pero yo sé que está usted
equivocado, sé lo que necesita usted, lo que necesitan todos los
hombres”
[4].

Aquí bien puede residir el núcleo del problema ético – político que acabo de mencionar: la libertad del individuo (entendida como hemos reseñado) colisiona con la ‘verdadera felicidad’ (concebida con arreglo a su naturaleza esencial). Incluso los seguidores de esta posición aseguran que la “auténtica libertad” consiste realmente en desear lograr esa y sólo esa felicidad, que es la ‘verdadera’, en tanto logro de la perfección humana; anhelar la consecución de otro télos implicaría ir en contra de la “naturaleza”. Y casualmente las ‘instituciones tutelares’ pretenden ser las depositarias del saber acerca de este orden cosmológico (que supuestamente determina la dirección de la ética). En esta perspectiva, la autonomía (y acaso la autarchéia) constituiría una perversión de aquello que estipula la agencia humana de acuerdo con su estructura más profunda: parafraseando a Mustafá Mond – el “supremo interventor” de Un mundo feliz de Huxley – ella permitiría garantizar exclusivamente la “libertad para ser un ineficiente y un desgraciado. (La) libertad par ser una clavija redonda en un agujero cuadrado"[5].

Como puede apreciarse, el tradicionalismo metafísico suele asumir una perspectiva paternalista y autoritaria: sus suscriptores consideran que deben guiar al hombre – aún en contra de su voluntad – hacia el logro de la felicidad, cuya “esencia” con frecuencia éste desconoce: en determinadas circunstancias, el uso del poder político o la apelación a la fuerza pueden encontrar una ‘justificación’ para no dejar caer al ser humano en el pavoroso abismo del Mal. El ejercicio de la libertad individual – tantas veces caricaturizada bajo el burdo rótulo de “libertinaje” – puede empujarnos hacia el ‘error’, o hacia la admisión de ciertas creencias o actitudes “inadecuadas” que podrían conducirnos a la “corrupción” de nuestras mentes (de acuerdo con un supuesto principio moral denominado “ley del plano inclinado”). Desde aquella perspectiva, las personas son consideradas seres en permanente minoría de edad, destinatarios de la Ley Moral, pero nunca sujetos prácticos en capacidad de participar en el proceso deliberativo que le da forma o la cuestiona. Es importante resaltar que esta actitud de inspiración fundamentalista contrasta con el principio cristiano – reconocido más tarde por el propio Tomás de Aquino – de la libertad de conciencia como referente último de la moral (precedente inmediato del concepto moderno de libertad)[6]. El mismo argumento es esgrimido por el entonces joven teólogo alemán Joseph Ratzinger, quien lo expresa con singular agudeza en los términos siguientes:




“En esta determinación del individuo, que encuentra en la
conciencia la instancia suprema y última, libre en último término frente a las
pretensiones de cualquier comunidad externa, incluida la iglesia oficial, se
halla a la vez el antídoto de cualquier totalitarismo en ciernes, y la verdadera
obediencia eclesial se zafa de cualquier tentación totalitaria que no podría
aceptar, enfrentada con su voluntad de poder, esa clase de vinculación
última.”
[7]

Lúcidas palabras, sin duda, y dignas de ser citadas: ninguna institución puede legítimamente pretender minar las bases y el ejercicio de la autodeterminación del individuo. Pero no olvidemos el punto central del conflicto que reseñábamos hace un momento, la tensión entre la libertad individual frente a la doctrina de un ordo inmutable de las cosas, que rige sobre todas las clases de entes. El problema radica en que, como es evidente, el desarrollo de una actitud crítica frente a ese concepto integrista de “orden natural” es contemplado con sospecha; básicamente, como un síntoma de la "perversión moral" mencionada (incluso expresada en términos de pecado). El recurso a esta antropología metafísica puede tornarse dogmático si no se toma en serio el debate con otras interpretaciones acerca de la condición humana (por ejemplo, concepciones filosóficas más tenues que describen al hombre como proyecto o como un animal dúctil que se hace a sí mismo en el tejido histórico de sus relaciones y contextos). Sin esa clase de radical apertura al diálogo y al autoexamen, el deslizamiento hacia puntos de vista fundamentalistas se avizora con facilidad. Quien discrepa abiertamente con esta posición – convertida en pensamiento único - es señalado sin pudor alguno como relativista.

Hemos discutido en este ensayo las confusiones teóricas – y los mecanismos retóricos e ideológicos manipulatorios – que esta acusación entraña. A los argumentos que hemos bosquejado añadimos una nueva intuición: que el recurso al estigma de relativismo encubre las dificultades conceptuales y actitudinales que ciertas posiciones integristas experimentan frente al fenómeno de la vindicación de las libertades individuales en la modernidad. Con todo, es preciso recordar que el integrismo es fundamentalmente un credo defensivo: el derecho de las personas al diseño de sus proyectos de vida no puede anatemizarse sin más. La apelación a una concepción metafísica de la naturaleza – y en el plano formal, el uso del lenguaje propio de la escolástica - constituye un recurso que exige una justificación filosófica estricta, dado que su plausibilidad no resulta en absoluto evidente; existen buenas razones para dudar, por ejemplo, de que pueda enfrentar con éxito al citado problema escéptico (acaso prefigurado por Protágoras) del criterio de verdad. La disyunción entre el esencialismo y el relativismo se ha manifestado, pues, como un falso dilema, particularmente cargado de intenciones ideológicas, básicamente punitivas. De lo que se trata – en conclusión – es de afrontar abiertamente la discusión pública sobre el sentido de la ética y el carácter de la racionalidad práctica sin evocar caricaturas grotescas o innecesarios recursos a la autoridad, y de reflexionar sin restricciones – particularmente en lo político - acerca de los conflictos prácticos entre libertad y pertenencia.








