sábado, 28 de enero de 2012

TESEO EN EL LABERINTO





LA LUCHA CONTRA EL MINOTAURO



Gonzalo Gamio Gehri


Quisiera contar ahora brevemente la historia de las hazañas que realizó Teseo en su viaje a Creta. Como se sabe, El rey cretense Minos había impuesto a los atenienses un amargo tributo, el entregar – cada nueve años – a siete jóvenes y a siete doncellas al feroz minotauro Asterión, hijo del rey y solitario habitante del intrincado laberinto, una bestia sedienta de sangre, temida por todos los griegos. Se cuenta que la compasión que provocó en el espíritu del príncipe Teseo el amargo llanto de las madres de los jóvenes seleccionados lo movió a ofrecerse como una de las víctimas. Abrigaba en su corazón la esperanza de poder acabar finalmente como el monstruo.

El barco se dirigió a Creta, esperando que se sellara sobre su tripulación un destino fatal. Sólo Teseo había bosquejado un plan para acabar con el minotauro y con la ignominiosa sumisión de Atenas a Creta. Había dispuesto infiltrar a dos guerreros disfrazados en el grupo de doncellas para enfrentar al minotauro si era necesario. El padre del héroe – el rey Egeo – le había pedido que, si triunfaba, cambiara las velas de la embarcación de negras a blancas, en señal de victoria. El problema crucial que debía resolver Teseo era cómo podría salir del sinuoso laberinto, célebre por la perfección de su diseño y porque ninguno de sus prisioneros – con la única excepción de su creador Dédalo y su hijo Ícaro – pudo escapar de él.

Una vez en Creta, la solución llegó de la mano de la inquieta Fortuna. Sucedió que la princesa Ariadna se enamoró de Teseo - ya el héroe había quedado impactado con la belleza y la inteligencia de la joven -, y le prometió ayudarlo a salir del laberinto si la llevaba con él a Atenas. La muchacha le obsequió una madeja de hilo mágico, que antes había pertenecido al mismísimo Dédalo, y le dio instrucciones acerca de cómo usarlo para dar con la guarida del minotauro y luego regresar a la entrada del laberinto. Lo último que vio Teseo antes de internarse en los retorcidos pasajes del indescifrable laberinto fueron los brillantes ojos de Ariadna. Entonces, madeja en mano, se dedicó a buscar a Asterión.

El vaporoso olor a sangre y el sonido de terribles gruñidos le indicaron que el temido monstruo estaba cerca. Teseo hubo de enfrentar a su propio miedo para luchar – desarmado – contra el poderoso minotauro. Tuvo que esquivar golpes que hubieran derribado sin esfuerzo alguno a un caballo de guerra. Sin embargo, el guerrero no retrocedió, y devolvió golpe por golpe. Por fin, la bestia cayó bajo la fuerza de su brazo. Siguiendo la ruta establecida por el hilo mágico de Ariadna, el héroe pudo salir del laberinto.

Muerto el minotauro, Minos liberó a los atenienses del yugo padecido, y Teseo pudo regresar a su tierra cubierto de gloria. Gracias a su valor, había recuperado la libertad para Atenas.

jueves, 19 de enero de 2012

FINITUD, FILOSOFÍA POLÍTICA Y EXPERIENCIA




Gonzalo Gamio Gehri

Dos convicciones han animado desde el principio mi vocación filosófica: 1) que el lugar originario de la filosofía es el espacio público – el ágora, la calle – y que allí debe volver. 2) que el “objeto” de la filosofía es la experiencia. Entiendo “experiencia” en un sentido hegeliano, como la consideración reflexiva de nuestras relaciones vitales con el entorno, con los otros, con las cosas (esta es una idea importante presente tanto en la Enciclopedia como en la Fenomenología que suele escapársele a quienes apenas balbucean a Hegel y no lo han leído completo). La filosofía brota de las tensiones de la experiencia y retorna a ella.

