Gonzalo Gamio Gehri
Hemos argumentado que en una sociedad compleja coexisten – a veces en tensión – diferentes perspectivas sobre la vida buena. Hemos insistido en que cualquier pretensión de imposición de una exclusiva lectura del sentido de la vida sobre otras por parte de la organización política entrañará violencia; la experiencia de las guerras de religión (y de la Inquisición) todavía está fresca en el recuerdo de la mentalidad liberal. Los conservadores alegan de manera precaria y extravagante que “no imponer (una forma de vida) es imponer(la)”. Incluso deslizan la idea de que la promoción oficial de una doctrina se justificaría si es suscrita por la mayoría. Olvidan (¿o no?) que una democracia opera políticamente – ojo con el término - a partir de decisiones tomadas por mayoría, pero que también ella consagra ética y legalmente el principio del respeto de los derechos y libertades de las minorías. El Estado democrático-liberal se compromete con una concepción política de la justicia observante del pluralismo, no suscribe ninguna doctrina comprensiva. Permite que los ciudadanos examinen y elijan por sí mismos su propia percepción del bien y de la trascendencia.
Quienes presuponen irreflexivamente que el Estado podría suscribir expresamente una visión de la vida buena confunden gravemente el rol que cumplía la antigua pólis y el que hoy podría cumplir el Estado moderno (1). Olvida el crítico que la pólis desconocía (no podría ser de otra manera) la separación entre Estado y sociedad y que descansaba – a diferencia de la sociedad moderna – sobre un ethos común inmediato. Quienes conocen realmente a Hegel (así como un poco de historia académica) no pierden de vista estas ineludibles determinaciones espirituales. El surgimiento del Estado moderno supone el factum de la diversidad. Constituye una ilusión peligrosa (y potencialmente perversa) convertir al Estado en el “sujeto” de un extraño retorno al modelo de la comunidad orgánica. El espacio de la discusión sobre la buena vida – en el marco de un ‘pluralismo razonable’ – corresponde al de las ‘instituciones intermedias’, a lo que en un registro cívico-humanista contemporáneo se denomina “sociedad civil”.
¿Quién garantiza este pluralismo? En tanto el cuidado de la diversidad y la laicidad requieren de un marco legal y político preciso, en parte esta tarea corresponde al Estado democrático, garante de las libertades y derechos de las personas. Al mismo tiempo, esta responsabilidad recae asimismo en los hombros de los propios ciudadanos, quienes asumen la experiencia histórica del pluralismo, así como la percepción de los riesgos que entrañaría perder su vigencia o sacrificarla. Uno podría preguntarse qué motivaría al Estado y a los ciudadanos preservar el pluralismo y /o luchar por él. Me preocupa el precipitado y frecuente uso nada estricto del concepto de “ideología” con el fin de descalificar retóricamente éste propósito político (y tantos otros). Si se usa el término “ideología” en el sentido de Marx (como “conciencia falsa”, reflejo de algún interés socioeconómico), entonces se trata de un recurso que debe justificar el denunciante, puesto que se trata de un arma arrojadiza que en principio se podría usar contra cualquier posición, con el simple objetivo de levantar sospechas contra ella: el objetor tendría que precisar cuál es la tradición unitaria y homogénea presuntamente imperante que los pluralistas pretenden destruir como parte de un supuesto proyecto conspirativo particular. La diversidad de puntos de vista ético-religiosos (así como la realidad manifiesta de las identidades plurales, para citar a Sen) constituye un hecho que no puede borrarse de un plumazo. Constituye un hecho que no puede disolverse desde el escueto deseo de retorno, por ejemplo, de la combinación premoderna de trono y altar, o la nostalgia por el monismo cultural o por el Estado confesional de antaño. El Estado democrático, tiene el deber de garantizar la existencia de escenarios de libertad en los que los ciudadanos puedan cultivar el diálogo y la suscripciónn crítica de aquello que confiere sentido a la vida. Los ciudadanos son los guardianes de que la instancia política esté a la altura de este fin.
Preservar ese pluralismo ético constituye un desafío medular para las políticas democráticas en el registro del sentido de lo público.
(1) Debo esta interesante puntualización al destacado colega y buen amigo Rafael Campos García Calderón, de la UNMSM.