Discernir sobre las decisiones que hemos de tomar en la vida requiere de una especial lucidez que sólo puede adquirirse como parte de un proceso vital que implica formación racional y emocional y acumulación experiencia. Resulta imperativo reconocer la diversidad y complejidad de bienes que hemos de sopesar e interpretar en el contexto del ejercicio de la deliberación práctica. Una de las consecuencias de la crítica del procedimentalismo consiste en caer en la cuenta que la riqueza de nuestra experiencia requiere la articulación de un lenguaje moral que evite uniformizar nuestros modos de pensar y practicar los bienes, como ha pretendido la filosofía moral ilustrada desde Hobbes y Kant. Si suscribimos el severo juicio de William James según el cual un
criterio conceptual que impidiese la comprensión y la percepción de aquello que es objeto de experiencia tendría que ser considerado irracional
[1], es razonable pensar que posiblemente tendríamos que recurrir a esa misma calificación para hacer frente a una doctrina moral que desconoce o minimiza la importancia de los conflictos prácticos en los espacios de la acción y el curso de la vida.
¿Qué clase de ‘teoría pedagógica’ – en el sentido más amplio del término, ciertamente – resulta compatible con un modelo de racionalidad práctica centrado en las experiencias de conflicto ético? La pedagogía moral que se requeriría apuntaría a la formación del discernimiento, de modo que los agentes pudiesen desarrollar las capacidades y excelencias necesarias para reconocer, y discutir con otros, la complejidad de los valores que eligen perseguir, así como las capacidades y excelencias necesarias para interpretar los elementos constitutivos de las circunstancias concretas. Se trataría de una pedagogía del juicio práctico que buscaría tanto promover el debate sobre la justificación de los bienes como el examen detenido de situaciones éticamente conflictivas. Esta clase de examen crítico pondría énfasis en la configuración de procesos autónomos de deliberación práctica y en la adquisición de hábitos emocionales fundados en la empatía. Voy a describir muy someramente estas intuiciones siguiendo el esquema de la pedagogía moral implícita en las tragedias griegas, echando mano del concepto de
katharsis.
Una pedagogía del juicio práctico como ésta destaca a la vez la significación de la autonomía y del cultivo de lazos comunitarios como dimensiones básicas para la formación del discernimiento. El sujeto deliberativo es ante todo un agente encarnado, un individuo inserto en redes de interacciones y prácticas sociales en las que participa como usuario, intérprete y crítico, redes que constituyen el contexto y los nudos en los que construye y discute sus concepciones de la vida buena. Aprender a interpretar y cuestionar tales redes supone la adquisición previa de las habilidades para realizar interacciones cotidianas vinculadas al hecho de compartir actividades y formas de vida con los miembros de las comunidades que habito. Si el agente crece en una comunidad que promueve la crítica y el debate, adquirirá junto a los parámetros y hábitos sociales – las formas de interacción y comunicación que la comunidad honra y practica -, la conciencia de que estos parámetros y hábitos no son inamovibles, que pueden cambiar si así lo exigen la racionalidad práctica y el cambio social
[2]. A su vez, el agente crecerá en un mundo plural, un mundo que pone de manifiesto la existencia de múltiples formas de socialización y humanización, de modo que pueden describir sus matrices identitarias con una mirada reflexiva. Sólo desde estas formas de socialización es que puedo llegar a convertirme en un agente independiente que sea capaz de desarrollar su proyecto vital y someter a crítica los valores propios y ajenos.
