Gonzalo Gamio Gehri
Alcestis es una tragedia extraña,
porque transmite la sensación de que posee un cierto carácter contradictorio.
Por un lado, manifiesta con absoluta claridad la absoluta necesidad de la
muerte y la imposibilidad de persuadir a Ananke en torno a lo inevitable. De otro,
muestra la victoria final de Heracles sobre Thanatos. Sin embargo, tal
contradicción puede resultar ser sólo aparente. Tanto Alcestis como Admeto
logran postergar la hora de su muerte – a través de la intervención
sobrenatural de un dios y de un semidiós -, y no sin padecer desgarros
traumáticos. En parte, la obra pone de manifiesto los graves conflictos que
afrontarán quienes se involucren con esta clase de negociaciones. La sombra de
la hybris permanece sobre las cabezas de ambos personajes. Apolo pensaba
que estaba retribuyendo a las atenciones de Admeto en tiempos de su estancia en
Feras; en lugar de producir con ello bienes, colocó a Admeto en una situación
dolorosa, recibir la negativa de sus padres a la petición de reemplazarlo en su
cita con la muerte, y luego contemplar el fallecimiento de su mujer. Heracles,
por su parte, logra derrotar a la muerte, pero no queda dudas de que Alcestis
no volverá a ser la misma persona que accedió a tomar el lugar del rey. Visitar
la morada de los muertos deja heridas indelebles en la mente y en el
corazón. Al final de la tragedia ella
guarda silencio para purificarse espiritualmente de la experiencia que ha
vivido. Eurípides no hace ninguna descripción o comentario de aquello que ella
haya podido ver en los dominios de Hades.
La
muerte como un acontecimiento ineludible a la vez que definitorio de la
condición humana es un antiguo motivo trágico y mítico griego. Consideremos el
famoso Coro de Antígona, aquel en
el que Sófocles describe al ser humano usando una expresión poderosa - un
calificativo inquietante –: déinon. “No hay nada más déinon que
el hombre”, sentencia duramente el Coro. Esta expresión puede traducirse como
“Extraordinario”, “portentoso”, pero también “terrible”. El asombro que
suscitan las capacidades y las acciones humanas puede provocar admiración, pero
también puede helarnos la sangre. El ser humano es capaz de lo más alto y lo
más bajo. El texto describe cómo los seres humanos han domesticado los mares y
la tierra – con sus barcos y sus instrumentos de caza y de labranza – y cómo
han podido ejercen su dominio sobre las especies vegetales y animales. Luego el
Coro se ocupa del trabajo que el ser humano ha hecho sobre sí mismo, sobre su
intelecto, sobre su capacidad de comunicarse y de forjar prácticas compartidas.
“Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado
pensamiento, así como las civilizadas maneras de comportarse, y también,
fecundo en recursos, aprendió a esquivar bajo el cielo los dardos de los
desapacibles hielos y los de las lluvias inclementes. Nada de lo porvenir le
encuentra falto de recursos. Sólo del Hades no tendrá escapatoria. De
enfermedades que no tenían remedio ya ha discurrido posibles evasiones”[1].
Si bien el ser humanos cuenta con
numerosas habilidades y herramientas para hacer frente a los avatares de la
fortuna, “sólo del Hades no tendrá escapatoria”. Ese es el suelo firme de toda
reflexión sobre la vida y sus potenciales sentidos. Sobre si vamos a morir no
podemos deliberar – es este un “dato” inalterable de nuestra condición -;
recuérdese el categórico juicio de
Aristóteles respecto de que “nadie delibera sobre lo que no puede ser de otra
manera ni sobre lo que no es capaz de hacer”[2]. Sobre lo que sí podemos
deliberar es acerca del valor o la pertinencia de las acciones, hábitos y
propósitos que pueden brindarle una orientación a la vida. La finitud y nuestra
percepción de su carácter inexorable están a la base de cualquier forma de
discernimiento práctico, como un elemento constitutivo del horizonte subyacente
a nuestros juicios, para expresarlo desde categorías fenomenológicas.
Cómo vivir y cómo morir son asuntos de
crucial importancia ética y política que son susceptibles de deliberación y
elección. El cuerpo y la mente de los agentes están expuestos al deterioro y a
la desactivación final de sus capacidades, pero mientras ellas estén en
pleno funcionamiento, el agente tiene la
oportunidad de conducir su vida en términos de distinciones de valor que pueda justificar.
El cuidado y la discusión de estas
distinciones hacen manifiesto los sentidos posibles de la vida. “Todos los mortales deben pagar el tributo de la muerte”,
afirmaba Heracles en el drama, “y no hay ninguno que sepa si vivirá al día
siguiente”: esta convicción impulsa a los agentes a asignarle a la vida
propósitos que puedan trascender el ciclo vital animal (nacimiento,
crecimiento, muerte) y configuran una vida humana con sentido; en la medida en
que determinados modos de ser y de actuar conscientemente elegidos pueden ser
considerados intrínsecamente valiosos y dignos de recuerdo[3].