Gonzalo Gamio Gehri
Más allá del cuidado
del ritual y las tradiciones, esta semana recordamos a un hombre inocente que
puso el amor y el perdón por encima de cualquier otra cosa, y que padeció una
muerte en extremo dolorosa – excluido de la comunidad y expuesto a humillación
pública – en nombre de la radicalidad de este mensaje. Las autoridades
religiosas – los guardianes de la “doctrina correcta” - y los representantes
del imperio se sintieron retados por la Palabra del ágape. Fue condenado por hereje y por blasfemo, pues se atrevió a
llamarse Rey de los judíos y fuente de salvación. Sin embargo, ninguno de los
seres humanos que conoció a Jesús de Nazaret volvió a ser el mismo después de
tomar contacto con él. Nunca antes un condenado a muerte había transformado la
vida de tanta gente.
Kénosis
es “abajamiento”. Se trata de una idea que evoca la encarnación del Espíritu
divino, la irrupción del ser eterno en el mundo ordinario, escenario de la vida
común: este es también un signo de "secularización". Hegel y Schelling tienen páginas fundamentales sobre este acontecimiento
metafísico, que encierra la verdad del cristianismo. Chesterton ha extraído con
singular audacia las consecuencias antropológicas de esta tesis, y quizás
Vallejo ha transitado por esta misma dirección. Kénosis puede
traducirse también por “debilitamiento”. La divinidad que ha asumido la
fragilidad y la finitud de la condición humana por amor. El Dios que muere por
sus amigos, aún en medio del temor y la traición de los suyos. El Dios que
celebra que las verdades más altas hayan sido reveladas no a los doctos ni a
los poderosos (ni siquiera a los sacerdotes o a los maestros de la Ley), sino a
los pequeños y a los humildes. Ese es el cristianismo, no el que se predica
desde la mera solemnidad, o desde el poder. Evocar la buena nueva es ante todo recordar a Jesús, su enseñanza y su vida,
acaso haciendo una provisional epoché de
todo lo demás. Esa es una acotación metodológica que podría ser pertinente.
Este “debilitamiento”
tiene una dimensión ética. La verdadera fe se traduce en la preocupación de los
más débiles – el pobre, la viuda, el huérfano, el extranjero, de acuerdo con la
propia fuente -, aquellos que sufren la violencia, el desprecio o la
indolencia, del mismo modo en que Cristo los sufrió. Toda persona es tu
prójimo, decía Jesús. No solamente quienes comparten nuestro estatus, nuestras
aspiraciones o nuestras creencias básicas. Todos los seres humanos proceden de
Dios, poseen un valor irrestricto, absoluto: ello explica la adhesión
originaria del cristianismo a los principios de la no violencia, así como la
convergencia contemporánea con el lenguaje de los derechos humanos. Quienes se
pasan la vida identificando y persiguiendo herejías por razones de ortodoxia intelectual, sean
éstas religiosas o ideológicas, no han entendido del todo el cristianismo, no
por lo menos en este punto fundamental; lo mismo podemos decir de quienes
presumen que la tarea decisiva es “reconocer al enemigo” entre la totalidad de
los bípedos implumes. Algo de la mirada compasiva de Jesús se les escapa.
Pierden de vista su capacidad de reconocer en la actitud del centurión una fe
sin precedentes. Tener en cuenta la raíz del asunto implica reconocer esta
disposición a des-cubrir al prójimo – aquel
a quien se puede amar hasta al extremo, al punto de poner en juego la
propia vida – en cualquiera de nosotros. Un punto de vista que desmantela las
certezas más arraigadas en la existencia común. Una perspectiva sumamente
riesgosa y exigente que confronta absolutamente al ser humano de fe.
Pero sabemos que la
creencia cristiana implica la creencia en la Resurrección, tal y como algunos
artículos nos lo recuerdan hoy domingo[1].
Se trata de la confianza en la superación de la muerte y de la afirmación de la
vida como parte del advenimiento del Reino[2]. Como
se ha dicho, para los cristianos la muerte no tiene nunca la última palabra. Esta confianza se encarna en la práctica
en la valoración de la vida y los derechos básicos de las personas, y en el
rechazo de aquello que pudiera mutilar sus capacidades fundamentales, reprimir
el ejercicio de su autonomía o exponerlas a una muerte prematura (la crueldad o
la exclusión, por ejemplo). Esa fe impulsa e inspira la acción y constituye la percepción
de las contextos con los que el agente tiene que lidiar. Una perspectiva espiritual digna del mayor respeto y de la más firme decisión. Un ideario que señala caminos de vida.