NOTAS.-

[1] Gray es discípulo de Isaiah Berlin, el más importante cultor del pluralismo liberal. Gray, John Las dos caras del liberalismo Barcelona, Paidós 2001 p. 16 (las cursivas son mías).
[2] Ibid., p. 47. Evidentemente, Gray está usando las expresiones “estado natural” y “destino histórico” en un sentido liberal e historicista, no esencialista.
[3] Quizá con mayor propiedad, “autogobierno”.
[4] Berlin, Isaiah “La persecución del ideal” en: El fuste torcido de la humanidad Barcelona, Península 1998 pp. 33 – 34.
[5] Huxley, Aldous Un mundo feliz Barcelona, Plaza & Janés 1969 p. 52 (las cursivas son mías).
[6] En muchos sentidos, la reciente conferencia de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona explora las consecuencias teórico - políticas de esta perspectiva teológica de tan larga data e importancia.
[7] J. Ratsinger, citado por H. Küng, en Küng, Hans Libertad conquistada, Madrid, Trotta 2004 p. 568.

miércoles, 17 de octubre de 2007

UN TRIUNFO HISTÓRICO EN LA LUCHA CONTRA LA IMPUNIDAD



LA CONDENA DEL PADRE CHRISTIAN VON WERNICH


Gonzalo Gamio Gehri


El New York Times nos ha informado en estos días acerca de la condena a cadena perpétua del sacerdote católico Christian von Wernich, acusado de colaborar con la dictadura militar argentina, e intervenir en múltiples casos de tortura y asesinato. El padre católico Rubén Capitanio - en una acción que podría ser calificada como profética - lamentó el triste papel desempeñado por buena parte de la Iglesia local en tiempos en que se conculcaban las libertades ciudadanas y se violaban los Derechos Humanos. La iglesia argentina "fue como una madre que abandonó a sus hijos", señaló valientemente el Padre Capitanio. "No mató a nadie, pero tampoco salvó a nadie". El Times reseña sus palabras:




"La posición de la iglesia estuvo escandalosamente cerca de la
dictadura" que mató a más de quince mil argentinos y torturó a decenas de miles
más, dijo el sacerdote ante una comisión de tres jueces, "hasta tal punto que yo
diría que fue un pecado".


Ante la típica reacción conservadora que arguye que la Iglesia debería asumir una suerte de "espíritu de cuerpo", y por tanto no exhibir ante la opinión pública estos casos - al punto que los sacerdotes y los laicos no deberían cuestionar (y menos acusar) a las autoridades religiosas por cuestiones de justicia -, el padre Capitanio ha denunciado valientemente ante un tribunal la conducta del sacerdote von Wernich, que es inaceptable desde el punto de vista del cristianismo como desde el sentido más elemental de la dignidad humana. Por lo general los sectores eclesiásticos más tradicionalistas - no todos - consideran intocables a sus autoridades (recuérdese la lamentable frase: "el que critica al pastor, critica a la Iglesia, el que critica a la Iglesia, critica a Cristo", célebre fórmula de autoblindaje autoritario); no es el caso del Padre Capitanio, que se enfrenta al fariseísmo en nombre de los ideales cristianos (y ciudadanos) en el propio foro de la justicia civil. "Hay algunos que piensan que este juicio es un ataque contra la iglesia, y yo quiero decir que con este juicio en realidad se hace un servicio a la iglesia", señaló el prelado ante el tribunal. "Nos está ayudando a encontrar la verdad", aseveró. Este ha sido un gesto que las Madres de la Plaza de Mayo - que asistieron al juicio - han saludado y agradecido; se trata de un gesto que las reconforta en el contexto de una Iglesia jerárquica local que - según señala el Padre Capitanio - guardó sistemáticamente silencio en tiempos en los que la dictadura militar perpetraba crímenes de lesa humanidad. Incluso en los últimos días no se ha pronunciado sobre el proceso a von Wernich.

Señala la fuente del New York Times que "Después del fin de su testimonio el lunes, el Padre Capitanio fue rodeado por una multitud de mujeres de edad avanzada del grupo Madres de Plaza de Mayo, una organización que ha presionado a sucesivos gobiernos argentinos a buscar respuestas para la guerra sucia que empezó en 1976. Llevaban pañuelos de cabeza blancos con los nombres de sus familiares desaparecidos. Secándose las lágrimas, se aferraban al sacerdote, besándole en las mejillas y susurrando palabras de gratitud." El Padre Capitanio dice sentirse satisfecho por una acción que dice haber realizado en nombre del Reino y su Justicia, siguiendo el mensaje del Evangelio. Indicó que su posición era compartida por muchos laicos y sacerdotes argentinos y latinoamericanos: "muchos hombres y mujeres de la iglesia, incluso obispos, están de acuerdo con mi visión sobre el papel de la iglesia", dijo. "Tenemos mucho de qué lamentarnos".
"En Argentina, existían relaciones mucho más estrechas entre el
clero y los militares que en los casos de Chile y Brasil. "Asociaban el
patriotismo con el catolicismo
", dijo Kenneth P. Serbin, profesor de historia en
la Universidad de San Diego, que ha escrito sobre la iglesia católica en América
del Sur. "Así que para la jerarquía argentina fue casi natural defender al
régimen autoritario".

La condena de este mal pastor constituye una buena noticia para quienes defienden la cultura de los Derechos Humanos y predican la noticia del Evangelio. No deben existir - bajo ningún concepto - individuos o instituciones que gozan de impunidad frente a los requerimientos de los tribunales en temas de Derechos básicos. Los civiles, los militares e incluso los clérigos que han colaborado con las malas artes de los regímenes autoritarios de América Latina no podrán sustraerse más a las exigencias de la justicia ordinaria. Esta nueva situación en la cultura ética y legal irrita sobremanera a aquellas organizaciones y comunidades tradicionalistas, que denuncian una "pérdida de valores espirituales", y rechazan lo que llaman pomposamente la "hodiernidad" en pos de la recuperación de sus antiguos privilegios. Pero este fenómeno parece irreversible (esperemos que así sea). Este es un caso que sienta un precedente importante en nuestras naciones. Nadie está fuera del imperio de la ley, nadie. este es un signo de buena salud de la sociedad argentina. Este es un importante ejemplo moral, un decisivo triunfo para la democracia, la memoria histórica y la igualdad civil, que nos enorgullece como ciudadanos y como cristianos.

viernes, 12 de octubre de 2007

LIBERTAD CULTURAL Y AGENCIA HUMANA


(REFLEXIONES SOBRE EL MULTICULTURALISMO)


Gonzalo Gamio Gehri


1.- Introducción. Mario Vargas Llosa y el velo islámico.