Procurar esclarecer la experiencia (biográfica, histórica) implica reconocer sus condiciones, los modos en los que ella se hace presente. Una dimensión crucial de nuestra existencia es la finitud. Las capacidades distntivamente humanas – entre ellas, el lógos, el cultivo de vínculos, la expresión articulada de emociones – están marcadas por una fragilidad ineludible. Infructuosamente las teorías, las ideologías y las religiones intentan desafiar esta vulnerabilidad y esta tendencia a la caducidad. Los griegos percibieron lúcidamente esta condición, que encontramos repetidamente en su admirable politeísmo, su literatura y su filosofía práctica. Nadie ha vislumbrado con mayor precisión el carácter finito de la vida y de las actividades humanas.

En nuestro tiempo, la ilusión del control y del poder subyacente a nuestros pretendidos “saberes técnicos” - afines a una concepción meramente instrumental de la racionalidad implícita en la política moderna, en el reduccionismo económico y en un “sentido común” marcado por el imperio de la producción, el consumo y de una visión peculiar del “éxito” - ha pretendido resentir la autocomprensión de la agencia humana en los espacios sociales desde el horizonte de la finitud. Esta perspectiva está particularmente influida por el paradigma de la gestión empresarial, tan presente hoy en diferentes contextos de la vida social y - por desgracia - en la educación. Uno podría decir que las instituciones educativas que sólo concentran su interés en la instrucciòn profesional en y para el mercado renuncian automáticamente a uno de los retos cruciales de la educación: formar y examinar una interpretación rigurosa y reveladora de la condición humana y su sentido. En contraste, el énfasis en las humanidades, planteado desde un modelo educativo humanista conversacional – planteado en años recientes por Martha C. Nussbaum, Richard Rorty y otros – destaca el cuidado de lo humano y una particular atención a la vulnerabilidad constitutiva de nuestra condición que converge con la preocupación clásica por una ética de lo particular y finito. La literatura, el mito y la historia retratan innumerables ejemplos en los que el ideal abstracto de la “programación” (de la propia vida, de las instituciones, etc.), más allá de su importancia innegable – pues también es una manifestación de inequívoca racionalidad (una entre otras) -, presenta límites, pues siempre se requiere escuchar lo que el curso mismo de la vida tiene que decir. Incluso la tyché juega sus propias cartas. Cualquier forma concreta de discernimiento ético y político tendría que contar con ello.

Existe la política porque la vida es finita y frágil. Para hacer frente a los efectos nocivos de la concentración del poder, hemos diseñado herramientas políticas de distribución y contención del poder: las instituciones y las leyes, los espacios de deliberación cívica, los mecanismos de representación, la planificación de políticas públicas, en fin, la propia democracia. La construcción de espacios de poder compartido constituye una forma racional y sensata de manejar nuestra finitud, y de lidiar con ella. Por eso resulta importante que el pensamiento surja de la calle y que vuelva a ella, para configurar espacios propicios para el ejercicio de la libertad política. No existe mayor peligro para la política que la proyección hacia ella de una mentalidad exclusivamente instrumental y autoritaria, que los griegos identificaban como una forma pavorosa de desmesura (hybris). El tirano – hoy se aludiría seguramente a las diferentes encarnaciones del autoritarismo político- torna imperceptible su propia fragilidad, y utiliza la fragilidad de los demás en provecho propio (la violencia, las formas modernas de clientelismo, etc.). Actuar políticamente implica intentar conjurar la desmesura y proteger el carácter plural de lo político.

miércoles, 4 de enero de 2012

LA CAPA BLANCA





Gonzalo Gamio Gehri

Intentaré contar este cuento tal y como lo escuché cuando estuve en Berna, hace años. No podría decir mucho sobre su origen, aunque podría remontarse al medioevo. Me pareció a la vez una historia rara e interesante, cargada de motivos medievales, pero también de motivos contemporáneos; hay en ella no pocos elementos románticos, sin duda. Es la historia de un caballero nacido en esa localidad pero que había servido toda su vida bajo las órdenes del duque de Austria. Cuenta la leyenda que un buen día llegó a Austria una princesa griega – llamada Alba – cuya belleza era célebre en todo el continente, y que había sido prometida al hijo menor del emperador germánico. Fue recibida con alegría por el ducado entero. Se organizaron en su honor fiestas y torneos, que convocaron a caballeros de toda la región. El caballero del que hablamos había combatido por muchos años al lado del duque, y gozaba de su confianza. Por ello, participó activamente en esas festividades.

