martes, 24 de febrero de 2015

NARRACIONES PARA RECORDAR








Gonzalo Gamio Gehri

El teólogo Carlos Flores Lizana – autor del importante libro Diario de vida y muerte (2008) – ha publicado Veinticinco relatos para no olvidar, editado por IDEHPUCP.  Es la compilación de historias breves y muy bien logradas en torno al tiempo en que el autor vivió en Ayacucho desempeñando una labor pastoral con la Compañía de Jesús, entre 1987 y 1991.

Las veinticinco historias reconstruyen el tiempo de miedo y dolor que vivió la población ayacuchana, golpeada por la acción terrorista del PCP – Sendero Luminoso y por la represión estatal. El libro destaca asimismo el heroísmo y la solidaridad de no pocas personas, en circunstancias en que muchos preferían mirar hacia otro lado ante los crímenes que se cometían. Se trata del testimonio de una Iglesia – concebida como comunidad de creyentes, en los términos del último Concilio – que supo oponerse a la violencia y denunciar el abuso, incluso cuando algunas autoridades políticas, militares y eclesiásticas no siempre prestaron la debida atención. Es un teólogo el que escribe, y pone los acentos en el aspecto biográfico y espiritual de los personajes del texto. El libro constituye un elogio de aquellos ciudadanos que desde la pobreza y la incomprensión optaron lúcida y firmemente por el camino de la paz.

Una lectura importante para quienes deseen acercarse con ojos críticos a una de las etapas más complejas de la vida de nuestra sociedad. El libro recurre explícitamente al mandato ético que plantea no olvidar como clave para reconstruir nuestros lazos sociales.  El texto añade al final de cada historia una guía de lectura del Informe de la CVR y algunas preguntas para examinar. Resulta una herramienta intelectual útil para debatir el tema en la escuela, así como en múltiples escenarios académicos y ciudadanos preocupaos por el derecho a la verdad.



viernes, 13 de febrero de 2015

“SÓLO EL MÉDICO HERIDO PUEDE ESPERAR CURAR”: REFLEXIONES SOBRE "UN MÉTODO PELIGROSO" (2011)





Gonzalo Gamio Gehri

No soy un experto en la obra psicoanalítica de Freud y de Jung – aunque me interesa mucho la obra del segundo -, pero Un método peligroso (2011) me parece una extraordinaria película por su capacidad de establecer vínculos entre diferentes planos de la vida – el cuidado de la ciencia, los conflictos cotidianos, lo “mítico” – y su particular atención en el debate entre Jung y Freíd en torno a la valoración de las religiones, la cultura mítica y literaria como fuente espiritual para el trabajo sobre el interior del ser humano.

Jung es un joven psiquiatra que trabaja en un hospital suizo. Entre los pacientes que debe tratar, está Sabina Spielrein, una joven judía rusa que padece un caso severo de histeria. Jung se decide a usar con ella el método de Freud, y recurrir a la logoterapia en su versión psicoanalítica. Pronto descubre que los traumas de Sabina se deben a la presencia de elementos sexuales en el maltrato recibido por un padre violento y arbitrario. El tratamiento es exitoso, y la paciente se cura. En este proceso terapéutico, ambos se enamoran y desarrollan una relación muy intensa en lo sentimental y en el plano de la búsqueda de sentido. Pronto, Sabina decide convertirse en psicoanalista y curar a otros que, como ella, habían perdido la esperanza de vivir sosegadamente sus vidas.

La discusión del caso de Sabina lleva a Jung a entrevistarse frecuentemente con Freud, quien reconoce en el joven suizo el talento para convertirse en un intelectual que lleve su teoría hacia nuevos horizontes. Sin embargo, a pesar de los reparos de Freud, Jung acerca cada vez más su trabajo científico y terapéutico a derroteros no ortodoxos, como la inspiración en experiencias “espirituales” de clara afinidad religiosa o mitológica. En el film, las alusiones a la leyenda de Sigfrido aparecen más de una vez. Está aquí en germen la reflexión sobre las sincronicidades. Jung está convencido que el contacto con Sabina y el amor que siente por ella son, en gran medida, condicionantes kairóticos de su descubrimiento del psicoanálisis y sus propias reformulaciones. Considera, de hecho, que su propia identidad como hombre de ciencia y como ser humano se debe en parte a ese afortunado e inesperado encuentro. Esa es un componente de la experiencia que un científico más convencional, como el propio Freíd, no puede reconocer como esencial.

