Gonzalo
Gamio Gehri
Siempre
me ha parecido que los conservadores locales han basado buena parte de sus
consignas en falsos dilemas. En particular, en un falso dilema moral. O asumes una perspectiva moral definitiva e
incorregible – generalmente religiosa – o
incurres en el relativismo. Richard
J. Bernstein ha señalado que es común entre los espíritus animados por una
vocación integrista suponer como válido el esquema “o esto o esto otro”, una
oposición sin matices. El autor añade que, a pesar de que muchos de estos
ideólogos rechazan en bloque la cultura moderna, comparten la “ansiedad
cartesiana” por erradicar la duda de sus vidas.
Me
llama la atención la obsesión que algunos de estos activistas tienen con el "relativismo". Casi nunca lo definen, pero presuntamente es la causa de todos los males de nuestro
tiempo. Se traduce en incredulidad e “indiferentismo” (¿?), dicen. Lo curioso
es que después de la acerada crítica platónica del pensamiento de Protágoras en
el Teeteto, nadie afirma que “cada
ser humano sea la medida de todas las cosas”.
De hecho, resulta obvio que el propio Protágoras no pensaba así, y que
suscribía más bien una lectura antropomórfica (o “humanocéntrica”) del saber,
por así decirlo. El sentido de las cosas es inmanente a nuestra radicalmente
humana capacidad de interpretar o de concebir esas cosas. Todo saber es antropomórfico. La figura de un “relativismo
individual” parece ser una estratagema de Platón para ridiculizar al célebre
sofista.
En un ensayo de 2007 he
discutido en detalle en qué medida el relativismo constituye una etiqueta
vacía. Aquí sólo hago un comentario general acerca de esas ideas. Nadie realmente asume
las dos afirmaciones básicas del relativismo: a.- No existe forma alguna de
parámetro moral que trascienda las percepciones, las preferencias y las elecciones del individuo. Los valores
que le otorgan significado a la vida son fruto exclusivo del arbitrio
individual. b.- Nadie ‘tiene derecho’ a juzgar
los valores de los demás o a intervenir en sus planes de vida sin el
consentimiento de los involucrados. En la
práctica, cuando alguien suscribe un modo de vida no está dispuesto a aceptar
que “toda manera de vivir es igualmente válida”. Por lo general, está presto a
debatir con quien descalifica su estilo de vida o lo cuestiona. Si está
dispuesto a argumentar en favor de su elección, considera que existe un
parámetro que trasciende las meras preferencias y percepciones. Argumentar
implica ingresar a un espacio que trasciende el mero yo y su parecer. No hay
aquí “relativismo”, en sentido estricto.
La acusación de “relativismo” funciona como una estrategia retórica
para descalificar al rival en un debate ético y político. Si no compartes mis
creencias (morales, religiosas o antropológicas) eres un relativista, así se
presenta dicha estrategia en la polémica. Si un grupo de gente no piensa como
yo o como nosotros – suelen decir – es porque vivimos una “crisis”, se ha
desencadenado el “nihilismo”, etc. No se toman el trabajo de sustentar su
visión de las cosas usando argumentos. Se remiten a una “edad de oro” en la que
todos pensábamos igual, supuestamente antes de la modernidad. El cuidado del pluralismo y la disposición a
argumentar en el espacio público les parecen prácticas que le restan brillo a
la única verdad. Eso también les suena a “relativismo”.
Por supuesto, la realidad es más compleja que lo que aquellos supuestos
pretenden describir sin reconocer matices. Pensar la ética y la política con seriedad
implica renunciar a esas groseras etiquetas. El respeto de la diversidad
constituye un valor crucial en la cultura democrática. Debemos combatir el
temor a los diversos tonos de gris.