Gonzalo Gamio Gehri
Es "natural" pensar que – en nuestro mundo postmoderno – la cultura y la religión son causas permanentes de conflicto. Basta mirar lo que sucede en diversos lugares del planeta para constatarlo. Sectores fundamentalistas islámicos predican la jihad contra los “francos”, es decir, las naciones occidentales que son aliadas de Estados Unidos e Israel. En el otro extremo, hasta hace muy poco, George Bush aseguraba consultar en oración si debía o no bombardear Irak. Las guerras de la ex Yugoeslavia atestiguan la relevancia de los elementos étnicos, culturales o religiosos en esta clase de lamentables conflictos. Aunque a la base de estas guerras encontremos causas geopolíticas y económicas (la posesión de petróleo, por ejemplo), la variable etnia / cultura / religión entra en el juego de los elementos a considerar a la hora de explicar esta clase de enfrentamientos.
Uno de los riesgos mayores que subyace a esta clase de interpretación, es que nos invita a elaborar una explicación casi ‘cósmica’, distante – “abstracta” en términos hegelianos, esto es, indeterminada – de los conflictos humanos. Los protagonistas de las guerras siempre buscan algo más que exclusivo reconocimiento cultural: poder, soberanía, control sobre la economía, etc. La perspectiva "culturalista / civilizatoria" nos lleva a perder de vista los matices, y hacer simplificaciones que empobrecen seriamente nuestro análisis de las culturas. Es el caso de la visión del finado intelectual neoconservador Samuel Huntington – ex asesor de la Casa Blanca - , quien describía esta clase de conflictos en términos de un choque de civilizaciones. Huntington creía estar en capacidad de dividir el mundo en diferentes grupos, determinados por gruesas identidades culturales, étnicas y religiosas (presuntamente “homogéneas”, o en vías de homogenizarse) que determinan el juego de fuerzas mundial en lo político y lo militar. No pocos críticos han considerado que esta lectura reductiva de las identidades alienta de alguna manera la violencia cultural. “El reduccionismo de la alta teoría”, advierte el economista y filósofo indio Amartya Sen, “puede hacer una gran contribución, a menudo inadvertida, a la violencia de la baja política”[1]. Creo que Sen tiene razón. Quiero comentar – muy brevemente, como lo permite el formato de blog – lo perniciosa de esta interpretación ‘culturalista’ / ‘civilizatoria’ de las identidades en materia ética y política, y ensayar una lectura diferente. Esta perspectiva entraña una antropología falsa y una deficiente filosofía moral. Voy a servirme – deliberadamente – de algunos autores de origen no-occidental (aunque conocedores de la tradición europea y formados en Occidente) que se han ocupado con singular agudeza de estos temas; la filósofa turca Seyla Benhabib, el escritor libanés Amin Maalouf, y por supuesto Amartya Sen, mi interlocutor principal (dejaré los análisis del pensador británico-ghanés Kwame Appiah para un post futuro sobre cosmopolitismo y ética).
Sen considera que la caracterización de la identidad desde su matriz étnica, cultural y religiosa es simplificadora en el nivel del concepto y mutiladora en el nivel de la práctica. Es preciso combatir lo que el autor llama agudamente la ilusión del destino, la hipótesis según la cual de manera inexorable existe un elemento dominante en la construcción del sentido del yo (presente en la religión, la etnia, o la cultura), que nos impone un propósito ineludible – un “destino” -, así como una actitud ante la vida y la muerte sin posibilidades de modificación. Somos en primera instancia, “esencialmente” armenios, peruanos, católicos, musulmanes, etc. Determinados líderes religiosos o políticos trazan programas de acción que exigen nuestra obediencia incondicional, mandatos que pueden implicar el ejercicio de la violencia o la invocación a la guerra. El supuesto teórico de esta perspectiva es que poseemos “una identidad única que no permite elección”[2].