Años más tarde, cuando Jung y Sabina conversan por última vez, el teórico parece confirmar esa hipótesis con unas palabras que trascienden los parámetros del método y aluden a su identidad como una totalidad de dimensiones, que conectan el pensamiento y los contextos vitales. Sus palabras evocan la importancia del vínculo profundo que ha existido entre los dos.

“-Mi amor por ti ha sido lo más importante en mi vida. Para bien o para mal, me ha hecho comprender quién soy”.

Esta confrontación con Sabine muestra diferentes facetas de Jung. Minutos atrás, ha contado un sueño catastrófico, que parece anunciar la gran guerra que desangrará Europa. Luego describe el proceso de curación en el que ya se anuncian sus famosos arquetipos afines a los mitos y los cuentos de hadas.. Cuando ella le señala que en ese camino uno puede correr el riesgo de resultar dañado, el asevera: “sólo el médico herido puede esperar curar”.

Ese diálogo tan conmovedor presenta varios niveles: revela en parte el componente existencial que Jung le atribuye no sólo al curso de su vida, sino al curso de su propio trabajo. Mostró que el sentido de la investigación sobre el alma requiere surcar territorios inexplorados de la vida anímica. 









domingo, 8 de febrero de 2015

REMEMORAR Y ACTUAR: MEMORIA CRÍTICA Y POLÍTICA





Gonzalo Gamio Gehri

Una forma concreta de defender los derechos humanos y de educar la mente y el carácter de acuerdo con sus exigencias está constituida por la edificación de una ética de la memoria. Esta clase de reflexión moral y política formula su ejercicio en la necesidad de esclarecer los procesos históricos de violencia o suspensión del orden constitucional con el fin de conocer con rigor lo ocurrido, asignar responsabilidades, castigar a los perpetradores de delitos, reparar a las víctimas y establecer garantías de no repetición a partir de reformas institucionales y políticas educativas. Hacer memoria implica escuchar y contrastar el testimonio de quienes vieron conculcados sus derechos y libertades para que la  tome consciencia de la gravedad de la experiencia vivida y pueda tomar decisiones al respecto. Conocer estas vivencias e incorporarlas en la propia historia constituye una condición esencial para restituir a las víctimas sus prerrogativas como ciudadanos.

La recuperación de la memoria es una tarea pública, que convoca a todos los ciudadanos y no solamente a una élite. Quienes se han visto afectados por la violencia o por el bloqueo de libertades tienen algo que decir sobre el proceso de reconstrucción de los conflictos vividos. Los testimonios deben ser examinados y contrastados en la discusión en espacios compartidos del Estado y de la sociedad civil[1]. En este proceso cuenta tanto la narración de las experiencias como su validación o refutación en virtud de la argumentación y el trabajo con evidencias. A menudo – aunque no en todos los casos -, las tareas de la memoria son afrontadas en su fase inicial por las investigaciones de una Comisión de la verdad, que ofrece un informe interdisciplinario sobre los procesos de violencia para ser debatido por las autoridades competentes y los propios ciudadanos.

El ejercicio crítico de la memoria busca prevenir y combatir la injusticia, así como procura formar un estricto sentido de la injusticia que permita a los ciudadanos identificar la lesión de los derechos, así como participar en la denuncia y fiscalización de las conductas injustas. Esta forma de percepción ética alienta la convicción de que toda persona es un miembro de nuestra comunidad política, un ser dotado de derechos que requiere de mi acción solidaria si se encuentra en una situación de particular vulnerabilidad e indefensión[2]. Ella se instala en el centro de una concepción de lo político basada en el reconocimiento de la igualdad y la libertad de los agentes, de modo que constituye una disposición fundamental para la defensa de una forma de vida específicamente democrática.