El último domingo, El Comercio publicó El velo no es el velo, un artículo de Mario Vargas Llosa – escrito originalmente para El País de España – en el que el autor lamenta que la Generalitat de Cataluña admitiera, en la discusión de sus políticas para la educación pública, el penoso tema del “multiculturalismo o comunitarismo”[1]. Vargas Llosa nos describe el caso de Shaima, una niña marroquí de 8 años a la que el gobierno autonómico catalán ha permitido finalmente el uso del velo islámico en el colegio, luego de que la dirección se lo prohibiera conforme a las normas internas contra la discriminación. La razón esgrimida por las autoridades catalanas ha sido que el derecho a la escolarización debe primar sobre el reglamento interno de las escuelas.

A Vargas Llosa esta concesión le parece innecesaria y nefasta. Considera que la introducción de la agenda multiculturalista pone en riesgo “el futuro de la cultura de la libertad en España”. A su juicio, la cuestión del uso del velo no es en absoluto anecdótica; el velo es más que sólo una prenda con obvias connotaciones culturales, “es el símbolo de una religión donde la discriminación de la mujer es todavía, por desgracia, más fuerte que en ninguna otra”. El autor del artículo asevera que las naciones occidentales sólo pueden conjurar la posibilidad de que los inmigrantes reproduzcan en el seno de sus sociedades prácticas lesivas de la dignidad promoviendo radicalmente los ideales de la vida republicana occidental: el laicismo, las libertades individuales, los principios del Estado de Derecho. Declara su admiración por el modelo francés, que reivindica la figura de un ethos libertario, contrario a cualquier manifestación religiosa en las instituciones públicas. Está convencido que en esta conducta “no hay etnocentrismo alguno, sino universalismo y pluralismo estrictos”, advierte, pues se trata de “no hacer concesiones en la defensa de los derechos humanos y de la libertad”.

Al promover que los Estados democráticos admitan en sus espacios públicos las prácticas y discursos de las culturas foráneas, el multiculturalismo estaría minando las bases mismas de la democracia. Vargas Llosa señala que permitir el uso del velo en los colegios catalanes puede desencadenar una serie de inaceptables concesiones que erosionen la cultura liberal que sostiene a las sociedades modernas. Este es un argumento que comparte con la prédica conservadora, y que se ha denominado la ley del plano inclinado: cedemos hoy con el uso del velo, mañana serán las piscinas municipales sólo para mujeres, pasado mañana, quizá los inmigrantes musulmanes exijan a las autoridades catalanas se permita la celebración de rituales en honor a las tradiciones que impliquen la restricción de la libertad o la práctica de la mutilación. “Si se trata de respetar todas las culturas y las costumbres”, continúa Vargas Llosa, “¿Por Qué la democracia no admitiría también los matrimonios negociados por los padres, y en última instancia, hasta la ablación del clítoris de las niñas que practican tantos millones de creyentes en el África y otros lugares del mundo?”.

El autor remata el breve texto ensayando una tesis filosófica: “El multiculturalismo parte de un supuesto falso, que hay que rechazar sin equívocos: que todas las culturas, por el simple hecho de existir, son equivalentes y respetables”. Así Vargas Llosa identifica la tesis del multiculturalismo con el puro y simple relativismo cultural.

He empezado mi intervención reseñando el artículo de Vargas Llosa siguiendo un doble propósito. En primer lugar, poner de manifiesto en qué medida las cuestiones que estamos discutiendo son planteadas y sometidas a discusión en la esfera de la opinión pública en la hora presente. En segundo lugar, para destacar la propia posición de Vargas Llosa, quien se declara un lector y admirador de la obra de Amartya Sen – en particular de Identidad y violencia – pero que al mismo tiempo en su propio enfoque sobre el problema de la diversidad cultural proclama una especie de nueva Kulturkampf: Vargas Llosa opone la libertad cultural a la cultura de la libertad - a su juicio básicamente ilustrada -, e identifica el multiculturalismo como una propuesta que disuelve la frontera conceptual y moral entre ambas (en el camino, identifica multiculturalismo y comunitarismo). Nosotros los occidentales, sugiere Vargas Llosa, hemos construido el concepto de libertad; su defensa no requiere de ninguna atención a las políticas de diferencia en materia cultural. No puedo reconocer en esta sesgada tesis la influencia de Sen.


2.- Contra la ilusión del destino. Amartya Sen y las identidades plurales.

Volveremos sobre el tema del velo al final de mi intervención. Revisemos primero la tesis central de Identidad y violencia, para luego discutir su postura frente al comunitarismo y al multiculturalismo. Sen sostiene que las situaciones actuales de violencia y exclusión motivadas por conflictos religiosos y étnicos se deben en parte a la difusión de una tesis culturalista que distorsiona y mutila las identidades humanas concretas. Los agentes poseen identidades que cuentan con diferentes facetas: nacionalidad, lengua, cultura, género, opción sexual, religión, profesión, opciones políticas, gustos estéticos, etc. Cada una de estas facetas revela diferentes formas de filiación: comunidades nacionales, culturas, Iglesias, círculos académicos, partidos políticos, instituciones de la sociedad civil, etc. La descripción de sus identidades en términos de una sola dimensión de la vida – cultura o religión – contribuye a empequeñecer a las personas, de modo que estas pueden ser finalmente encasilladas en las categorías amigo / enemigo – o quizá nosotros / ellos -, que sirven de justificación ideológica de los proyectos violentistas de inspiración cultural y religiosa.

A juicio de Sen, la prédica culturalista usurpa la potestad de los agentes de ponderar las diferentes dimensiones de su identidad y decidir los niveles de significación que ellas tienen en el diseño de sus proyectos de vida. Tal ejercicio deliberativo compete al cultivo de la razón práctica, y es responsabilidad exclusiva de los agentes: al fin y al cabo, se trata de sus propias vidas. Uno puede ser al mismo tiempo peruano, filósofo, heterosexual, católico progresista, liberal de izquierda en política y romántico en literatura, y considerar – finalmente – que son las cuestiones filosóficas y las preferencias literarias los ingredientes fundamentales en la configuración del relato complejo que le confiere sentido al curso de la vida. Uno puede optar por las asociaciones voluntarias – y no por las comunidades no elegidas – como los espacios fundamentales de autorrealización.