Esta presuposición es manifiestamente falsa. Nuestras identidades se construyen a través de complejos procesos de socialización en el que intervienen diversas fuentes. Desde la Fenomenología del espíritu de Hegel – cuando menos – sabemos que nuestro sentido del yo y los “lenguajes” que le dan expresión toman forma a través del reconocimiento intersubjetivo al interior de mundos vitales y trasfondos significativos susceptibles de interpretación y crítica (dicho sea de paso, es lamentable que algunos "intelectuales" consideren a Hegel un apologeta de la Kulturkampf; este tipo de simplificaciones revelan quiénes se han dedicado sistemáticamente al estudio de la obra hegeliana y quiénes no la conocen realmente - o talvez han llegado a ella por casualidad -, a pesar de citarla o evocarla alegremente en la red o en las aulas; todo es posible, el papel aguanta todo. Reducir el Geist - inclusiva en la forma finita del “espíritu objetivo”- a una especie de ‘infraestructura étnico-cultural’ pone de manifiesto el profundo desconocimiento de los textos del filósofo – claramente un pensador de la autorreflexión tanto como de la historicidad -; ni siquiera se repara en que la categoría “cultura” es desarrollada por Hegel en la Fenomenología como “el mundo extrañado de sí” que supera la inmediatez de la primera eticidad `- y antes, aunque en un sentido algo diferente, como una figura de la autoconciencia -. Pero bueno, sabemos que Hegel suele ser un pensador más citado que leído con rigor). Nuestras identidades no son monolíticas. No están talladas en una sola pieza. Nos remiten a diferentes aspectos que una vida humana particular reconoce como valiosos o como posibles focos de sentido. La idea de una identidad unitaria e indivisa constituye una ficción conceptual, que –proyectada sobre el terreno de la práctica como ‘ideal’ – puede recortar una vida significativa, o someterla al imperio de la violencia bajo la forma de un nuevo Lecho de Procustes.
Las identidades son plurales. Suponen una amplia gama de redes de pertenencia, roles sociales y compromisos que no son ajenos al trabajo de la reflexión y la elección (evidentemente, en contextos sociales muy precisos). Origen geográfico, idioma, costumbres, género, hábitos sexuales, ciudadanía, religión, preferencias literarias, creencias políticas, etc., son dimensiones de nuestra identidad. Cada una de ellas nos remite a formas concretas de comunidad e institucionalidad: Estado, tribus y clanes, vecindarios, familias, escuelas y universidades, comunidades religiosas, partidos políticos, instituciones de la sociedad civil, clubes y otras organizaciones sociales.
“Puedo ser, al mismo tiempo, asiático, ciudadano indio, bengalí, residente estadounidense o británico, economista, filósofo diletante, escritor, especialista en sánscrito, fuerte creyente en el laicismo y la democracia, hombre, feminista, heterosexual, defensor de los derechos de los gays y lesbianas, con un estilo de vida no religioso, de origen hindú, no ser brahmán, y no creer en la vida después de la muerte (y tampoco, en caso de que se haga la pregunta, creer en una “vida anterior”)”[3].
Estos diferentes modos de adhesión y vínculo social constituyen – sin agotarlo – el entramado de mi identidad. Algunos de estos elementos constituyen parte de mi herencia – que puedo asumir, modificar, y, en algunos casos, abandonar -, otros son fruto directo del ejercicio del discernimiento práctico en circunstancias vitales precisas. Por supuesto, no todos estos elementos tienen la misma significación en el seno de mi vida. Sobre la valoración de las facetas de la identidad, Maalouf sostiene acertadamente lo siguiente:
“No todas estas pertenencias tienen, claro está, la misma importancia, o al menos no la tienen simultáneamente. Pero ninguna de ellas carece por completo de valor. Son los elementos constitutivos de la personalidad, casi diríamos que los “genes del alma”, siempre que precisemos que en su mayoría no son innatos.
Aunque cada uno de esos elementos está presente en gran número de individuos, nunca se da la misma combinación en dos personas distintas, y es justamente ahí donde reside la riqueza de cada uno, su valor personal, lo que hace que cada ser humano sea singular y potencialmente insustituible”[4].
