jueves, 31 de octubre de 2013

EVENTO UARM: VERDAD Y RECONCILIACIÓN. DIEZ AÑOS DEL INFORME DE LA CVR






JORNADAS ÉTICAS 2013

VERDAD Y RECONCILIACIÓN. DIEZ AÑOS DEL INFORME DE LA CVR


4 -5 noviembre 2013 7-9 p.m.


Auditorio Vicente Santuc UARM.


“Verdad” y “Reconciliación” constituyen categorías fundamentales para los procesos de justicia transicional, aquellos en los que, una vez recuperada la paz o la democracia, una sociedad decide esclarecer públicamente una etapa histórica de violencia interna o de interrupción del régimen constitucional. Se propone hacer memoria acerca de la tragedia vivida, asignar responsabilidades y establecer garantías de no repetición. “Verdad” y “Reconciliación” son conceptos que poseen una enorme riqueza filosófica y teológica, fuerza semántica que se pone al servicio de la reflexión ética tanto como pone de manifiesto los desafíos planteados desde las políticas democráticas y la cultura de los derechos humanos.  En el marco de los diez años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, la UARM dedica las Jornadas Éticas de este año a la discusión filosófica y ciudadana en torno a estos conceptos centrales para el pensamiento y la práctica de los derechos humanos en el Perú y en el mundo.

LUNES 4 DE NOVIEMBRE

TEMA: VERDAD Y RECONCILIACIÓN: REFLEXIONES DESDE LA FILOSOFÍA PRÁCTICA.

Dr. Salomón Lerner Febres (Ex Presidente de la CVR / Rector emérito de la PUCP).

Comentario:
Dr. Juan Carlos Morante  (Rector de la UARM).


MARTES 5 DE NOVIEMBRE

TEMA: VERDAD Y RECONCILIACIÓN: APROXIMACIONES DESDE LA TEOLOGÍA SOCIAL.

R.P. Gastón Garatea  SSCC (Ex Comisionado de la CVR).

Comentario:
Dra Birgit Weiler (Profesora de la UARM)..




ALBERT CAMUS: CÓMO SER JUSTOS EN AUSENCIA DE DIOS (HÉCTOR PONCE)


El profesor de la UARM Héctor Ponce publicó hace unos días este artículo en la Revista Correo. Los editores recortaron el documento sin su consentimiento, pese a que respetaba la extensión acordada. Según el autor, se trataría de una inaceptable medida de censura. Ponce nos envía su texto y nosotros con gusto lo publicamos. El autor indica que el pasaje sombreado corresponde al pasaje que fue recortado (G.G.G.).



ALBERT CAMUS: CÓMO SER JUSTOS EN AUSENCIA DE DIOS


Héctor Ponce

Camus lamentaba la idea maquiavélica de que los medios justificase el fin, pues, en nombre de diversos ideales -tales como los de la Santa Inquisición, el proyecto supuestamente civilizatorio europeo o la dictadura bolchevique de Stalin- el ser humano humilla, explota, martiriza y asesina a su prójimo. En Los justos, Camus planteó hasta qué punto es tolerable que, en nombre de un ideal colectivo, los justos ejerzan violencia: ¿los justos deben ser implacables y así realizar la utopía de un mundo mejor?, ¿o los justos no deben mancharse las manos de sangre y dejar que la injusticia y la miseria continúen? Por un lado, ser un idealista activo podría desembocar en un tipo de terrorismo -ya sea el terrorismo de un grupo armado, ya sea el terrorismo ejecutado por algunos gobiernos-, y, de otro lado, un ciudadano modelo que paga sus impuestos podría ser un sujeto banal y cómplice del sistema de injusticia vigente. ¿Qué hacer para intentar ser justos?

“No hay más que un problema filosóficamente serio: el suicidio”. Así, embestido, el lector deEl mito de Sísifo lee que, en lugar de ser arrullados con las ilusiones de un paraíso después de la muerte, una persona lúcida logra despertar de lo absurdo de la vida cotidiana y anticipar el hecho de que morirá, y así reivindicaría el valor del mundo y se plantearía un proyecto de vida auténtica.