No obstante, la prédica culturalista puede aducir que este tipo de elección constituye una suerte de traición a lo que concibe como nuestra identidad dominante: la pertenencia cultural o la militancia religiosa. A su juicio, hemos cedido a la tentación del desarraigo, nos hemos entregado a la práctica liberal del individualismo, nos hemos alienado. Me parece fundamental que nos concentremos en esta última aseveración. El culturalista supone que la deliberación práctica en torno a la jerarquía de nuestras facetas identitarias es ficticia o es un síntoma de que somos objeto de manipulación ideológica. La identidad no se elige: se descubre. La pertenencia cultural constituye una condición inexorable de nuestra identidad; a esta perspectiva Sen la denomina la ilusión del destino, y la identifica como un discurso que ha generado y genera opresión y violencia. Sen señala acertadamente que el peor obstáculo para la afirmación de una cultura de paz proviene de “descuidar – y negar – el papel del razonamiento y de la elección, que se desprende de reconocer nuestras identidades plurales. La ilusión de una identidad única es mucho más disgregadora que el universo de clasificaciones plurales y diversas que caracterizan el mundo en el que en realidad vivimos. La debilidad descriptiva de la singularidad no elegida tiene el efecto de empobrecer el poder y el alcance de nuestro razonamiento social y político. La ilusión del destino impone un costo demasiado alto”.[2]

Uno de los objetivos de este libro consiste en destacar la importancia de la elección consciente de la identidad – tanto en el plano cultural como en cualquier otro – como una condición ineludible para llevar una vida razonable y sensata. Sen nos previene acerca de las corrientes de pensamiento contemporáneo que pretenden restringir los poderes de la razón práctica en la construcción de la identidad. Su debate con las tesis de Huntington en torno al choque de las civilizaciones forma parte del corazón mismo de la obra. No obstante, el autor considera que tanto el comunitarismo como el multiculturalismo constituyen posiciones que defienden sutilmente sus propias versiones de la ilusión del destino. Voy a detenerme en la descripción de estas concepciones, para intentar esclarecer algunos malos entendidos respecto de la obra de Charles Taylor.

Sen caracteriza al comunitarismo como una perspectiva ética que vindica la “supuesta prioridad de la identidad basada en la propia comunidad”, de modo que “tiende a ver la pertenencia a una comunidad como una especie de extensión del yo”[3]. Aquí la distinción entre nosotros y ellos sigue siendo altamente significativa, y la posibilidad del reconocimiento de las formas plurales de identidad, así como la posibilidad de rescatar formas de identidad y filiación humanas que trasciendan las fronteras culturales se ven debilitadas tanto en el plano teórico como en el práctico. Como las comunidades de memoria no son elegidas – uno simplemente nace en ellas, y adquiere en ellas un lenguaje y un sentido del yo -, la construcción de la identidad es concebida en términos de descubrimiento.

Sen bosqueja esta posición con grandes trazos que preparan la crítica. “En algunas de las versiones más fervientes de la tesis”, advierte Sen, “se nos dice que no es posible invocar ningún criterio de conducta racional distinto de los que imperan en la comunidad a la que pertenece la persona involucrada. Cualquier referencia a la racionalidad provoca la respuesta, “¿Qué racionalidad?” o “¿La racionalidad de quién?” También se argumenta no sólo que la explicación de los juicios morales de una persona debe basarse en los valores y las normas de la comunidad a la que ella pertenece, sino también que estos juicios pueden ser evaluados éticamente sólo dentro de esos valores y normas, lo que supone negar la apelación a otras normas que compiten por la atención de la persona”[4].

Tal y como Sen describe el comunitarismo, es evidente que las pretensiones desmesuradas de la pertenencia comunitaria sobre la identidad y el pensamiento le cierran el paso a la libre elección y minan el concepto mismo de racionalidad. El agente está inserto en las tradiciones, está condenado a practicarlas y se ve imposibilitado de ponerlas en cuestión. Se convierte así en rehén de su propia cultura, un ethos reacio a la crítica y al cambio social. El autor, como es natural, está dispuesto a reconocer que la cultura influye sobre el ejercicio mismo del razonamiento, pero que esta condición encarnada de la reflexión no la anula fatalmente, y no suprime los márgenes de la libertad: “Influencia no es lo mismo que determinación total, y las elecciones siguen siendo posibles a pesar de la existencia – y la importancia – de las influencias culturales”[5].



3.- Razón práctica, pertenencia al ethos y sentido del yo. Charles Taylor y Amartya Sen sobre la libertad cultural.

Al leer estos pasajes de Identidad y violencia, uno se pregunta seriamente qué filósofos pueden efectivamente ser considerados “comunitaristas” en el sentido de la descripción de Sen. Es preciso señalar que todos los autores sindicados como “comunitaristas” (Michael Walzer, Charles Taylor, Michael Sandel y Alasdair MacIntyre) han rechazado sistemáticamente esta incómoda etiqueta (quizá con la solitaria excepción de Sandel). Se trata de autores que han desarrollado individualmente una línea de reflexión, y que difieren sustancialmente en temas tan importantes como la vigencia del proyecto moderno, el valor de la libertad individual o sobre la validez de los principios procedimentales de la justicia distributiva.

En dos notas de las páginas 60 y 61 de Identidad y violencia, Sen cita a Charles Taylor como uno de los más emblemáticos exponentes del comunitarismo. Creo que en esto Sen se equivoca, porque Taylor constituye un poderoso aliado en lo relativo al diseño de una concepción pluralista del yo. El pensador quebequense ha desarrollado una fenomenología de la construcción de la identidad, y ha dedicado muchos de sus escritos al esclarecimiento de la compleja relación existente entre el sentido del yo, la pertenencia cultural y la libertad individual. Podría decirse que Taylor y Sen son pensadores cercanos en su tratamiento de la mutua mediación entre la libertad cultural y la razón práctica. Discutir esta relación permitirá esclarecer el malentendido mayor del texto de Vargas Llosa que hemos citado al inicio de nuestra exposición.

Como se sabe, Taylor es un entusiasta defensor de la tesis – tomada de Hegel y de G. H. Mead – según la cual el sentido de nuestra identidad se forja a través del diálogo con los demás y con los mundos vitales que habitamos. “No poseemos yos de la misma manera que poseemos hígados o corazones”, escribe en Fuentes del yo[6]. Es en el intercambio comunicativo con los otros significativos, aquellas personas que han contribuido – a veces de manera conflictiva – a que yo disponga del acervo de experiencias y creencias desde el cual doy forma a aquellos propósitos, valores y actividades que dan sentido a mi vida. Este diálogo tiene lugar en un trasfondo de cuestiones importantes, un fondo plural de inteligibilidad de cara al cual examino y pondero aquello que le confiere significación a mis acciones y proyectos. Taylor denomina a estos espacios horizontes, recogiendo el legado de la tradición fenomenológica. Las culturas que habito – en plural – y las actividades que realizo constituyen el horizonte desde el cual la identidad se construye. “Mi identidad se define por los compromisos e identificaciones que proporcionan el marco u horizonte desde el cual yo intento determinar, caso a caso, lo que es bueno, valioso, lo que se debe hacer, lo que apruebo o a lo que me opongo. En otras palabras. Es el horizonte dentro del cual puedo adoptar una postura[7], señala Taylor.

