Gonzalo Gamio Gehri
Muchas veces se me ha preguntado con cierta vehemencia acerca de cómo puedo conciliar mis convicciones y pensamientos personales sobre la ética y la religión (incluyendo mis creencias cristianas), con mi cercanía por una lectura humanista y liberal de la acción política y la racionalidad pública. Siempre me ha desconcertado la vehemencia de estas preguntas: Me llama la atención que se considere que se trata de compromisos o interpretaciones que necesariamente e enfrentan, y que no existe articulación posible entre ellos. Aprovecho la elaboración de una breve respuesta a Raúl Haro para poner nuevamente en blanco y negro algunas ideas al respecto.
Empiezo planteando las cosas en primera persona, pensando en las preguntas de mis interlocutores. Por supuesto que, como cristiano, creo en el poder de la Oración, en el amor al prójimo y en la justicia. No necesito urdir una "metafísica" con ello; me basta mi fe, la narrativa del Evangelio y ciertas narrativas vinculadas a la tradición (que asumo de manera reflexiva). Jesús no hizo metafísica, una disciplina ajena al imaginario hebreo (que haya una ontología y una ética implícitas es otro tema). Por lo demás, mis “intelectuales favoritos de inspiración católica” son radicales partidarios de la libre reflexión: Chesterton, Gustavo Gutiérrez, John Ancton, Simone Weil. Su lectura me resulta edificante (en el sentido de Rorty, no en el de Hegel) y particularmente esclarecedora. No me inspiran tanto los autores más “arquitectónicos” (“constantinistas”, dirían algunos críticos).
Soy cristiano, creo en la narrativa espiritual del Evangelio. Mi concepción del buen vivir se nutre de allí, de la ética clásica (tragedia, Platón, Aristóteles), y de fuentes románticas (Goethe y Hegel). Sin embargo, no creo que esa sea la única senda para vivir una buena vida. No creo que deba ser impuesta (eso de "no imponer es imponer" es un despropósito que los espíritus sutiles deberían reconocer como tal, dada su deficiente argumentación). Creo en diversas formas de ‘trascendencia’ – aquello que le confiere significación a la vida más allá de mis deseos, mis intereses, mis impresiones -, pero no creo que mis creencias tengan que incorporarse como parte del cánon de creencias que mi comunidad política debería suscribir. Evidentemente, estaría dispuesto a exponer las razones que convierten mis convicciones en dignas de adhesión (y confío en que se trata de razones que otros podrían entender y eventualmente compartir), pero no espero que mi imagen de la treascendencia deba ser “impuesta”. Esta convicción no supone – como es natural – la caída en un etéreo “relativismo” moral o epistemológico que supuestamente considera que toda visión de la vida es igualmente válida. Respeto, asimismo, el derecho de otros a asumir conscientemente el escepticismo como una forma de pensar las “cuestiones últimas” (no debe descartarse que el escepticismo pueda convertirse, curiosamente, para algunos en la fuente de un poderoso compromiso moral. Ya desarrollaré esta idea en el futuro). Considero saludable – y hasta necesario – someter a discusión racional las concepciones particulares de la vida buena en los foros académicos y en los espacios de la sociedad civil (incluyendo iglesias y asociaciones voluntarias), pero creo firmemente que este debate no debe formar parte de la agenda del Estado (el cual debe estar comprometido con el pluralismo, no con una conceptualmente ficticia “neutralidad”). El liberalismo aporta una 'ética mínima' (un "consenso sobre el mal", en mis términos), que es necesaria para garantizar la coexistencia pero no suficiente para llevar una buena vida. Esa búsqueda es decisiva para las personas. De hecho, considero personalmente que esta búsqueda constituye el asunto más importante de la existencia humana; por eso mismo, el Estado no debe emprender esa búsqueda por nosotros. No debe ahorrarnos la pasión, la incertidumbre, “el camino de la desesperación” – para citar una vez más a Hegel – que supone aspirar a asignarle sentido a la vida. He escrito un texto largo sobre esta materia – El liberalismo y la sabiduría del mal – que está disponible en este blog . El problema de la vida buena depende del discernimiento de los propios agentes, de sus debates, de sus elecciones y deliberaciones.
Muchas veces se me ha preguntado con cierta vehemencia acerca de cómo puedo conciliar mis convicciones y pensamientos personales sobre la ética y la religión (incluyendo mis creencias cristianas), con mi cercanía por una lectura humanista y liberal de la acción política y la racionalidad pública. Siempre me ha desconcertado la vehemencia de estas preguntas: Me llama la atención que se considere que se trata de compromisos o interpretaciones que necesariamente e enfrentan, y que no existe articulación posible entre ellos. Aprovecho la elaboración de una breve respuesta a Raúl Haro para poner nuevamente en blanco y negro algunas ideas al respecto.
Empiezo planteando las cosas en primera persona, pensando en las preguntas de mis interlocutores. Por supuesto que, como cristiano, creo en el poder de la Oración, en el amor al prójimo y en la justicia. No necesito urdir una "metafísica" con ello; me basta mi fe, la narrativa del Evangelio y ciertas narrativas vinculadas a la tradición (que asumo de manera reflexiva). Jesús no hizo metafísica, una disciplina ajena al imaginario hebreo (que haya una ontología y una ética implícitas es otro tema). Por lo demás, mis “intelectuales favoritos de inspiración católica” son radicales partidarios de la libre reflexión: Chesterton, Gustavo Gutiérrez, John Ancton, Simone Weil. Su lectura me resulta edificante (en el sentido de Rorty, no en el de Hegel) y particularmente esclarecedora. No me inspiran tanto los autores más “arquitectónicos” (“constantinistas”, dirían algunos críticos).