En ese sentido, el esclarecimiento de la memoria contribuye a hacer visibles a quienes se les desconoció ilegítimamente la condición de personas y de agentes políticos. Saber qué sucedió con ellos constituye un primer paso para que esta clase de daño no se repita; se trata asimismo de una primera figura de justicia reparadora[3]. Por eso es éticamente correcto hablar de un “derecho a la memoria”,  e incluso de un “deber de memoria”, en la medida en que el reconocimiento del sufrimiento de las víctimas forma parte del proceso de superación de la época de violencia hacia el logro de una genuina cultura de paz. El ejercicio de la memoria no es sólo un derecho que invoca el individuo – conocer y dar a conocer lo ocurrido con él y con sus seres queridos -, sino también un deber que la comunidad política debe cumplir para convertirse en un sistema de instituciones libre e inclusiva.

El crítico Tzvetan Todorov ha señalado con acierto que por lo general quienes investigan en temas de derechos humanos distinguen con claridad cuatro papeles en el marco del relato de los episodios de violencia: en cuanto a la comisión de actos violentos,  la víctima y el verdugo; en cuanto a las medidas de reparación,  el benefactor y los beneficiarios. Con alguna frecuencia la asignación de tales roles es susceptible de controversia, pero la clase de valoración que se despliega sobre estos papeles no genera grandes dudas; simpatía por las víctimas y los beneficiarios, condena de los verdugos[4].  El obvio peligro de esta actitud es la simplificación y la oposición burda buenos / malvados. En una representación distorsionada de una sociedad que analiza su propio pasado conflictivo, la percepción de quiénes somos “nosotros” está asociada a la afinidad con la situación de las víctimas y las hazañas de los héroes. Del mismo modo, los criminales son evidentemente “ellos”, individuos desprovistos de calidad humana, asesinos que se comportan como depredadores sin consciencia. Y nos congratulamos de no ser ellos.

Esta mirada estigmatizadora echa a perder la dimensión pedagógica de la ética de la memoria. Calificar la conducta de los perpetradores como “inhumana” impide comprender lúcidamente las direcciones posibles del comportamiento humano y afrontarlas correctamente en la práctica desde las herramientas que ofrecen la política democrática y el derecho. Somos capaces de las acciones más nobles, pero también de los crímenes más siniestros, ello depende en gran medida de la calidad de nuestra crianza, de si hemos estado expuestos sin alternativa a la influencia de ideologías fundamentalistas y a circunstancias de desamparo y necesidad extrema. “Habría que dejar de considerar que el adjetivo “humano” es un cumplido”, sostiene Todorov, “aunque eso no quiere decir que debemos convertirlo en un insulto. Los animales matan para comer o para defenderse, y los hombres para protegerse de peligros que a menudo sólo existen en su imaginación o para poner en práctica proyectos surgidos de su cabeza”[5]. La promesa de la construcción de un paraíso en la tierra – cuando es formulada desde un espíritu integrista que no admite el cultivo de la discrepancia o del cuestionamiento – se torna en un discurso que avala la eliminación de personas y el ejercicio de la crueldad. La historia moderna deja constancia de cómo esta clase de utopía ha asumido raíces ideológicas distintas (desde la prédica del acceso de la nación a su “destino espiritual” hasta la lucha por edificar una “sociedad sin clases”) pero la misma lógica destructiva en el terreno de los hechos.