Ser consciente de la finitud no implica para Camus la desesperanza, pues pese a la muerte, todo individuo puede ser justo e incluso no tan infeliz si logra seguir dos metas: disfrutar de la finita condición humana y rebelarse frente a las injusticias sociales. El mito de Sísifo relata poéticamente que por preferir la bendición del agua a las amenazas de los rayos celestes, Sísifo fue condenado por los dioses a empujar una roca hacia lo alto de un risco y ver cómo su labor perdía sentido cuando la roca, en vez de permanecer en la cumbre, rodaba cuesta abajo. Pese a la condena Camus imagina a Sísifo dichoso y sería un símbolo de la dicha pese a las penurias.

El día despunta, los pescadores ya han recogido las redes de la madrugada, los carpinteros martillan los clavos, los zapateros untan pegamento en las suelas de los botas, el olor a sudor del trabajo sube desde las miserables casuchas y no hay señal de mejoría, y en las avenidas los autos se muerden y se atropellan por llegar velozmente a Auschwitz. ¿Cómo vivir dichosos en un mundo que se sumerge en el sin sentido de un trabajo enajenado y en el sufrimiento que se causan las personas unas a otras?

En El hombre rebelde Camus sugiere construir tenazmente una fraternidad entre los humillados y mancharse las manos, sí, pero de barro, de polvo, de astillas, nunca de sangre. Los cuerpos que sudan por el trabajo, el aliento espeso y las manos nudosas podían formar un gran sindicato, y, siendo un socialista reformista, distinguió entre el revolucionario y el rebelde: uno sacrifica a los hombres en aras de entelequias utópicas, el otro protesta cuando la política se aleja de la moral. La tesis de El hombre rebelde es que la tragedia en política comenzó el día en que se consintió que los conceptos abstractos valían más que las personas de carne y hueso. 

El liberalismo económico se acopló y dijo que la violencia era una plaga, pero sobre las condiciones desiguales con las que se iniciaba el contrato social liberal no se pronunció. Más estruendoso que Camus, Jean-Paul Sartre enfatizó que se violenta también mediante el colonialismo, la desnutrición crónica, el analfabetismo sistemático y el trabajo que animaliza, sólo que esta violencia era discreta y mejor orquestada gracias a la complicidad de los medios masivos de comunicación, y por eso Sartre creyó que, para aliviar el dolor del proletariado, el fin justificaba los medios y escribió Las manos sucias. Camus defendió, en cambio, una moral de las manos no ensangrentadas y de diálogo con el adversario, pues, como reformista, vio los peligros de suplantar a Dios.a Dios.

martes, 29 de octubre de 2013

SOBRE TRADICIONES, DOGMATISMO E INTERPRETACIÓN. UNA BREVE NOTA



Gonzalo Gamio Gehri


Muchos intelectuales han sindicado al integrismo – tanto en su versión trisbalista, religiosa y secular - como una posición que mina peligrosamente el ejercicio de las libertades básicas de las personas, en particular aquellas que entrañan el ejercicio del pensamiento crítico, la formación del juicio y la expresión de opinión. En circunstancias extremas, este tipo de perspectivas ideológicas incluso invoca el uso de la fuerza para reprimir otros modos de concebir las cosas, aún dentro de la propia comunidad, no sólo fuera de ella. Intentaremos mostrar que el integrismo malinterpreta la noción de tradición, degradando su potencial reflexivo.

La tradición se define en virtud de un movimiento hermenéutico que implica a la vez la  producción y la práctica de la reflexión crítica. Traditio es un concepto originalmente jurídico latino que alude al hecho de recibir algo en propiedad. En términos espirituales, recibir un legado equivale a recoger creativamente una manera de pensar y percibir el mundo y sus sentidos. Como en la figura legal, se recibe una herencia para hacer uso de ella o para hacerla producir. Del mismo modo, se recibe un conjunto de creencias y valoraciones para ponerla en práctica y para someterla al trabajo de la interpretación. Asumir una tradición y convertirse plenamente en miembro de una comunidad constituyen dos caras de una misma moneda. Ser parte de una comunidad supone ser un interlocutor lúcido en el horizonte de las tradiciones. Traditio viene de tradere, del acto de “entregar” y, en general, del acto de llevar y traer algo. Alude en ese sentido al oficio de Mercurio (o Hermes), el dios mensajero, que es el patrono de las comunicaciones y del flujo de la interpretación. Adquirir una tradición implica ingresar en la dinámica de ofrecer y acoger razones para conducir la vida en una cierta dirección.