Sen se pregunta qué clase de compromisos, adhesiones y formas de pertenencia tienen prioridad para la construcción de la identidad cuando se trata de plantearse seriamente la pregunta ¿Quién soy yo? Quienes suscriben la ilusión del destino consideran que – a priori – las causas culturales, religiosas y raciales tienen primacía sobre todas las demás. No tiene que ser así. Sen sostiene que es necesario reivindicar nuestra capacidad de elegir los modos de vida ‘que tenemos razones para valorar’ (lo que llama agencia; en la terminología de Martha Nussbaum, razón práctica). Tenemos que generar espacios para elegir por nosotros mismos el orden jerárquico de las facetas de nuestra identidad, y evitar que esta jerarquía nos sea impuesta “desde fuera”. Es perfectamente posible que un individuo creyente en una religión considere que sus exploraciones literarias hayan influido con mayor fuerza que su credo en materia de los determinados compromisos morales o sociales que ha asumido en su vida; esta confesión personal no lo convierte en un blasfemo, o un hereje, o un apóstata. Es posible que otra persona encuentre en su trabajo una fuente mayor de realización que su militancia política de antoño. Por supuesto, esta capacidad de elegir la orientación de nuestra vida puede estar sumamente limitada por las circunstancias – evidentemente, construimos nuestra identidad de cara a condiciones histórico-sociales complejas, eso está fuera de toda duda - , pero eso no equivale a sostener que esa libertad es nula. Ciertamente, si un sistema de creencias y valores – o un régimen político y económico - constriñe severamente nuestras posibilidades de elegir nuestra senda vital, podemos calificarlo de opresivo.
El proceso de configuración de la identidad puede describirse en términos de la composición de una narrativa, un relato que articula – de manera reflexiva y dinámica – las acciones, contextos, relaciones y propósitos que le dan sentido y coherencia a la vida concebida como una totalidad (la idea proviene de Aristóteles, pero ha sido desarrollada luego por Hegel, MacIntyre, Ricoeur, Nussbaum y otros). Se trata de un relato que se compone dialógicamente, a través de la reflexión y la interacción. En sentido estricto, este relato está en permanente construcción y reconstrucción, dado que nuevas experiencias, relaciones o pensamientos le dan giros nuevos (incluso imprevistos) a la narración. Las situaciones de crisis imponen nuevas formas de escritura e interpretación a la luz de nuevos fines y nuevos vínculos. Si bien la vida es comprendida como un todo, esta está abierta a nuevos sentidos y nuevas orientaciones. La cultura misma puede ser concebida en términos narrativos, que introducen esta interesante dialéctica entre el yo, los otros, y las circunstancias de la vida (la tyché de los griegos). En esta perspectiva, nuestra libertad consiste en la habilidad para hilvanar de manera fidedigna – pero también lúcida y penetrante – el relato de nuestras elecciones, valoraciones y compromisos. Benhabib es particularmente persuasiva en este punto:
“Nacemos en redes de interlocución o en redes narrativas, desde relatos familiares y de género hasta relatos lingüísticos y los grandes relatos de la identidad colectiva. Somos conscientes de quiénes somos aprendiendo a ser socios conversacionales en estos relatos. Aunque no escogemos estas redes en cuyas tramas nos vemos inicialmente atrapados, ni seleccionamos a aquellos con quienes deseamos conversar, nuestra agencia consiste en la capacidad para tejer, a partir de aquellos relatos, nuestras historias individuales de vida.(…) Así como una vez que se han aprendido las reglas gramaticales de un idioma éstas no agotan nuestra capacidad para construir un número infinito de oraciones bien armadas en ese idioma, la socialización y la aculturación tampoco determinan la vida de una persona, o su capacidad para iniciar nuevas acciones y nuevos enunciados en la conversación[5].”
Siguiendo esta línea de reflexión, la represiva ilusión del destino consistiría en fijar de antemano reglas presuntamente "inapelables" y propósitos rígidos para la construcción de la narrativa cultural, el intento por impedir o limitar por la fuerza el ejercicio de la conversación intracultural e intercultural. En las sociedades cerradas – aquellas que que aspiran a la homogeneidad cultural o moral – la heterodoxia e incluso el exilio voluntario están prohibidos, constituyen una traición a la presunta identidad “esencial” y su “destino”. En esos casos, la cultura puede convertirse ya no solamente en una fuente de identidad y fuente de reconocimiento, sino en una verdadera prisión. Esta concepción neoconservadora de las identidades constituye el caldo de cultivo de las formas de control político y “espiritual” que gozan las autoridades que predican el integrismo.
“Cualquier visión de las culturas como totalidades claramente definibles es una visión desde afuera que genera coherencia con el propósito de comprender y controlar. (…). Desde su interior, una cultura no necesita parecer una totalidad (cerrada); más bien, configura un horizonte que se aleja cada vez que nos aproximamos a él”[6].