Primo Levi y Hannah Arendt han retratado muy bien la conducta de los operadores del mal en los campos de concentración. No se trata de “demonios” sedientos de sangre, sino de personas que actúan “normalmente” en diferentes espacios de la vida ordinaria, pero que se comportan como engranajes “eficaces” de un sistema que aniquila la vida y deshumaniza a sus víctimas[6]. Son funcionarios de auténticas fábricas de muerte y reducción a la esclavitud que han renunciado voluntariamente a pensar por sí mismos. Merecen nuestra condena y el castigo público que establezcan los tribunales, pero no debemos considerar que sus crímenes están fuera de lo potencialmente humano. Reconocer la aparente “normalidad” del cultivo del mal no implica adelgazar o relativizar nuestras distinciones éticas fundamentales – como aquella que establece la frontera entre el bien y el mal – sino que por el contrario, nos permite identificar con mayor perspicacia las formas sutiles y cotidianas en las que el mal puede presentarse en la vida de nuestra comunidad política y de nuestra especie. Esta capacidad de juicio y de percepción resulta fundamental para la tarea moral y política de enfrentar el mal, no con la esperanza de erradicarlo definitivamente – tal esperanza resulta vana en el mundo de los asuntos humanos – sino con el objetivo de denunciarlo, sancionarlo y prevenirlo a partir de los instrumentos con los que cuentan la ley y la acción cívica.


“Levi siempre ha rechazado la vía fácil de estigmatizar a los “malvados” como subgrupo de la humanidad totalmente diferente de nosotros. No. Los vigilantes, incluso los peores de ellos, no son monstruos, sino seres humanos tristemente corrientes, gente cualquiera transformada por las circunstancias. Por eso es ilusoria toda solución mediante el método quirúrgico de dejarlos fuera de forma radical. La causa de su decadencia no es su naturaleza, sino que “los habían educado mal”. Hay que entender aquí la palabra “educación”, en sentido amplio, que incluye no sólo la escuela, sino también la familia, los medios de comunicación, los partidos y las instituciones, y por lo tanto todo el sistema totalitario. Para los que viven fuera de él, pero desean eliminar todo lo que lo recuerda, la vía indicada consiste en poner en práctica una mejor “educación””[7].


El trabajo de rememoración de la violencia vivida ha de contribuir a la formación del juicio y de las actitudes de los ciudadanos, para evitar la instauración (o el retorno) de modos de pensar y de actuar para los que el ejercicio de la crueldad y la represión de las libertades sean prácticas cotidianas, “normales”. Por eso el testimonio de las víctimas resulta crucial. Constituye la piedra angular de una forma de paidéia. Efectivamente, la ética de la memoria busca educar a los ciudadanos en la idea de que todas las personas poseen dignidad y derechos que no deben ser conculcados. Lo que las víctimas narran es el relato de aquello que acontece cuando a un ser humano se le desconocen tales derechos. Se trata de hacer justicia y reparar el daño causado, pero también de orientar el presente a través de las lecciones que extraemos del pasado. Exploramos nuestro pasado reciente, y desarrollamos investigaciones comparativas con situaciones similares ocurridas en otros lugares y épocas históricas con el fin de aprender a reformar nuestras mentalidades y prácticas sociales para controlar y prevenir la irrupción de violencia ilegítima en los espacios de la vida pública y privada.

No se trata sólo de recordar el pasado, sino que ese recuerdo esté dirigido a desarrollar nuestras reflexiones y decisiones a la luz del proyecto de construcción de hábitos e instituciones basados en la observancia de los derechos humanos y los principios básicos de la democracia. La recuperación de la memoria esclarece la tragedia vivida para que ésta no pueda repetirse. Identificar las condiciones históricas de la violencia, clarificarlas en virtud de una narración rigurosa, pero también diseñar y poner en ejercicio políticas que transforme vuestras instituciones y mentalidades y promueva una nueva forma de vivir en comunidad. Porque hemos atravesado duros episodios de la historia en los que hemos denigrado a nuestros semejantes es que sabemos que la mejor forma de vivir juntos implica honrar la dignidad y la libertad de quienes viven a nuestro alrededor y comparten con nosotros diversos espacios sociales.