La lectura integrista de la tradición distorsiona gravemente el concepto mismo de traditio. Otorga al sistema de creencias una incorrecta sensación de inmovilidad y de autoritarismo. Ningún credo puede erigirse sin más como un valor que pueda sofocar sin más la libertad y el ejercicio de la razón práctica a los que pueden invocar las personas. Ser un agente implica cultivar la capacidad de discernir y elegir cursos de acción y fines vitales que consideramos justificadamente valiosos, aún en contra del parecer de la mayoría o de sus representantes. Deliberación y elección son actividades que, de una manera u otra, llevamos a cabo en interacción con otros. Una “vida examinada”, lejos de socavar el trasfondo espiritual de la vida común, convierte a la propia comunidad en un foro de discusión y crítica sobre aquello que verdaderamente tiene significación para la vida.


domingo, 27 de octubre de 2013

LAS IDENTIDADES COMPLEJAS Y LA "CUESTIÓN SOCRÁTICA"





 Gonzalo Gamio Gehri

Si el integrismo constituye una actitud frente a las propias convicciones que puede asumir cualquier ideología y confesión, resulta fundamental preguntarnos cómo sería posible combatir tal peligro. Debemos permanecer en el terreno de la formación del juicio y la constitución del carácter para conjurar estos males, además de intentar erosionar una de las premisas básicas de esta posición, aquella que sostiene que la identidad individual de un ser humano pleno se funda en la suscripción de una tradición monolítica que plantea un conjunto de propósitos vitales que no podemos desafiar ni desatender sin condenar nuestras vidas a la alienación o a la insustancialidad. A esta perspectiva Amartya Sen la llama “la ilusión del destino”.  A juicio de este autor, la asignación de una “identidad singular” potencia la división de las personas entre “nosotros” y “ellos” (y entre “amigos” y “enemigos”) por razones de filiación comunitaria o confesional. Concepciones políticas  como aquella esbozada por el célebre politólogo Samuel  Huntington en El choque de civilizaciones propician desde la cultura académica estas versiones simplificadas y conflictivas de las relaciones interculturales.

Sen opone a estas concepciones la imagen – mucho más realista – de la identidad humana como una compleja realidad simbólica poseedora de múltiples aspectos y facetas: origen comunitario, lengua, género, posición política, preferencias literarias y estéticas, creencias religiosas, etc., de modo que se pone de manifiesto la multiplicidad de lealtades con instituciones y proyectos de diverso tipo. La exigencia – planteada por ciertas tradiciones – de que nos consideremos en primer lugar creyentes o nativos de una determinada comunidad constituye una imposición inaceptable que limita nuestras libertades individuales y reduce nuestro mundo significativo. El autor sostiene que la única persona con autoridad para decidir en torno a la jerarquía de nuestras facetas identitarias es el propio individuo, que apela a su capacidad de deliberación  práctica para evaluar y elegir sus prioridades vitales y sus visiones del mundo circundante. Una auténtica democracia liberal tendría que ofrecer a sus ciudadanos espacios para la libertad cultural y el ejercicio de la crítica de sus credos y tradiciones de origen. Los agentes tendrían derecho a ingresar o a abandonar sus comunidades si encuentran buenas razones para ello. El valor de la diversidad, y la disposición al diálogo intercultural y al mestizaje constituyen signos de la buena salud de una sociedad democrática; la educación escolar y universitaria tendría que apuntar a la adquisición de tales excelencias y hábitos. De lo contrario, la pertenencia cultural  y la confesión religiosa podrían convertirse en una forma de cautiverio moral y espiritual[1].


