Gonzalo Gamio Gehri
Recientes y motivadores artículos de
Salomón Lerner Febres y de
Gustavo Faverón me llevan a darle una vuelta de tuerca más a
la cuestión teórica del liberalismo y ciertas formas de dogmatismo
mercantilista que en nuestro medio busca darse a conocer falsamente como “liberal”. Lo
vemos en los columnistas de opinión de cierta prensa conservadora, en políticos
y en ciertos abogados que consideran que han visto la luz después de proyectar
una versión esquemática de la teoría de la elección racional hacia todos los
asuntos de la vida. Lerner y Faverón denuncian con buenas razones una posición integrista que trastoca o incluso invisibiliza
formas de acción, vínculo social y pensamiento que no pueden reducirse sin más
al cálculo instrumental y al exclusivo interés privado. Perdemos algo
importante cuando intentamos traducir el saber, la cultura o el poder cívico y
otros bienes sociales al lenguaje de las mercancías. El becerro de oro suele
revelarse como una divinidad profundamente monocorde y decepcionante.
Llama la atención cómo este
singular culto ideológico cobra innumerables adeptos en nuestro medio. Muchos
antiguos “revolucionarios” se han convertido hoy en seres humanos “vueltos a
nacer”, militantes que hoy predican el catecismo del mercado con verdadera devoción. Sencillamente,
han reemplazado un ideario dogmático por otro. Su fe no tiene límites. Alguna
vez escuché por declaración de uno de ellos que no tenía caso indagar por los orígenes
(o las causas) de la pobreza, que era un dato antropológico que todos nacíamos
pobres, en tanto todos nacíamos desnudos, sin propiedades ni cuenta bancaria - veo que
no se trata de una reflexión original, viene de Boullard y de su burda caricatura de Nozick -.
Me llamó la atención la convicción con la que pronunciaba cada palabra, y cómo
ignoraba una serie de “datos” que tendría que tomar en cuenta para poner a
prueba su afirmación: definitivamente, nacemos desnudos, sin caudal (propio),
pero hace una diferencia significativa nacer en un hogar acomodado, en una
clínica exclusiva, y contar con oportunidades para tener una buena educación, alimentarse
bien, gozar de buena salud y poder entablar vínculos humanos valiosos. La
exclusión social (y a veces, la mala fortuna) lleva a que muchas personas no
cuenten con las condiciones y con las oportunidades que contribuyen a que pueda
llevarse una vida de calidad o que pueda ejercer libertades importantes. Todos
nacemos desnudos, pero algunos están más desnudos y permanecen más vulnerables
que otros…toda la vida.
En la estrecha perspectiva que
estoy reseñando, quien no cuenta con recursos para acceder a una educación de
calidad, o a un tratamiento médico decente, no es – en ningún caso – víctima de
una injusticia, está obteniendo lo
que “merece” de acuerdo con su disposición a la competencia. Este es un punto
crucial, quienes así piensan – no podemos llamarlos “liberales” puesto que no
lo son (son próximos a una versión paródica de los libertarios – presuponen que el mercado es el locus
último de justicia distributiva. No consideran que el acceso equitativo a
bienes primarios constituye una condición esencial para que podamos hablar
rigurosamente de “competencia”.
Me parece acertado lo que dice Faverón
acerca de la conversión de la cultura en un bien económico y las pretensiones
de colocar los bienes culturales en el mercado como una mercancía más. A menudo
la “eficacia” prima sobre la excelencia.
“A veces, para
"colocar" algo hay que hacerlo peor, no mejor (más simple, más
barato, menos durable, más descartable, más fácil de consumir, incluso más
dañino o menos seguro). Eso quiere decir que, en la lógica del mercado,
"perfeccionar" puede significar "empeorar”.
Alguien
querrá replicar que en el mercado se considera las elecciones de los
individuos, merced a sus preferencias y sus necesidades, y se preguntará cual
es la pauta desde la que se mide el valor o la degradación de determinados
productos culturales. Dejemos para otro momento el inquietante asunto de que las preferencias y las necesidades pueden ser objeto de manipulación. Lo primero que hay que decir es que en general el mero hecho
de preferir algo no implica que aquello que preferimos sea digno de ser
elegido. Quien concluye que lo preferido es por tal hecho valioso incurre en una falacia, consistente en sacar conclusiones normativas de juicios factuales. Que el objeto o la opción “x” sea preferida por
una mayoría de individuos no mejora las cosas a este respecto. En cuestiones como la cultura
(en donde se pone en juego el tipo de vida que aspiramos o no a llevar), esta
clase de consideraciones se hacen particularmente importantes. Las manifestaciones de la cultura forman parte de lo que Salomón Lerner llama "expresiones de sentido", aquellas construcciones humanas que orientan la existencia. La cuestiones de valor nos llevan a otro plano de la reflexión.
El
libertario podrá sospechar que su adversario humanista está asumiendo una posición
autoritaria. Pero no es así. Cuando
hablamos de la calidad de determinados productos culturales – de su “valor” –
estamos ingresando a un espacio de discusión.. No es el “docto” quien arbitrariamente
decide si un libro o una película poseen algún grado de excelencia. Podemos (y
debemos) solicitar a quienes califiquen un producto cultural de “bueno” o “malo”
que den cuenta de sus interpretaciones, que argumenten y expliquen sus pautas
de evaluación. Todo lector o espectador puede desarrollar un argumento y
defender una posición, en estos asuntos la única autoridad es la de la
interpretación más razonable y lúcida en un espacio de libre intercambio de ideas (no hay aquí asomo de "intervencionismo estatal" ni "colectivismo", las erinias que persiguen a los integristas mercantiles). Se trata de un escenario deliberativo, crítico e intersubjetivo. Muchos libertarios asumen dogmáticamente
que el terreno de los juicios de valor es meramente subjetivo (expresiones de gusto); allí revelan las severas limitaciones de su estrecho punto de vista. La suscripción acrítica de un relativismo burdo (subjetivista) pone de manifiesto una lectura descuidada de la capacidad humana de juicio. Cada uno tiene, por supuesto,
la libertad de elegir los libros que lee o las pinturas que lo conmueven, pero es posible dar razón de nuestras elecciones, tomando en cuenta, evidentemente, la especificidad de cada objeto de discusión .Ese ejercicio argumentativo nos
nutre y puede ampliar nuestros horizontes de juicio, así no lleguemos a un acuerdo
final sobre la materia específica, el valor de este libro, este poema o de esta obra
teatral (el disenso argumentativo también nos enriquece). Ese es el punto de
quienes cuestionan que el mercado sea el supremo juez del valor de los bienes
culturales.