Un lector precipitado podría llegar a sospechar que las afirmaciones del párrafo anterior acerca de la relevancia de la cultura y de los vínculos comunitarios en la configuración de la identidad convierten al filósofo canadiense en un “comunitarista” en el sentido de Sen. Pero se equivocaría. Taylor piensa que estas confusiones respecto al sentido del debate liberal – comunitarista se fundan en que los interlocutores – y los comentaristas – de esta discusión no han prestado suficiente atención a una distinción conceptual entre consideraciones ontológicas y cuestiones vindicativas (advocacy issues)[8]. El autor sostiene que la observancia de dicha distinción haría posible reordenar la discusión contemporánea de manera fructífera, aunque supusiese abandonar de una vez por todas los “términos – paquete” (como “liberal” y “comunitarista”) que tienden a malinterpretar las posiciones en conflicto. De hecho, la mayoría de los comentaristas se aproximan conceptualmente al debate como si se tratase de una confrontación entre posiciones individualistas y colectivistas, cosmovisiones sociales que pugnan por imponer modelos excluyentes de instituciones políticas.

Por cuestiones ontológicas entiende Taylor el conjunto de argumentos relativos al orden de la explicación en lo que concierne específicamente al problema de la configuración del yo y a la descripción conceptual de su inscripción en la sociedad. Señala nuestro autor que el debate actual, en este nivel de problemas se enfrentan “atomistas” y “holistas”; esto es, aquellos filósofos que consideran que los bienes sociales se dividen en bienes individuales básicos y asumen una concepción autorreferencial de la identidad y quienes, en contra de esta posición, piensan que el individuo se define por un sistema de relaciones sociales de reconocimiento y comprensiones compartidas de vida buena. Evidentemente, entre los interlocutores clásicos de este debate, autores como Hobbes y Locke militan en esta posición, mientras que Hegel y Vico se identificarían con la segunda. Taylor no duda en sindicar a Popper como heredero de la tradición atomista.

Las cuestiones vindicativas aluden más bien a las consideraciones normativas – tanto éticas como político – jurídicas – que los participantes en la controversia defienden como razonables. Esta vez en el debate se puede distinguir a los “individualistas”, que suscriben el carácter vinculante del respeto a la dignidad de la persona y al cuerpo de derechos que están relacionados con dicho principio, y los “colectivistas” que consideran que es preciso subordinar en todo momento las aspiraciones individuales a los fines del grupo humano (sea este la comunidad local, una “clase” social o la “humanidad” entera). Lo que primero que se nos viene a la mente son los duros combates ideológicos de los últimos siglos entre socialistas y liberales, tanto en el Hemisferio Norte como en Latinoamérica.

Taylor cree firmemente que es necesario mantener separados ambos órdenes de argumentos para entender qué es lo que realmente está en juego en el debate entre comunitaristas y liberales. No niega que uno pueda establecer legítimas conexiones entre ambos – como veremos – pero insiste en que asumir ciertas explicaciones ontológicas sobre la naturaleza del yo o la epistemología moral, “no equivalen a la defensa de nada”[9]. Los argumentos ontológicos marcan la pauta respecto de las opciones posibles en el plano vindicativo, pero no nos empujan de modo inmediato hacia una posición en particular. Pueden, eso sí ofrecer las razones para invalidar algún argumento ontológico rival – como una teoría fenomenológica de la identidad hace con el yo desarraigado – y limitar las alternativas en el aspecto defensivo de la teoría social – como la idea de un estado de derecho basado únicamente en principios estratégicos –. Asumir una posición holista en un nivel ontológico no nos obliga necesariamente a suscribir una postura vindicativa de tipo colectivista, como la perspectiva de Sen parece sugerir.

Es probable que Sen sindique a Taylor como un suscriptor del “comunitarismo” debido a que confunde ambos planos de argumentación. En efecto, Taylor considera que la identidad se construye socialmente y desde horizontes compartidos, pero esta es una tesis ontológico – social que no involucra la restricción de las libertades ni la erosión de la razón práctica. Este autor se considera un ‘individualista holista’ un defensor de la democracia liberal que ha edificado su concepción política sobre la base de una antropología del reconocimiento. No olvidemos que Taylor señala que el desarrollo de la identidad implica el trabajo de la articulación, que es una actividad eminentemente reflexiva en la que se ponen en juego las capacidades del agente para la argumentación y la expresión. Articular algo - una experiencia valiosa, por ejemplo – implica redescribirlo con claridad, revelando sus sentidos ocultos, explicitándolos para el escrutinio racional y para la interpretación. Articular un objeto supone abrirlo a nuevas posibilidades de sentido. En el caso de las cuestiones éticas, este procedimiento echa luces sobre los horizontes que sostienen nuestras opciones vitales: “la articulación puede acercarnos al bien como fuente moral, puede darle poder”[10].

Lo mismo podríamos decir de la perspectiva multiculturalista elaborada por Taylor. En lugar de asignarle un lugar privilegiado a las tradiciones heredadas sobre otros modos de filiación – como teme Sen -, buscando lograr para ellas una parcela inexpugnable en el seno de las democracias, Taylor postula orientar el contacto intercultural desde el ejercicio de lo que Gadamer llamaba interacción de horizontes. Comprender al otro implica interpretar las prácticas y creencias extrañas desde expresiones e imágenes que nos son familiares. No obstante, tal contacto no deja las cosas como están; las dos perspectivas se abren recíprocamente, dejándose tocar e interrogar la una por la otra, exponiéndose de este modo al cambio conceptual y al discernimiento de otros modos de concebir el mundo o la vida. El encuentro con el otro sólo puede ser inteligible para mí desde mi propio vocabulario crítico, pero tal encuentro puede interpelar mis propios supuestos y aún contribuir a modificarlos, situación que mi interlocutor también puede experimentar[11]. Se trata de una operación comunicativa que no es ajena a la crítica y a la autocrítica.