La cultura y la religión pueden ser utilizados ideológicamente para lograr fines para nada edificantes. Consideremos brevemente el caso de la religión. Puede constituirse en una fuente de florecimiento y libertad, pero puede convertirse – en las manos incorrectas – en una fuente de dominación que distorsiona su mensaje. La religión puede manifestarse como un elemento cohesionador de la sociedad, pero no siempre para bien: corresponde a los creyentes (y a los agentes en general) discernir el sentido de su práctica y la conducta de sus autoridades de cara al espacio público. Es cierto que en la Irlanda del siglo XIX y en la Polonia del siglo XX la invocación al catolicismo en parte hizo posible la construcción de una agenda de libertad, soberanía y reivindicación de derechos. Sin embargo, no es menos cierto que en la Argentina de Videla, el Chile de Pinochet y la España bajo Franco se proclamaba ideológicamente los valores de la “tradición occidental y cristiana” para defender regímenes dictatoriales que practicaban la supresión de los derechos ciudadanos y el asesinato. Por supuesto, nada de lo que hacían estos malhechores tenía que ver con el Evangelio.
Sen considera que muchos políticos e intelectuales contemporáneos se equivocan al sostener que el modo “adecuado” de combatir el fundamentalismo consiste en des-cubrir el “lado amable” de las religiones y las culturas, apoyar a los líderes religiosos “moderados” para que la opinión pública pueda reconocer que la figura de una religiosidad abierta y dialogante no constituye una ficción. Ello permitiría al ciudadano común apreciar la transformación de la conciencia católica que supuso la Gaudium et Spes o caer finalmente en la cuenta de que “el Islam no es Al Qaeda”, por ejemplo. Es evidente que identificar la religiosidad con el fanatismo religioso constituye un profundo error. Está claro que el Islam no es Al Qaeda. El Islam practicaba la tolerancia religiosa en los reinos moros de España en tiempos en que los cristianos europeos usaban la Inquisición para preservar la “pureza doctrinal” de sus fieles. Sin embargo, la salida más juiciosa no es esa. El proyecto más eficaz – en un largo plazo -, sostiene el pensador indio, es promover la agencia y el ejercicio de la libertad cultural, la libertad de suscribir o cuestionar las tradiciones, salir o entrar en nuestras comunidades. Reconocer que nuestras identidades son plurales, y que la imposición de una identidad singular acrítica constituye una forma de mutilación moral, una forma de violencia simbólica que no deberíamos aceptar. Las políticas públicas en materia cultural tendrían que estar dirigidas a garantizar espacios de discernimiento y elección en torno a la relevancia de las facetas de nuestra identidad (también en materia intercultural: uno de los modos posibles de evaluación de la "significatividad" de una cultura alude a cuán saludablemente plantea sus relaciones con las otras culturas y otras identidades). Nuestro sentido del yo se construye, no se descubre.
Las reflexiones de Sen, Benhabib y Maalouf buscan desmontar la lectura “civilizatoria” orquestada por los asesores neoconservadores que colaboraron con la administración Bush. La hipótesis de la fuente cultural y religiosa como la matriz dominante de los conflictos violentos que el mundo padece en la hora presente constituye una presuposición altamente cuestionable, entre otras cosas, porque simplifica y distorsiona gravemente la complejidad de las propias identidades y torna invisibles las posibilidades del cultivo de la agencia y la libertad cultural como condiciones para una vida humana de calidad. El bosquejo de Huntington está dibujado con brocha gorda, con trazos imprecisos que empañan una visión más penetrante de las relaciones internacionales, interculturales e interreligiosas, así como dificultan una comprensión más clara del fenómeno de la violencia. Entre otras cosas, describe los conflictos culturales como inexorables. Sin duda, un diagnóstico como ese, además de impreciso, no ayuda a conjurar el odio cultural; en determinados contextos – como asevera el autor de Identidad y violencia -, puede llegar incluso a promoverlo o agudizarlo. En lugar de pintar el mapamundi con colores gruesos para identificar los “frentes civilizatorios” en pugna, deberíamos concentrarnos más en la complejidad y el detalle de lo que significa configurar de facto las identidades humanas.
[1] Sen, Amartya Identidad y violencia Buenos Aires, Katz p. 16.
[2] Ibid., p. 15.
[3] Ibid, p. 44.
[4] Maalouf, Amin Identidades asesinas op.cit., p. 19.
[5] Benhabib, Seyla Las reivindicaciones de la cultura Buenos Aires, Katz 2006 pp. 44 -5 (las cursivas son mías).
[6] Benhabib, Seyla Las reivindicaciones de la cultura op.cit., pp. 29 -30 (las cursivas son mías).