Este caballero gustaba de las justas, aunque las consideraba un pálido reflejo (casi una representación teatral) de las batallas reales, que sí solían estar animadas por un propósito real y podían verse coronadas por una gloria imperecedera y auténtica. No obstante, se distinguió en los lances del día. Ni la pompa de las celebraciones ni el goce de la victoria impactaron tanto el alma del caballero como el fugaz momento en el que – acercándose al palco de honor para ofrecer los saludos que corresponden a los usos de la caballería – los brillantes ojos de la princesa se posaron en los suyos. Más tarde, en la soledad de su tienda y sin otra compañía que la de su laúd, comprobó que – extrañamente – las canciones de amor comenzaban a inflamar su corazón con mayor intensidad que los cánticos de guerra.

La fortuna intervino curiosamente en los acontecimientos una vez que el duque ofreció los servicios de un grupo de sus más valientes guerreros para escoltar a la princesa Alba en el largo camino hacia la capital del Imperio. El caballero de nuestro cuento fue designado como el capitán de dicha escolta tanto por sus méritos en el campo de batalla como por su conocimiento del lugar, dado que había que pasar por las zonas alpinas de Suiza. El caballero tendría que acompañar a la princesa durante el viaje. Tuvo entonces la oportunidad de verla de cerca (el caballero nunca anes había visto un cabello tan negro – más oscuro, a su juicio, que la noche misma – que contrastaba con la capa blanca con la que Alba siempre cubría sus hombros) y pudo, asimismo, conversar con la princesa por espacio de largas horas, mientras atravesaban – ella en su carruaje, él al lado, montado a caballo, hablándole desde la ventana – los bosques y colinas helvéticas. Él, para distraerla, le contaba acerca de las tradiciones locales, los usos de la gente del lugar. Le relataba los cuentos que servían para atemorizar a los niños, o para consolar a los lugareños en momentos difíciles. Ella respondía a sus historias contándole leyendas de su patria, narrándole las peripecias de los antiguos dioses, o hablándole de la gloria de Bizancio y de la vida en la corte. Con el paso de los días, la camaradería y la confianza entre ellos fue creciendo, y el guerrero y la princesa soltaron las primeras risas; en algún momento, él se animó a tomar el laúd y a entonar una canción. Al caballero le sorprendió constatar que, a pesar de hallarse en medio del otoño, las hojas de los árboles le parecían más verdes que nunca.

La comitiva continuó su camino sin grandes sobresaltos, aunque la leyenda cuenta que alguna vez el caballero y sus hombres tuvieron que desenvainar sus espadas para resistir a una partida de salteadores y para alejar a una jauría de lobos. La verdadera batalla se libraba sin duda alguna en el interior del alma del caballero y la princesa, que nunca volverían a ser los mismos. La princesa temía que el trabajo de la diplomacia griega y germánica hubiera sellado su destino para siempre. En los tiempos de la edad media no existía mayor espacio para la libertad personal en esta clase de cuestiones, y lo que hoy denominamos “amor romántico” estaba vinculado a los usos del “amor cortés”, una de cuyas variantes estaba gestándose precisamente en esta historia. El caballero, por su parte, intentaba infructuosamente comprender lo que sucedía dentro de sí. Ninguna batalla le había generado una herida mayor que la perspectiva del final del trayecto.

Hasta que la comitiva llegó a la frontera misma con el Imperio. Los caballeros debían dejar a la princesa Alba bajo la protección de las autoridades germánicas y emprender el camino de retorno hacia Austria. La princesa griega debía llegar a la corte para iniciar el proceso diplomático y religioso que desembocaría en la celebración de sus bodas. Sin embargo, su tristeza ante la despedida era más que visible. El caballero guardaba silencio, sin perder el gesto de reconocimiento oficial que se le debe a la realeza. Él no pudo evitar, sin embargo, que Alba besara levemente sus labios, pronunciando estas palabras:

- Aunque no me creáis, regresaré a vos para la primavera.