Con frecuencia, quienes identifican el pluralismo como una desviación espiritual suelen catalogarlo como “relativismo”. Aseveran que quienes reconocen la existencia de múltiples concepciones de lo bueno y diversos estilos de vida consideran que todos son “igualmente válidos” o que “todos son correctos”, o que no podemos encontrar criterios para juzgar que unos son mejores que otros. La pregunta sobre si existe una forma de vida más significativa que otras desembocaría en el silencio. Pero no es así como el pluralista plantea las cosas. Admitir que no existe una única manera de conducirse la vida o un único catálogo de valores que seguir no equivale a renunciar a la idea de racionalidad o a abandonar la tarea de examinar y discernir potenciales modos de actuar. Es posible considerar – en el contexto de la práctica del diálogo – que una determinada forma de vida cuenta con mejores argumentos que otras. El pluralismo no tiene porqué suscribir conclusiones relativistas. Isaiah Berlin lo explica muy bien en un pasaje de uno de sus esclarecedores ensayos:

 “ ´Yo prefiero café, tu prefieres champagne. Tenemos diferentes gustos. Aquí no hay más que decir´. Eso es relativismo. Pero el punto de vista de Vico y el de Herder no corresponde a esto: esto es lo que he descrito como pluralismo – esto es, la tesis de que hay  muchos fines diferentes que el hombre puede buscar y aún ser plenamente racional”

Reconocer que la pluralidad de perspectivas y compromisos prácticos habita nuestra mente y nuestro corazón constituye un horizonte ético que nos permite asumir de un modo saludable la diversidad de concepciones y estilos de vida presentes en otras personas y grupos sociales. Esta disposición nos educa en la valoración de las diferencias en el terreno del intelecto  y de la sensibilidad.  Gracias a ella podemos proyectarnos empáticamente – a través del trabajo riguroso de la reflexión y de la imaginación –hacia la situación y la condición de los demás, operación que permite entablar un genuino diálogo intersubjetivo. Nos invita a enseñar a otros lo que sabemos, creemos o apreciamos, pero principalmente nos exhorta a aprender de las experiencias, conocimientos y manifestaciones de valor ajenos. Este complejo y perspicaz ethos hermenéutico nos previene, por supuesto, contra la ilusión perversa de un “pensamiento único” – que es expresión del “espíritu de ortodoxia”[2] -, cualquiera sea su origen o dirección ideológica.

Esta apertura dialógica hacia la diversidad presente en nosotros y en los grupos humanos encuentra un importante complemento ético y pedagógico en lo que desde Platón ha sido descrito como una “vida examinada”. En un conocido pasaje de la Apología, Sócrates sostenía que una vida sin examen no merecía la pena vivirse.[3] Una vida humana con sentido implica someter a prueba sus elecciones y propósitos más apreciados. La remisión a las tradiciones no constituye una razón sólida para elegir un fin determinado o para suscribir un modo específico de vida. La devoción por la tradición por ella misma constituye una posición meramente dogmática: debemos estar dispuestos a explorar las razones por las que valdría la pena seguir la tradición. Si no existen argumentos que sostienen una visión sensata y esclarecedora de la vida buena, deberíamos considerar la posibilidad de abandonar las propias convicciones o reformularlas allí donde se revelen inconsistencias y vacíos. El conservadurismo craso de quien concibe la tradición como reacia a la crítica no nos permite constatar en qué medida las tradiciones se modifican a través del tiempo. Esos cambios se despliegan en parte gracias a espíritus lúcidos que no retroceden ante la idea de llevar una vida examinada y participar en los debates culturales. Sócrates nunca pensó que la filosofía erosionaba el ethos, él creía que estaba contribuyendo al mejoramiento de su entorno político.




[1] Cfr. Sen, Amartya  Identidad y violencia Buenos Aires, Katz 2007.
[2] He tomado prestada esta expresión del ya clásico trabajo de Jean Grenier Sobre el espíritu de la ortodoxia Caracas, monte Ávila 1969.
[3] Cfr. Apol. 38a5.  Revisar para discutir la actitud socrática frente a temas culturales contemporáneos Nussbaum, Martha La nueva intolerancia religiosa Barcelona, Paidós 2013, caps. 4 y 7.