El contacto intercultural pone de manifiesto nuevos sentidos de concebir el mundo y la vida, así como nuevas prácticas sociales disponibles a los usuarios de las diversas culturas. Esta experiencia permite el reconocimiento explícito de las identidades plurales que de hecho tenemos. De este modo nos abrimos a la libertad cultural, que nos permite – siguiendo a Sen – conservar o modificar nuestras prioridades identitarias sobre la base del cultivo de la razón práctica. Nos deja un espacio para elegir conscientemente mantenerse en la cultura originaria, o abandonarla, o asignarle un mayor peso a otras dimensiones de la identidad.

4.- A modo de conclusión. Palabras finales sobre el caso de Shaima.

Esto nos devuelve al artículo de Vargas Llosa y el problema del uso del velo en las escuelas. El articulista de El País considera que el permiso que la la Generalitat de Cataluña le confiere a Shaima para ir al colegio usando el velo constituye una concesión política que puede derivar en la introducción del monoculturalismo plural en la sociedad española. Advierte con tono apocalíptico que ceder a este pedido nos puede llevar a la admisión de la clitoridectomia. No concibe la medida como una expresión de libertad cultural. Por definición una de las opciones de la libre elección es la de preservar las prácticas de la propia cultura. “La decisión de mantenerse firmemente dentro del modo tradicional”, afirma Sen, “sería un ejercicio de libertad si la elección se hiciera luego de considerar otras alternativas”[12]. Se trataría de permitir a Shaima el uso del velo, pero convirtiendo la escuela – u otros escenarios – en espacios de diálogo que permitan ofrecerle otras alternativas susceptibles de elección, espacios que hagan posible asimismo la redescripción (articulación) del velo no únicamente como símbolo tradicional de subordinación de las mujeres; estos escenarios permitirían el ejercicio riguroso de la crítica racional de las descripciones culturales que encubran o promuevan prácticas discriminadoras contrarias a una ética de la dignidad igualitaria. En una palabra, esta perspectiva pluralista nos invita a buscar con Shaima las herramientas interculturales que nos permitan combatir la ilusión del destino.

¿Cómo podría tener lugar esta clase de interacción dialógica? Se me ocurren un par de posibilidades. La primera – y la más evidente – es la clase de contacto que Shaima tendrá con el modo de vida implícito en las democracias liberales – el valor de la autonomía, una deliberación práctica más o menos horizontal, la separación (casi intuitiva) entre lo secular y lo religioso, etc. – como parte de su regreso a la escuela. Ese es uno de los puntos que me llevan a suscribir la decisión de la Generalitat catalana de aceptar el uso del velo, pensando en la prioridad de la educación de la niña. Shaima tendrá la oportunidad, al asistir a la escuela, de toparse con otros rostros, otros credos, otros modos de pensar y sentir la vida y sus posibles sentidos. Ese encuentro con lo diverso puede potenciar un cambio de perspectiva en lo relativo a la valoración de las propias tradiciones. Presionar a su familia para que asista con el cabello descubierto podría tener como consecuencia el que se le prive – por disposición de sus padres – de una educación que podría liberarla del yugo del fundamentalismo.

La segunda posibilidad está vinculada a la crítica interna de la discriminación sexual, desarrollada en algunos contextos islámicos. Cada vez son más los intelectuales musulmanes que se remiten al Corán y a ciertos períodos “liberales” de la historia islámica – como los reinos españoles de Al Andalus – para combatir el fundamentalismo. Pienso por ejemplo en el documental Dinner with the President (2007), dirigido por Sachithanandam Sathananthan y Sabiha Sumar, ambos originarios de Pakistán. La cinta examina las tensiones presentes en un régimen como el pakistaní, sensible a golpes de Estado, crímenes políticos y conspiraciones internacionales. Y concentra parte de su atención en el agudo problema de la subordinación de la mujer, situación avalada por los sectores integristas.

En diversos pasajes, del documental, Sabiha Sumar se enfrenta a personajes – camioneros, líderes tribales, miembros del Partido Islámico – que se remiten al Corán para legitimar la subordinación de la mujer respecto del varón (la prohibición de que las mujeres salgan a trabajar, que se cubran la cabeza, etc.). En contra de la idea según la cual la doctrina de la igualdad de género proviene de la adopción artificial de creencias foráneas, ajenas a las creencias religiosas locales – el típico argumento de los integristas musulmanes (pero también de algunos conservadores católicos, dicho sea de paso) - , Sumar se remite al Corán para defender la igualdad sexual: sostiene que ella aprendió árabe para leerlo directamente, y señala que no encontró nada que justifique su confinamiento en la vida doméstica, o la obligatoriedad del uso del velo. Añade que el texto sagrado está abierto a las interpretaciones de los hombres. Dirigiéndose a un líder tribal tradicionalista, dice “tú eres un ser humano, yo también: ambos pertenecemos a Alá. Yo leo el Corán y encuentro razones para justificar la igualdad entre hombres y mujeres; tú lo lees y pretendes que el texto avala la subordinación ¿Quién decide qué interpretación es más razonable?" Sus palabras sitúan esta importante cuestión en el marco cívico de la discusión racional y del conflicto de interpretaciones rivales. Se trata de un notable punto de partida para el ejercicio de la hermenéutica política.

Alguien podría pensar – con razón – que estoy recargando prematuramente la agenda de la pequeña Shaima. Después de todo, tiene solamente ocho años. Tiene un padre fundamentalista que no la dejará asistir a la escuela sin el velo. Las dos estrategias que he bosquejado rápidamente aquí – el cambio de mentalidad fruto del contacto intercultural, y el producido por la crítica interna de la propia tradición – suponen que pueda acceder a la educación. El trabajo en la escuela le permitirá desarrollar sus capacidades de agencia, pensamiento, imaginación y sensibilidad, de modo que pueda des-cubrir nuevos conceptos, imágenes y metáforas para examinar su situación y perspectivas de vida futura. Ello le permitirá evaluar sus tradiciones, valorar la pertenencia comunitaria, y deliberar en torno a las ataduras y formas de subordinación que ella puede entrañar. Podrá – una vez llegado a la edad adulta – confrontar públicamente su ethos, o abandonarlo, en abierto ejercicio de su libertad cultural. O intentar empoderar a otras mujeres marroquíes, actuando a través de las instituciones de la sociedad civil y propiciando cambios más profundos. En efecto, como sugería Vargas Llosa, el velo no es sólo el velo, hay mucho más en juego. No obstante, la mayoría de las posibilidades de acción que Shaima puede asumir presuponen que se le permita asistir a la escuela.