Soy cristiano, creo en la narrativa espiritual del Evangelio. Mi concepción del buen vivir se nutre de allí, de la ética clásica (tragedia, Platón, Aristóteles), y de fuentes románticas (Goethe y Hegel). Sin embargo, no creo que esa sea la única senda para vivir una buena vida. No creo que deba ser impuesta (eso de "no imponer es imponer" es un despropósito que los espíritus sutiles deberían reconocer como tal, dada su deficiente argumentación). Creo en diversas formas de ‘trascendencia’ – aquello que le confiere significación a la vida más allá de mis deseos, mis intereses, mis impresiones -, pero no creo que mis creencias tengan que incorporarse como parte del cánon de creencias que mi comunidad política debería suscribir. Evidentemente, estaría dispuesto a exponer las razones que convierten mis convicciones en dignas de adhesión (y confío en que se trata de razones que otros podrían entender y eventualmente compartir), pero no espero que mi imagen de la treascendencia deba ser “impuesta”. Esta convicción no supone – como es natural – la caída en un etéreo “relativismo” moral o epistemológico que supuestamente considera que toda visión de la vida es igualmente válida. Respeto, asimismo, el derecho de otros a asumir conscientemente el escepticismo como una forma de pensar las “cuestiones últimas” (no debe descartarse que el escepticismo pueda convertirse, curiosamente, para algunos en la fuente de un poderoso compromiso moral. Ya desarrollaré esta idea en el futuro). Considero saludable – y hasta necesario – someter a discusión racional las concepciones particulares de la vida buena en los foros académicos y en los espacios de la sociedad civil (incluyendo iglesias y asociaciones voluntarias), pero creo firmemente que este debate no debe formar parte de la agenda del Estado (el cual debe estar comprometido con el pluralismo, no con una conceptualmente ficticia “neutralidad”). El liberalismo aporta una 'ética mínima' (un "consenso sobre el mal", en mis términos), que es necesaria para garantizar la coexistencia pero no suficiente para llevar una buena vida. Esa búsqueda es decisiva para las personas. De hecho, considero personalmente que esta búsqueda constituye el asunto más importante de la existencia humana; por eso mismo, el Estado no debe emprender esa búsqueda por nosotros. No debe ahorrarnos la pasión, la incertidumbre, “el camino de la desesperación” – para citar una vez más a Hegel – que supone aspirar a asignarle sentido a la vida. He escrito un texto largo sobre esta materia – El liberalismo y la sabiduría del mal – que está disponible en este blog . El problema de la vida buena depende del discernimiento de los propios agentes, de sus debates, de sus elecciones y deliberaciones.
El Estado democrático no interviene en el asunto de la vida plena, no plantea una "visión oficial" en esta materia. Si lo hiciese, nos estaría tratando como “súbditos”, no como ciudadanos. Algunas personas creen que esto sabe a poco. Algunos conservadores tienen la creencia delirante de que si una sociedad no cuenta con una “religión oficial” – promovida expresamente por el Estado – se está condenando a sus miembros a la incredulidad religiosa e incluso – esto sí que es tragicómico – a una suerte de descalabro moral. Muchos personajes tradicionalistas - que disfrazan burdamente su ideología como filosofía, a pesar de que sólo se dedican a la agitación y la propaganda - dan por hecho la validez de esta endeble e infundada presuposición; por mucho que la repitan o que se asocien para entonarla solemnemente a coro no se convertirá en una 'verdad incuestionada'. Entre los críticos más moderados (como el propio Haro), se estima que la sociedad democrática liberal incita a sus miembros a renunciar a reconocer la matriz teleológica de la vida moral. No lo creo. A lo que se renuncia es a que el Estado nos ofrezca un télos, a que nos imponga una verdad metafísica o teológica que considere vinculante para nuestros modos posibles de pensar la vida. El mensaje no es que la vida buena sea una cuestión vacía para una sociedad pluralista. Lo que ella promueve es el respeto por la capacidad de agencia de las personas, pues se trata de sujetos que (parafraseando a Sen) están en condición de elegir conscientemente el modo de vida que tienen razones para valorar (lo cual implica la disposición a problematizar e interpelar con otros sus elecciones y argumentos). Una 'ética mínima' – presente en la esfera pública – es todo lo que se necesita para considerar seriamente las exigencias de justicia, cooperación mutua y responsabilidad (y no sólo de tolerancia, como resulta evidente), que constituyen el núcleo de la política liberal. Ese ‘minimalismo’ dista mucho de ser moralmente pobre; no sólo está expresado en el cuerpo de leyes e instituciones que buscan conjurar el mal; implica la disposición efectiva del ciudadano a defender políticamente el sistema de derechos y libertades), a movilizarse en nombre de los derechos y las libertades fundamentales. Supone además ese sentido de corresponsabilidad política que constituye una genuina sociedad democrática. Evidentemente, para los agentes no es suficiente: ellos requieren espacios de libertad, diálogo y asociación para examinar los posibles fines últimos, buscar la verdad y discernir el problema del Bien (o mejor, de los bienes, entre ellos la solidaridad en su sentido más fuerte). Pero ese es un asunto que trasciende – y que a veces desafía – los poderes “tutelares” del Estado. En buena hora.