jueves, 17 de octubre de 2013

INTEGRISMO: APROXIMACIONES FILOSÓFICAS AL CONCEPTO






 Gonzalo Gamio Gehri


El integrismo constituye una de las figuras habituales - pues se trata de una disposición - que puede asumir cualquier sistema cultural de creencias, confesión o ideología. Una figura negativa, sin duda. A veces se le llama también "fundamentalismo", recurriendo a una noción menos precisa. Decía Amin Maalouf que “el siglo XX nos habrá enseñado que ninguna doctrina es por sí misma necesariamente liberadora: todas pueden caer en desviaciones, todas pueden pervertirse, todas tienen las manos manchadas de sangre: el comunismo, el liberalismo, el nacionalismo, todas las grandes religiones, y hasta el laicismo. Nadie tiene el monopolio del fanatismo, y, a la inversa, nadie tiene el monopolio de lo humano”[1]. Antes que el sombrío privilegio de una determinada concepción del mundo o ideología, el fanatismo constituye una cuestión actitudinal, tiene que ver con cómo asimilamos a nuestra vida y modo de ser una determinada visión de las cosas.

El concepto de integrismo alude a la  y los esfuerzos de ciertas corrientes ideológicas o religiosas por llevar las bases y las consecuencias del propio credo a todos los aspectos de la vida, incluidos el diseño de leyes e instituciones y el ejercicio de la política. Esta posición exige asimismo el considerar la tradición – matriz de sentido de la totalidad del mundo y de la existencia – como inmóvil y absolutamente reacio a la crítica. Cualquier cuestionamiento por parte del adepto, creyente o miembro de la cultura es considerado una abierta trasgresión al ideario compartido y un síntoma de falta de fe o de convicción en torno a su carácter constitutivo de la identidad individual. La duda es vista como una expresión de debilidad y de traición a la doctrina por la que deberían vivir y morir.

Una característica fundamental del integrismo es lo que Isaiah Berlin describió como “monismo”, a saber, la presuposición de que existe sólo una forma de vivir con excelencia o de habitar la verdad. La multiplicidad de maneras de valorar los asuntos humanos y los distintos estilos de vida son percibidos como manifestaciones de un  supuesto “relativismo”  y de raquitismo moral. Volveremos más adelante sobre este punto.  En una breve nota escrita en 1981, Berlin sostenía que “pocas cosas han hecho tanto daño como la creencia por parte de individuos o de grupos (o de tribus, Estados, naciones o Iglesias), de que únicamente ellos estaban en posesión de la verdad: especialmente en lo relativo a cómo vivir, qué ser y hacer – y que los que difieren de ellos no sólo están equivocados sino que son corruptos o malvados; y necesitan del freno o de la eliminación. Es de una arrogancia terriblemente poderosa creer que sólo uno tiene razón: que tiene un ojo mágico que contempla la verdad: y que los demás no pueden tener razón si discrepan”[2]. Esta obsesión por la verdad está asociada en la práctica con la exclusión del otro, a quien no se le reconoce sabiduría, virtud, trascendencia ni salvación.

La perspectiva integrista aspira a concentrar el poder político para garantizar la “corrección moral y doctrinal” de la población sobre la que ejerce su influencia. Los regímenes de partido único, así como aquellos en los que la estructura del sistema legal y político debe su diseño a una ideología o visión del mundo basada en una cultura o religión puntual, obedecen a este esquema de pensamiento. La religión, la cultura o la ideología son “oficiales” y configuran el sistema político como tal. En las democracias liberales, - en las que la separación entre el Estado y las comunidades tradicionales y las organizaciones es una realidad - el integrismo asume un espíritu de secta. Cuando practica el activismo político, pretende erosionar las bases de la cultura democrática – acusándola de “modernista” y de “relativista” – y sus categorías centrales. El blanco frecuente de sus ataques son los derechos humanos y las instituciones que los vindican en el espacio social y político. Desconfía profundamente  de las “políticas de respeto a las diferencias” en materia de multiculturalismo y cuestiones de género, así como rechaza el modelo de ciudadanía que subyace a ellas.