NOTAS.-


[1] Vargas Llosa, Mario “El velo no es el velo” en: El Comercio Domingo 7 de octubre de 2007.
[2] Sen, Amartya Identidad y violencia Buenos Aires, Katz 2006 p. 41.
[3] Ibid., p. 60.
[4] Ibid., p. 62.
[5] Ibid., p. 63.
[6] Taylor, Charles Fuentes del yo Barcelona, Paidós 1996 . p. 50.
[7] Ibid., p. 43 (las cursivas son mías).
[8] [8] Taylor, Charles “Equívocos: el debate liberalismo – comunitarismo” en: Argumentos filosóficos Barcelona Paidós 1997 p. 239.
[9] Ibid., p. 241.
[10] Taylor, Charles Fuentes del yo op.cit. p. 103.
[11] Cfr. Gadamer, Hans–Georg, Verdad y método Salamanca, Sígume 1979.
[12] Sen, Amartya Identidad y violencia op.cit. p. 211.

domingo, 7 de octubre de 2007

LAS SENTENCIAS DE ZEUS SOBRE LOS "FALSOS PROFETAS"

Gonzalo Gamio Gehri


Ayer en Piura, el presidente ha señalado que el pueblo no debe de prestar oídos a aquellos "falsos cristos" y "falsos profetas" que consideran que la minería y la agricultura no pueden coexistir. Evidentemente García - alias "Zeus", según su entorno partidario más cercano - aludía con estas palabras al obispo Turley, al padre Marco Arana, a los jesuitas, a Radio Cutivalú y a otras personas e instituciones que desde la Iglesia y la sociedad civil han denunciado los peligros para las comunidades y el ecosistema que representa la actividad minera tal y como está siendo ejercida sin control de ninguna clase. Es sabido que el gobierno - en alianza con los sectores más conservadores de la clase política y empresarial - cocinó la ley anti-ONG con el objetivo de despejar el camino a las empresas mineras de aquellas instituciones que trabajaban con las comunidades en la defensa de su derecho a la vida y al trabajo (también para arrinconar a las organizaciones de Derechos Humanos, pero ese es otro tema).

Evidentemente, todos queremos que el desarrollo de la tecnología permita que la agricultura y la minería prosperen en la misma zona. No parece ser todavía el caso. El argumento de las mineras - y del gobierno - consiste en señalar que los primeros que se benefician con la actividad minera son los habitantes de la localidad. Hace unos días, Nelson Manrique publicó un artículo muy lúcido en Perú 21 que cuestiona severamente esa tesis: La Oroya ha sido la zona minera por excelencia en el Perú. Pues bien, hoy es una de las regiones más empobrecidas y atrasadas del país, y uno de los lugares más contaminados del planeta. El gobierno no puede culpar a la población de Majaz por no creer en sus palabras.

Nunca dejará de sorprenderme la falta de conocimiento - o la buena dosis de cinismo - que el actual presidente exhibe en materia de religión (y ética religiosa, y temas de cristianismo). Para él, pareciera que la vida espiritual se restringe a la procesión del Señor de los Milagros, la administración de los Sacramentos, y a alguna oración furtiva antes de comer o de dormir. Si algunos laicos y sacerdotes consideran importante acompañar a otros ciudadanos a defender pacíficamente sus derechos, entonces están "haciendo política", o "predicando la revolución" (se les acusa de "marxistas", y ya está dicho todo). Decididamente, no ha escuchado hablar de la profecía judeocristiana (Amós, Jonás, Juan el Bautista, y luego Tomás Moro, Bartolomé de las Casas, etc.), de la opción por el pobre, o con el compromiso de la Iglesia con el cuidado de la Creación. Uno se pregunta a quiénes reconocería entonces como "auténticos profetas" ¿A él mismo? Quizás ¿Al Cardenal? A juzgar por las simpatías políticas del mandatario y por su entorno gubernamental altamente conservador y filoautoritario (Giampietri, Rey, Mendoza, Favre), probablemente sí. Al parecer, Alan García se siente fascinado con el Catecismo, pero no le interesa el Evangelio. Lo cierto es que García ha sido más duro y claro al pronunciarse sobre el sector progresista de la Iglesia que ha asumido la protección de la zona que en cualquiera de sus tibias y condescendientes declaraciones sobre Fujimori antes de la extradición.

Pero esto revela otras aristas del problema. A García y al APRA no le agrada ninguna expresión de discrepancia proveniente de las 'instituciones intermedias' (en general, las organizaciones de la sociedad civil, en particular sectores críticos de la Iglesia y ONG). Ellos - pertenencientes a un partido no liberal y escasamente democrático, más bien caudillista - se manejan (para decirlo siguiendo la sugerente lectura de Santiago Pedraglio), bajo el esquema ya obsoleto electorado - representantes. Un esquema dicotómico, marcadamente decimonónico. No conciben que grupos de ciudadanos, a título personal, o como parte de asociaciones voluntarias, protesten contra sus medidas o alianzas, y hagan sentir sus voces en el espacio público. A su juicio, si no existe una oposición parlamentaria que les haga resistencia política - y aliados como están con los poderes fácticos (Fuerzas Armadas, empresarios grandes, jerarquía eclesiástica - entonces deberían tener el "camino libre" para hacer y deshacer ("¡Dejen trabajar!", dicen; el propio presidente ha indicado de modo prepotente que "a él lo han elegido para gobernar, no para hacer consultas o pedir opinión". Curiosa concepción de la democracia la suya). Pero no, no cuentan con un mapa conceptual propio de las democracias complejas del siglo XXI. Sus aparato categorial para el análisis político sigue detando del siglo XIX. La ciudadanía activa y las instituciones intermedias no existen, no son variables para ellos. Peor para ellos: eso merma su sentido de la realidad. No sorprende que sus reflejos sean tan pobres, que entiendan tan poco de ética democrática, y que sus reacciones siempre acusen inquietantes tonalidades autoritarias.

Caricatura: Heduardo

sábado, 6 de octubre de 2007

¿TEMOR A LA EDUCACIÓN CIUDADANA EN LAS ESCUELAS?