La tragedia griega constituía una celebración de la pertenencia al
ethos como de la capacidad crítica del agente individual, proyectada sobre la experiencia ética. Los poetas trágicos sabían tanto como los filósofos que la
pólis requería de ciudadanos independientes, cultores del propio juicio, para florecer como un sistema de instituciones libres. Parafraseando a Hegel,
el nosotros presupone el yo tanto como el yo presupone el nosotros; la relación entre el sí mismo y comunidad debe ser entendida en términos de una circularidad hermenéutica. Los foros públicos que ofrecía la ciudad antigua para la discusión cívica eran espacios de pluralidad, escenarios en donde los diferentes puntos de vista sobre lo justo y lo bueno podían contrastarse argumentativamente. Se trataba de construir
homonóia, configuraciones de comunicación y consensos racionales - esta expresión suele traducirse frecuentemente y sin demasiada fortuna como “concordia” (dejando de lado la connotación a la vez intelectual y sensible de
noús (mente) -, que, como recuerda Aristóteles no es “unanimidad en la opinión”, pues la
homonóia puede lograrse, “incluso en aquellos que no se conocen entre sí”
[3]. Este concepto puede traducirse más rigurosamente como “comunidad de pensamiento”, esto es, el horizonte intersubjetivo de la expresión razonable de acuerdos y desacuerdos prácticos.
Como se recordará, Aristóteles define la tragedia como el género dramático que buscaba representar la acción y las formas de vida con el fin de “realizar, mediante la compasión y el temor, la katharsis de las experiencias de este género”
[4]. El espectáculo trágico procuraba destacar los rasgos característicos de ciertos conflictos éticos que podían remecer los pre-juicios comunes – como el conflicto planteado en
Antígona – de modo que el “espectador” pudiese proyectar su propio ‘yo’ sobre la situación de los personajes, y reaccionar frente a ella poniendo en juego los poderes de la razón práctica y las emociones; la reacción inmediata que el conflicto trágico quiere suscitar es la de la formulación de la pregunta: “si fuera yo el que viviese el dilema de Agamenón o el predicamento de Edipo ¿Qué podría o debería hacer?”. Esta interpelación nos impulsa hacia los derroteros del discernimiento
[5]. Lo que la tragedia busca es que el agente – a través del contacto con esta clase de experiencias, y las polémicas públicas que estas pudiesen generar luego – forme su capacidad de juicio, su percepción práctica, no que concluya de manera unánime e invariable en una sola tesis. Sólo forzando el espíritu de la tragedia podríamos visualizarla como un género literario que transmite alguna moraleja. La tragedia no es “educadora en valores”, no al menos en el sentido de nuestros moralistas contemporáneos. La única “lección moral” de la tragedia es la de Tiresias – nuestro primer epígrafe -, que “la buena deliberación es la mayor de las posesiones”. Esta aseveración está estrechamente vinculada a la convicción de que es preciso evitar la
hybris y las perspectivas unilaterales, renuentes a escuchar a sus rivales.
Esta clase de pedagogía moral aspira constituir formas ampliadas de conciencia, fruto del escrutinio de los conflictos éticos. No obstante, es probable que el lector tenga dificultades para vincular la
paideia trágica con los procesos deliberativos, a causa del recurso aristotélico del concepto de
katharsis. Lamentablemente en nuestra época el uso este término ha sido monopolizado por el psicoanálisis y la llamada “psicología profunda”, de modo que suele evocar los mecanismos de desahogo de las emociones reprimidas, la “limpieza de la chimenea”, como la describía Freud. Nada de esto tiene realmente que ver con la
katharsis, tal y como la concebían los griegos. Originalmente se trataba de un concepto proveniente del vocabulario de la medicina que podría traducirse por “purificación”, y que aludía al proceso de limpieza del cuerpo, provocada por la ingestión de determinadas sustancias que estimulaban la expulsión de toxinas. En el contexto de la tragedia, el concepto adquiere una dimensión ética y política, al identificarse con el
esclarecimiento del juicio, generado por la experiencia de situaciones humanas de dolor y conflicto
[6].