Y el caballero pudo verla alejarse lentamente, hasta que su capa blanca se convirtió en un pequeño punto claro, perdido en el horizonte. Cuenta la leyenda que el caballero volvió al lugar cada primavera, esperando a la princesa. En unas versiones de la historia, la princesa vuelve, y ella y el caballero se reunen para siempre. En otras, cada uno de ellos continúa con el curso de su existencia, sin perder la memoria nítida e imborrable de la presencia del otro en su vida. Lo que dicen los habitantes del lugar es que sobre lo que no hay discusión es que la primavera siguiente trajo consigo que en las verdes montañas helvéticas crecieran unas raras y hermosas flores blancas, que a todos recordaban la bella capa blanca de la princesa griega y la historia del caballero.

Desde entonces, la Edelweiss es la flor emblemática de Suiza.


domingo, 1 de enero de 2012

OISÍN Y TIR NA NOG




Gonzalo Gamio Gehri

Me propongo ahora contar ahora una antigua tradición celta. Oisín era un bravo guerrero irlandés, miembro de los fianna, un grupo de héroes que luchaban al servicio de los reyes de Irlanda y que solían proteger a campesinos y aldeanos de los ataques de bandidos y de bestias fabulosas. Todavía hoy se cuentan historias sobre ellos en diversas regiones de Irlanda y las tierras altas de Escocia. Oisín era hijo de Finn Mac Cumhaill, el jefe de los fianna. Esta es la historia de cómo Oisín llega a Tir na nÓg, el reino de las hadas, un lugar en el que sus habitantes permanecen inmortales y en el que no perciben el paso del tiempo, al menos tal y como lo perciben los mortales humanos.

Cuenta la leyenda que cierta vez los fianna estaban de cacería, siguiendo la pista de un misterioso ciervo que se ocultaba tras las piedras de una zona costera en Clare. Luego de dos noches, Oisín divisó al animal, que estaba encaramado sobre una roca. El héroe lo siguió, y al sumergirse en las aguas dio con Tir na nÓg. Los poetas y gaiteros insisten en que el umbral hacia Tir na nÓg está por todas partes, y que uno puede toparse con una vía de acceso a ese reino cuando menos se lo espera. Dicen que quien permanece allí puede pasar mil años sintiendo que sólo han transcurrido unas cuantas semanas. Que nada falta, que en sus colinas y bajo su cielo la vejez no existe y que - de acuerdo con lo dicho por la versión escrita de este relato recogido en el condado de Galway - "todo lo bueno está allí".

Pero pasado un tiempo – en realidad cientos de años, pero únicamente unos meses para la perspectiva de Oisín – nuestro héroe sintió nostalgia de sus compañeros de armas, de los azares y la gloria del combate. En Tir na nÓg le advirtieron que mucho tiempo había pasado, que sus hermanos habían muerto y que el mundo ya no era el mismo que él había conocido. Pero estas palabras no persuadieron al tozudo corazón del valeroso fianna. Los habitantes de Tir na nÓg le entregaron un caballo veloz, pero le dijeron que por ningún motivo debía bajar del animal y pisar tierra exterior, que moriría al instante. Finalmente, Oisín emprendió su viaje a Irlanda.

Pero Oisín no encontró a los fianna, ni divisó las cabañas de su aldea – sólo vio ruinas -, ni escuchó las antiguas canciones de su clan. Encontró edificios extraños, y se dio cuenta – con gran perplejidad – que los seres humanos se habían vuelto más pequeños y enjutos. Habían pasado casi mil años, y el tiempo de los héroes había pasado. El guerrero reconoció con dificultad, en medio de los escombros de lo que una vez fue su pueblo, un viejo abrevadero de piedra, y quiso lavarse. Olvidó por un instante las palabras de los habitantes de Tir na nÓg. Se apeó, entonces, del caballo. No bien tocó su pie tierra mortal, los cientos de años que le habían sido esquivos en el reino de las hadas abatieron su cuerpo, y Oisín murió.


(Imagen tomada de aquí)