[1] He discutido con detenimiento la idea de una ética de la memoria en mi libro Tiempo de memoria.  Gamio, Gonzalo Tiempo de memoria: reflexiones sobre derechos humanos y justicia transicional Lima, IBC, CEP, IDEHPUCP 2009.
[2] Cfr. Shklar, Judith N. The faces of injustice New Haven and London, Yale University Press 1988.
[3] Véase Vernant, Jean Pierre “Historia de la memoria y memoria histórica” en: Academia Universal de las Culturas ¿Por Qué recordar? Buenos Aires, Gránica 2002 p. 22.
[4][4] Todorov, Zvetan “La memoria como remedio contra el mal” en: La experiencia totalitaria Barcelona, Galaxia Gutenberg 2010 pp. 277 y ss.
[5] Ibid., p. 282.
[6] Arendt, Hannah Eichmann en Jerusalén Barcelona, Lumen 2003; Levi, Primo Los hundidos y los salvados Barcelona, El Aleph 1988; Levi, Primo Deber de memoria Buenos Aires, Libros del zorzal 2006.
[7] Todorov, Zvetan “El testamento de Primo Levi” en: La experiencia totalitaria  op.cit., p.272.

domingo, 1 de febrero de 2015

SOBRE "EL PAÍS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS" (PAUL AUSTER): VOLVER SOBRE LOS PROPIOS PASOS








Gonzalo Gamio Gehri

Hemos discutido en más de una ocasión la aguda descripción que se ha hecho de la nostalgia desde la literatura. Dante, Goethe, Novalis, Wordsworth y Sábato han sido nuestros héroes. Todos ellos se han referido al esfuerzo infructuoso de detener el instante. La pérdida de quienes queremos, la distancia temporal de aquellas vivencias que percibimos fundantes genera una herida que no cicatriza sin más. Poetas, místicos y novelistas han seguido con atención esta clave en la conexión entre la vida y su temporalidad.

La experiencia de la retirada del instante y su plenitud, de eso se trata. Quien a mi juicio ha descrito esta vivencia crucial de manera aún más radical en décadas recientes es Paul Auster. Su novela corta El país de las últimas cosas es una descripción esclarecedora no sólo de la nostalgia, sino de la desestructuración de lo real, si cabe decirlo. Describe cómo las cosas como tales desaparecen, de modo que ni siquiera cabe volver sobre los propios pasos. Esa situación genera una feroz lucha por la supervivencia de quienes no pueden suponer un mundo dado ni estructurado bajo sus pies como base para su propio actuar. La nostalgia se convierte en una tarea heróica, pero cuestionable. Las cosas se van desvaneciendo poco a poco – el recuerdo se convierte en una herramienta sólo discutiblemente útil – la solidez de la acción y de los vínculos humanos se va desvaneciendo de a pocos.

Esta desestructuración es lenta pero inexorable y pone a prueba la capacidad de reflexión y percepción de las personas. Y las cosas que quedan desaparecerán, eso lo saben quienes moran ese sombrío escenario. La gente comienza a perseguir la muerte como una forma de escape de esa extraña realidad distópica. Auster describe un mundo en el que se multiplican los suicidas y los asesinos.Se trata de un mundo del que ha guido cualquier atisbo de sentido.

“Lo que realmente me asombra no es que todo se esté derrumbando, sino la gran cantidad de cosas que siguen en pie. Se necesita un tiempo muy largo para que un mundo desaparezca”. Lo que se mantiene como real anuncia su ulterior aniquilación, de modo que nada a la larga permanece. No hay lugar por tanto para la fe o la esperanza. La eliminación del pasado desestructura el presente y imposibilita el porvenir. La protagonista, Anna, deambula perdida en el país de las últimas cosas intentando hallar a su hermano, contemplando el proceso de destrucción que afronta todo a su alrededor. Escribe su relato anhelando de que éste pueda dejar algún registro de realidad en medio del advenimiento de esta negatividad universal. La escritura, en Auster como en sus insignes predecesores, se convierte en un intento por desafiar la muerte y el inexorable avance de la anulación de todo. La escritura persigue preservar la presencia de lo que tiende a disolverse en el aire. La palabra se enfrenta así a la reducción de todo al silencio y a la nada.