La figura del esclarecimiento del juicio entraña el ejercicio de la racionalidad práctica como el concurso de sentimientos morales que se ponen de manifiesto en tanto los elementos del conflicto vivido / “espectado” los suscite o justifique. El temor y la compasión son evocados por Aristóteles como emociones trágicas, pero una fenomenología de la experiencia ética tendría que acusar la riqueza y multidimensionalidad de otras emociones éticamente significativas: indignación, misericordia, desconcierto, etc
[7]. Los sentimientos morales entran en escena del discernimiento cuando el retrato de la circunstancia vivida exige su presencia para garantizar tanto la fidelidad del retrato mismo, así como para otorgarle a la acción o reacción generadas por ella (y ante ella) el sentido y la intensidad que correspondan a lo estipulado por el juicio y la percepción. Las emociones poseen una dimensión cognoscitiva que permite develar elementos de la realidad vivida que permanecerían invisibles ante un razonamiento distante y desvinculado
[8]. Es preciso señalar aquí que la deliberación y la percepción suponen ineludiblemente el ejercicio de la proyección empática, operación básica que subyace a toda vivencia moral, y que permite situarse en el lugar del otro – a través de reflexión y la imaginación –, considerar su situación y sentir con él (en particular si es víctima de una injusticia). En virtud de esta operación incorporamos al otro en el círculo de nuestras lealtades y compromisos, y nos disponemos a responder por él (especialmente si su situación no le permite responder por sí mismo).
Esta clase de filosofía práctica – y de modelo educativo – apunta a constituirse en una ética de la
adultez. Es un enfoque que promueve las formas de pensar y de experimentar que convierte a las personas en
agentes independientes, vale decir, aquellas personas que ponderan y disciernen por sí mismos sus opciones y toman sus decisiones considerando su propia situación, así como la situación de quienes están involucrados en los cursos de acción que sigo o podría seguir. Deliberan sobre los bienes y los males, pero procuran asimismo vislumbrar aquellos bienes o males en indisoluble conexión con los contextos que les dan concreción (en la línea del ejercicio de la
phrónesis aristotélica). En este sentido, la perspectiva fenomenológica toma distancia de la “educación del carácter” (y nuestra regional ‘educación en valores’), que suele caracterizar los “bienes” al margen de las circunstancias de la práctica. Los “valores” son transmitidos desde la autoridad institucional de las comunidades religiosas y los partidos políticos, y por lo mismo pretenden suscitar obediencia y adhesión inmediata de parte de los agentes. El tema de la deliberación práctica y la incrustación contextual pasan a un segundo plano; de igual modo, el paradigma educativo descuida la forja de ese equilibrio dialógico entre el discernimiento y la sensibilidad que procuraba lograr la pedagogía moral de Aristóteles. La adhesión inmediata que promueven los educadores en valores se concentra al contrario en el nivel de las reacciones afectivas, no en el ejercicio de la autonomía y la reflexión encarnada. Se corre así el peligro de incurrir en lo que James llamaba burlonamente la “falacia sentimentalista”, una patética forma de abstraer la moral del mundo de la praxis:
“
La “falacia sentimentalista” estriba en derramar lágrimas sobre la justicia en abstracto, la generosidad, la belleza, etc., pero nunca llegar a conocer esas cualidades cuando se tropieza con ellas en la calle, porque – claro – ahí las circunstancias las hacen vulgares. Así leo en la biografía, editada privadamente, de una personalidad eminentemente racionalista: “es extraño que con tal admiración por la belleza en abstracto, mi hermano no sintiera ningún entusiasmo por la buena arquitectura, la pintura bella, o las flores”. Y en la casi última obra filosófica que he leído, encuentro pasajes como éstos: “la justicia es ideal, únicamente ideal. La razón concibe que debe existir, pero la experiencia muestra que no puede…la verdad debería ser, pero no puede ser. La razón está deformada por la experiencia, esta se vuelve contra ella””[9]
Este divorcio entre los ideales y la especificidad de la experiencia echa a perder la posibilidad efectiva de la educación ética, que pretende orientar la práctica. Los abanderados de la formación en valores señalan – en el diseño de estrategias pedagógicas puntuales -: “¡nada de dilemas!”,
porque estos educadores consideran que los más altos valores no pueden chocar entre sí. Ya hemos discutido en qué medida este juicio constituye una expresión de miopía conceptual. El problema se agrava cuando esta estrechez de miras se encarna en un proyecto educativo, y la temática de los conflictos desaparece de nuestra agenda. Es por ello que he insistido en este ensayo en la plausibilidad de la fenomenología del discernimiento práctico como una posible terapia filosófica para nuestros prejuicios morales y pedagógicos.