[1] Maalouf, Amin Identidades asesinas Madrid, Alianza 1999 p. 59.
[2] Berlin, Isaiah “Nota sobre el prejuicio” en: Sobre la libertad Madrid, Alianza 2008 p. 387.

miércoles, 16 de octubre de 2013

SOBRE PRAGMATISMO Y DERECHOS HUMANOS. UNA BREVE NOTA



Gonzalo Gamio Gehri

En los últimos sesenta años, buena parte de las luchas contra el ejercicio indiscriminado de violencia – perpetrado por terceros o por el propio Estado -, así como las movilizaciones sociales y políticas convocadas en nombre de la inclusión y la libertad, han invocado la idea de la defensa de los derechos humanos como un motivo central.  Los derechos humanos se han convertido en una causa moral de gran importancia, y no cabe duda de que existen buenas razones para ello. La idea de proteger a los individuos en su dignidad y libertades – y cuidar las condiciones para que éstas puedan ser protegidas efectivamente – constituye una fuente ética y política de compromiso crucial en las democracias liberales.

Desde entonces, los filósofos se han preguntado por el “estatuto epistemológico – moral” de los derechos humanos, si tenemos esos derechos por el “hecho” de ser animales humanos, si los poseemos del mismo modo que estamos dotados de un cuerpo, o de la razón, o incluso si estos derechos podrían alguna vez extenderse y proteger a los animales no humanos (convirtiéndose en algo así como “los derechos de todos los animales”). Esta clase de formulaciones han tenido lugar tanto en la academia como en sectores del activismo. Dejemos de lado por el momento el tema de los derechos de los animales – que constituye una cuestión filosófica relevante y particularmente polémica desde la última década y más -, y concentrémonos en los derechos humanos en cuanto tales. Concuerdo con Rorty y con Appiah respecto de las dificultades filosóficas para definir una “naturaleza humana” en un sentido denso, y coincido con ellos (en la estela conceptual del pragmatismo) que resulta más interesante pensar filosóficamente los derechos humanos como herramientas sociales, construidas históricamente, pero también como focos razonables de un saludable consenso racional intercultural centrado en la defensa de la dignidad y las libertades de los individuos.

Una investigación de tipo metafísico – esencialista no nos llevará muy lejos, particularmente si reconocemos que la causa de los derechos humanos es fundamentalmente práctica. En este punto el consejo de los pragmatistas es lúcido. Lo que buscamos es construir son prácticas sociales e instituciones conducentes a garantizar estos derechos fundamentales consignados en la Declaración Universal de la posguerra. Los derechos humanos forman parte de una cultura (Rorty),  sedimentada en nuestras constituciones, en los principios de la ley local y del derecho internacional, y no sólo en el discurso académico. Los pragmatistas (y los hermeneutas) consideran que resulta más útil generar formas de pedagogía basadas en el cuidado de la empatía y el discernimiento de las emociones que en la tarea de fundamentar ontológicamente (o antropológicamente) tales derechos. Diseñar herramientas sutiles para lidiar con nuestro mundo en el marco del respeto de los derechos humanos. Por supuesto, la filosofía aporta decididamente a la cultura de los derechos humanos examinando conceptualmente estas herramientas sociales, discutiendo sus posibilidades en el horizonte de la ética y de la política. Rorty y Appiah contribuyen con reflexiones en esta dirección. Su sano agnosticismo metafísico nos devuelve al saludable terreno de la práctica (y en la arena filosófica y política de nuestros espacios de razón pública). Definitivamente, se trata de prevenir y conjurar formas de violencia directa, estructural y simbólica (Galtung) desde el terreno de las instituciones concretas y las prácticas sociales.

jueves, 10 de octubre de 2013

UNA CONVERSACIÓN ACERCA DE LA INTOLERANCIA RELIGIOSA





Gonzalo Gamio Gehri

El 30 de septiembre último participé en una conversación sobre la inteolerancia religiosa, convocada por el programa radial Tiempo Global, que dirige Ramiro Escobar para IDEHPUCP. Intervino asimismo el Rabino Guillermo Bronstein, especialista en temas de espiritualidad judía y diálogo interreligioso. El diálogo estuvo motivado por un contexto histórico puntual: las últimas manifestaciones de violencia suscitadas en el mundo que hacían una clara referencia a las cuestiones de doctrina y confesión.