Gonzalo Gamio Gehri

A partir de unas notas en el blog de Susana Frisancho he podido dar con las reflexiones de Julio Sancho, un psicólogo interesado en temas educativos que duda del valor de una materia escolar como educación ciudadana, asignatura en la que se discute temas relativos a los principios democráticos y a la cultura de los Derechos Humanos. La experiencia española le parece preocupante, y teme que se convierta en un espacio de manipulación ideológica. "Mis preguntas eran: ¿Quién o quiénes definen las competencias ciudadanas que un alumno deberá lograr?; y se asociaban en mi memoría los capítulos de 1984 y Un mundo feliz." Lamentablemente, en ninguno de sus dos posts sobre este tema desarrolla un sólo argumento que haga plausible su inquietud.
Sabemos que la educación en el Perú está en crisis, y que esa crisis alcanza tristemente a las facultades de Educación de casi todas las universidades del país. Se cuentan entre las más conservadoras y son las que menos producción intelectual - y teórica - exhiben. Esto debería constituir un reto para los estudiantes y especialistas de pedagogía, para que remonten esta dolorosa situación. De esas canteras ha salido la penosa propuesta de una educación en valores, prácticamente un sistema de adoctrinamiento basado en la elaboración de "cartillas" a través de las cuales se difunden las "virtudes" que nos ayudarán a combatir los "antivalores" que circulan en la sociedad, y prevenir el brote de "relativismo". Este es un discurso a todas luces inconsistente y fundamentalista. Ya una vez dí un taller en el Ministerio que me convenció de la vacuidad de esa doctrina - que muchos educadores veneran, aunque propiamente de 'ética' tenga muy poco -, así como la vena paternalista y las deficiencias conceptuales de sus gurús. Ese proyecto carecía de bases psicológicas y filosóficas sólidas; se trata de una postura ideológica más que académica, pues no se problematiza las cuestiones centrales ni se examina sus supuestos básicos. Se trata de una propuesta pedagógica que se presta a una prédica próxima a la catequesis preconciliar y al mensaje 'edificante' de los textos de autoayuda.
La "educación en valores" está en las antípodas de la ética filosófica y de la paideia democrática, discursos y prácticas fundamentales para la formación crítica del ciudadano. Los pedagogos que cultivan esa doctrina vertical suponen que ellos deben inculcar y promover en los estudiantes el único y verdadero 'sentido de las cosas' que conducirá sus vidas por el camino de la corrección moral. Erróneamente creen que una vida buena sigue una única dirección; una auténtica educación ética reconoce que existen diversas posibilidades de llevar una vida humana plena, y que lo importante es que los jóvenes tengan las herramientas conceptuales y emocionales que les permita afrontar lúcidamente el proceso de elección consciente y autónoma de sus 'valores' y el diseño de sus proyectos de vida. Esta perspectiva abierta se ha denominado "pluralismo".
De esta línea de reflexión me gustaría hablarles. Yo soy partidario de la formación del discernimiento, de una ética pluralista del juicio y la libertad, inspirada en Esquilo, Sófocles. y Aristóteles. En nuestros días, Martha Nussbaum y Bernard Williams han defendido esta perspectiva. Las recetas y los códigos deontológicos no sirven para construir agencia moral y ciudadanía: hay que educar en la deliberación, en la autonomía y en el examen de conflictos. Mi experiencia en las aulas universitarias - con materias como Ética y Cultura de paz - confirman mi punto: es mejor invitar a la reflexión crítica y a la imaginación moral antes que administrar exclusivamente 'contenidos'.
Consideremos el curso escolar de educación cívica. Los libros de texto contienen una serie de lugares comunes sobre los símbolos de la patria, los héroes (la mayoría militares muertos en acción), educación vial y una monserga debilucha sobre los "valores morales" y el "patriotismo" (otra vez en clave militar). Ese plan fabrica súbditos, no forma ciudadanos libres. Nada de cultura civil ni de procedimientos democráticos. Nada del acervo de experiencias comunes ni de la reflexión crítica que requiere un futuro ciudadano para la formación del juicio en un clima de libertad y discusión. Una democracia es una forma de vida en la que la discrepancia y el diálogo se valoran. Se trata de fortalecer las habilidades para la crítica y la discusión: las cartillas sobran. Probablemente la literatura y la filosofía sean asignaturas de mayor utilidad para tal fin.
Por eso creo que la configuración de un curso de educación ciudadana puede ser positivo, si se descarta cualquier forma de adoctrinamiento, y se abandona el modelo de la "educación en valores": los miedos de Sancho no tienen asidero. Su lectura de la experiencia española es tendenciosa, y no exhibe argumentos de ninguna clase que respalden sus apreciaciones. Debo decir que, en sentido estricto, ese proyecto ya existía en el Perú desde los tiempos del gobierno de transición; tengo entendido que el fallecido Pedro Planas incluso había preparado un texto que los especialistas consideraban excelente; no se trataba de un manual o de un libro doctrinario, sino de un texto para la reflexión y el debate en torno a la ciudadanía democrática, sus espacios, sus desafíos. No sería mala idea recuperar ese material (aunque las actuales autoridades educativas están más cerca de volver al curso de instrucción premilitar que a pensar en la formación de ciudadanos críticos). El Informe Final de la CVR también plantea esta clase de formación escolar en sus recomendaciones.
Debo recordar, finalmente, que no cabe comparar (en absoluto) esta clase de proyectos de educación democrática con la agenda de Un mundo feliz y 1984. Ambas novelas nos remiten a un terrorífico mundo futuro en el que la democracia y el liberalismo han sido extirpados de la cultura humana. Allí se ha acabado con el pensamiento crítico y con el disentimiento racional. En ese mundo ficticio - tenebroso y deshumanizado - 'vencieron' los "educadores en valores".


P:D:: Ha circulado un video - muy gracioso y ocurrente - en el que las Juventudes del PSOE ridiculizan a los jóvenes del PP por rechazar el curso de Educación para la Ciudadanía. En parte - según señala en su blog - el video suscita inquietud en Julio Sancho. Creo que eso es ir muy lejos. Una sátira es una sátira, nada más. De repente es injusta, o de mal gusto, o exageradamente caricaturesca ¿Alguien en su sano juicio puede pensar que la Carta Magna que rige los destinos de una sociedad democrática es el Catecismo, y no la Constitución? No hay que ver fantasmas donde no los hay. (9-X-07).