¿Qué clase de instrumentos puede emplear una pedagogía del juicio práctico para promover en el agente estas formas de discernimiento y sensibilidad? En primer lugar – siguiendo el esquema de las tragedias – la reflexión literaria y el cultivo de las humanidades permite proyectarse empáticamente sobre otras vidas – reales o posibles -, aprender respecto de ellas, discutir sus modos de enfrentar sus elecciones y relaciones
[10]. La cultura académica contemporánea, centrada en los ideales de objetividad y neutralidad científica, ha privilegiado el razonamiento deductivo y la búsqueda de principios abstractos que determinen los objetos de pensamiento, de manera que la exploración de la particularidad (y la contingencia) de los asuntos humanos ha sido relegada por espacio de tres siglos hacia el campo de la vana opinión. No obstante, la comprensión de lo finito, vulnerable e interdependiente de la vida humana (aquello que puede ser objeto de narración antes que de demostración) constituye el tema por excelencia de la ética. Ese es el elemento propio de la deliberación.
Los procesos de aprendizaje moral apuntan a formar al agente en las competencias, disposiciones y prácticas que le permitan clarificar su perspectiva acerca del lugar – flexible y a veces controvertido - de los diferentes bienes en el curso de su vida y relaciones, de modo que esté capacitado para hacer las distinciones conceptuales y de valor que las circunstancias le exijan. En ese sentido, reconocerá en el enfoque fenomenológico un valor de carácter terapéutico: la atención al entramado de interpretaciones, evaluaciones y contextos le persuadirá contra la ilusión de someter la complejidad de la acción y el juicio morales a los parámetros de un principio normativo, que, al modo del mito del lecho de Procustes, terminaría mutilando todo aquello que no corresponda a tal esquema reductivo. De igual modo, sabe que no puede concederle autoridad alguna a ningún “recetario moral” que coacte su voluntad apelando a presuntas respuestas definitivas sobre la vida: el agente considera que lo único definitivo es que tenemos que deliberar y elegir buscando la solución más sabia y razonable según el caso particular. A partir de los recursos de la experiencia y la investigación humanística, el sujeto práctico cultivará el hábito de proyectarse reflexivamente sobre otras personalidades, otros sistemas culturales y proyectos vitales, con los que pueda tomar contacto, entrar en diálogo y aprender de ellos. Esa clase de intercambio de argumentos y experiencias le llevará a abrir aún más su modo de pensar frente a la pluralidad de maneras de llevar y ver de la vida, y enriquecerá su juicio práctico.
La filosofía práctica y la pedagogía moral centradas en el discernimiento de los conflictos hacen patente una confianza radical en la libertad del agente, en su capacidad de pensar y elegir, y en su disposición a aprender de sus errores. Lejos de ampararse en la falsa seguridad que puede suscitar el hallazgo de los presuntos “valores perennes” de la naturaleza humana o la fundamentación de los principios que rigen
a priori la moral, esta clase de ética considera imprescindible la adquisición de hábitos vinculados al debate racional y a la empatía, que permitan enfrentar reflexivamente los problemas éticos que se plantean en la vida ordinaria y en el espacio público. El agente estará expuesto a la incertidumbre, la precariedad y la contingencia de sus interpretaciones y decisiones – de modo que tenga que reiniciar el proceso deliberativo si yerra -, pero al menos estará dispuesto a reconocer la incertidumbre, la precariedad y la contingencia como rasgos distintivos de cualquier clase de vida que uno pueda llevar. Renunciará así a la vana ilusión de una vida autosuficiente fundada en la transparencia de una razón no encarnada, pero también a la peligrosa tentación de juzgar que el problema moral ha sido básica y definitivamente resuelto en los fueros de alguna venerable tradición.