La conversación puedenencontrarla en este enlace. Las intervenciones del Rabino Bronstein y de Ramiro Escobar son especialmente lúcidas e inspiradoras. Este tipo de intercambios en los que se pone énfasis en los puntos de encuentro entre las religiones y a la clara distinción entre el mensaje de las religiones y sus distorsiones fundamentalistas debería ser menos infrecuente de lo que es. Requerimos sin duda ese tipo de espacios para reflexionar en torno a las posibilidades de lo humano en tiempos difíciles.

jueves, 3 de octubre de 2013

NATURALISMOS Y ÉTICA





 Gonzalo Gamio Gehri


Por lo general, los filósofos de la ética suelen construir sus propias reflexiones sobre la construcción del razonamiento práctico, el ejercicio de la virtud o la determinación de los principios de la justicia bajo el supuesto de que la agencia moral – la capacidad de discernimiento entre cursos de acción y la elección de un modo de vida – está ya configurada[1]. Se asume la existencia de un sujeto práctico competente para decidir y actuar. Esta actitud no toma en cuenta dos elementos centrales de la reflexión ética: 1) el proceso formativo de adquisición de las excelencias del juicio y del carácter que convierten a la persona en un agente deliberativo; 2) el proceso evolutivo que ha permitido el desarrollo de las facultades y disposiciones que conforman lo que llamamos el comportamiento moral como una dimensión básica de la vida de la especie humanas en el mundo.

El ensayo de Pablo Quintanilla ofrece una esclarecedora exploración del segundo punto. Discute en qué medida los mecanismos fundamentales de la mente que constituyen la agencia moral se van configurando en el proceso evolutivo de la especie humana y en qué medida, según diversos estudios, están presentes en diversos grados de desarrollo en otros animales, particularmente en ciertos tipos de primates. Esta clase de investigaciones ponen de relieve la frecuente desatención de los filósofos respecto de la animalidad del ser humano: cuando evocamos la definición del ser humano como animal racional, ponemos énfasis enseguida en la capacidad de razón y soslayamos el tema de la animalidad. Tenemos que preguntarnos en qué sentido la animalidad constitutiva de lo humano pone condiciones a la capacidad deliberativa y perceptiva en una perspectiva específicamente ética.

En parte, esta omisión del elemento animal en nuestras concepciones habituales de la ética está asociada a la vocación kantiana por desvincular sistemáticamente los principios morales de las condiciones fácticas de la vida. Una “ética incondicionada” es lo que se postula al menos desde la publicación de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Se prescinde de la estructura biológica y psicológica de los agentes, e incluso se omite toda referencia a aquello que escapa a la capacidad de control y prevención de las personas (la fortuna, aquello que los griegos denominaban tyché), elemento que contribuye a bosquejar parcialmente los escenarios con los que los agentes tienen que lidiar. Los pensadores y literatos antiguos no hubiesen suscrito esta lectura unilateral de la praxis. Aquello que nos condiciona en realidad nos pone en condiciones para pensar y para actuar.

Pablo Quintanilla examina la tesis de que el comportamiento moral humano es un producto evolutivo que supone el desarrollo de facultades y capacidades previas que encontramos en otros animales. El comportamiento moral constituye un modo complejo y sofisticado de lidiar con el mundo. La complejidad de nuestro cerebro y de nuestras relaciones sociales ha generado un tipo de conducta altruista, gobernada por reglas elegidas conscientemente por el agente, que se fundan en la representación del otro como un fin en sí mismo. La evolución de las funciones corporales y en particular de las funciones cognitivas ha hecho posible que el animal humano se constituya como un agente moral autónomo.

La capacidad de atribuir estados mentales a otras personas que puedan convertirse en potenciales destinatarios de nuestra obligación o compromiso – capacidad asociada a la simulación y a la metarrepresentación – es condición esencial para el comportamiento moral, que supone la ampliación de nuestros círculos solidarios más allá de nuestro entorno más inmediato, aún cuando el cuidado del otro no nos reporte beneficio alguno. La diferencia entre esta clase de conducta y el altruismo biológico que se observa en otros animales (incluso el autor sugiere que experimentos en chimpancés permitirían pensar que en ellos tendría lugar una forma incipiente de altruismo moral) reside en la consciencia humana del carácter desinteresado de tales acciones.

