Gonzalo Gamio Gehri
La buena marcha de la “cosa
pública” – la célebre res publica de
los romanos – no sólo requiere de “condiciones de gobernabilidad” (estabilidad
política y económica, viabilidad de los programas de acción, etc.) y eficacia
en la gestión: necesita de buenas prácticas y formas de discernimiento cívico
que permitan no sólo el logro de resultados sino también el logro de
excelencias compatibles con la idea de bien común. Transparencia, vigilancia y rendición
de cuentas constituyen elementos fundamentales para explorar la calidad de las
actividades y procesos propios de la función pública.
La ética pública es la disciplina
que estudia los principios y formas de acción que nos permiten examinar la calidad
de la práctica política, tanto en el nivel de la conducción del Estado como en
el de la actividad ciudadana en las instituciones del sistema político y en las
organizaciones de la sociedad civil. Nuestras autoridades elaboran y ejecutan
programas de acción gubernamental y de trabajo parlamentario, participan en los
debates legislativos, etc. Los ciudadanos, por su parte, eligen a sus
representantes a través del sufragio, y pueden intervenir en la discusión
pública sobre la pertinencia o la corrección de determinadas leyes o
instituciones; ellos pueden, asimismo, incorporar en la agenda política asuntos
de interés colectivo, y organizarse para vigilar la conducta pública de las
autoridades políticas. Estas actividades pueden llevarse a cabo bien o mal, justa
o injustamente, de una forma abierta a la crítica o de manera arbitraria. El
análisis y la precisión de estas distinciones de valor resultan fundamentales
para orientar significativamente la práctica política. La ética pública se
ocupa del discernimiento racional de estas formas actuales y potenciales de
acción que tienen impacto o influencia en el curso de la vida común.
Una práctica crucial para la
dirección de lo político es la deliberación.
Se trata de la evaluación crítica de los principios, las motivaciones, los
propósitos que entrañan un modo de actuar, así como la ponderación de
consecuencias con el objetivo de elegir un curso de acción en lugar de otros
posibles. Es un tipo de actividad que concierne a la vida ética en general, y
que es relevante en el espacio privado como en el público. En lo referente a la
política, involucra por igual al funcionario público y al ciudadano. Tomar una
decisión y actuar en tal sentido,
aprobar un tipo de política institucional, crear o derogar una norma, constituyen
elecciones que requieren alguna forma de deliberación. Es de esperar que
nuestras sociedades ofrezcan procesos educativos conducentes a la adquisición
de capacidades de juicio y de carácter propias de agentes políticos perspicaces,
justos y comprometidos con su entorno comunitario. La antigua tragedia
ateniense es considerada una de las más célebres fuentes de formación del
discernimiento ciudadano. Ella promovía la reflexión crítica acerca de
conflictos ético – políticos de difícil solución.
Uno de los fines específicos de
la deliberación política consiste en saber reconocer los bienes y los males que
se ponen en juego en la escena pública. No siempre es fácil lograrlo, pues con
frecuencia la promesa de eficacia y el anhelo de resultados “provechosos”
encubren malas prácticas y alientan la lesión de libertades y derechos
importantes. La condescendencia frente a la corrupción, a pesar de sus efectos
destructivos sobre la sociedad, constituye un ejemplo de lo que señalo. Esta actitud revela el hecho que, para mucha
gente, la corrupción en el espacio público (y también en el ámbito privado) es
concebida como un hecho “inevitable” de la vida social, y es tolerado en la
medida en que se la acompañe con una gestión eficaz en el quehacer propio del
espacio estatal (así como en la empresa y en otros escenarios). Esta opinión
lamentable se ve robustecida por el sentimiento extendido de que los delitos de
corrupción suelen permanecer impunes, y que los funcionarios corruptos suelen
preservar sus cargos o incluso consiguen ser reelegidos como autoridades.
La corrupción prospera en tanto
el ciudadano renuncia al ejercicio de sus funciones como actor político y
fiscalizador del poder. Sólo si está en condiciones de asociarse y movilizarse para deliberar y ejercer formas
de control sobre lo que se decide y se hace en la esfera pública, el riesgo de
corrupción podrá ser menor. El halo de invulnerabilidad que rodea a los
corruptos se nutre de la escasa fe de las personas en su capacidad de acción y
transformación de los viejos patrones de conducta social y política. La falta
de deliberación al interior de la sociedad civil y del sistema político puede
contribuir a que los agentes sean permisivos con la corrupción, o que incluso
accedan a participar (directamente o no) en sus círculos y aprovechar sus
resultados. Sólo si los ciudadanos se comprometen con lo que ocurre en la
sociedad y están dispuestos a actuar en coordinación, los males sociales de
esta clase podrán ser combatidos y prevenidos. Si no son parte de la solución,
son parte del problema.