La simpatía, la empatía y las capacidades metarrepresentacionales permiten a los agentes reconocer las necesidades, expectativas, interpretaciones y sentimientos en los otros sujetos. La cooperación entre los individuos de una misma especie requiere de estos mecanismos que están asociados al esfuerzo por la supervivencia. El autor sostiene que el hecho de que los mecanismos empáticos aparezcan  en una temprana edad en el niño sugiere que se trata de un elemento innato del comportamiento humano. La metarrepresentación humana se evidencia especialmente compleja en tanto necesita de un lenguaje para desarrollarse plenamente. Sin estos mecanismos no sería posible el altruismo moral, y en general las acciones y emociones específicamente morales.  Si no podemos representarnos los estados mentales del otro, reconstruir las situaciones que atraviesa y sentir con él, difícilmente podríamos actuar en su favor.

Todo esto es presentado con persuasivos argumentos y exhibiendo la evidencia disponible. Que la moral sea fruto del desarrollo evolutivo de la especie humana me parece que es un argumento que debe ser admitido. Esta tesis explica parcialmente la moral como fenómeno humano, pero no resuelve el problema de la cimentación de la moral. La cuestión de cómo se estructura el juicio práctico, o si la justicia debe privilegiar el mérito, la igualdad o las necesidades cuando se trata de distribuir bienes sociales constituyen problemas que las evidencias en torno a la génesis de la moral no esclarecen (ni pretenden esclarecer). Lo mismo podemos decir acerca de las cuestiones morales que tienen importantes implicancias políticas, Una vez que la sociedad se convierte en un sistema justo de cooperación - en el sentido de John Rawls – podemos preguntarnos si, por ejemplo,  la protección de los derechos básicos puede convertirse en un principio superior a la maximización del bienestar de la mayoría.

La ética naturalizada que plantea el ensayo de Pablo Quintanilla explica la configuración evolutiva del comportamiento moral. La tesis es que la competencia moral de los agentes es un producto del proceso evolutivo. Esa es a mi juicio, una de las lecciones cruciales de Darwin en materia de filosofía práctica. No se propone dar el paso hacia la justificación misma de la moral. Este punto distingue claramente el naturalismo de Quintanilla del naturalismo reduccionista – de carácter sociobiologista – desarrollado por E. O. Wilson. Este autor intentó interpretar las normas morales humanas como reacciones inmediatas arraigadas en el instinto, fundadas en el impulso natural a la supervivencia. Nuestras respuestas morales se comparaban con las reacciones viscerales. Esta perspectiva intenta explicar el contenido mismo de la deliberación práctica desde los presupuestos sociobiológicos.

Esta posición fue cuestionada severamente por Charles Taylor en las primeras páginas de Fuentes del yo (1989). Argumenta Taylor que la versión reduccionista del naturalismo asume el punto de vista de un observador privilegiado, desvinculado de todo contexto puntual, que describe cómo opera la moral en sí, y no para nosotros, para expresarlo en términos hegelianos. Desestima así la perspectiva de la experiencia ética del agente ordinario, que orienta su vida a partir de la articulación de concepciones de la vida buena que invoca y discute imágenes del ser humano y su lugar en el mundo. Este segundo tipo de naturalismo busca traducir el vocabulario moral cotidiano – rico en diversas formas de expresión – al lenguaje de descripción “neutro” de la ciencia natural. Incurre en un grave error cuando pretende resumir el comportamiento moral como tal a conjunto de móviles fijos, desconociendo la diversidad de formas de argumentación y manifestaciones de sentido que pone de manifiesto el agente encarnado cuando delibera y elige un curso de acción o un modo de vida. En esta línea de pensamiento más bien hermenéutica, pesa de una manera fundamental la consideración reflexiva de motivos culturales y prácticas sociales que constituyen el trasfondo del discernimiento y las decisiones del agente.





[1] Este texto corresponde a un comentario a la Conferencia de Pablo Quintanilla La ética desde un punto de vista naturalista, pronunciada por el Dr. Pablo Quintanilla el 3 de Octubre de 2013.