MI EPÍLOGO A LA DISCUSIÓN SOBRE EL ESTADO Y LA VIDA BUENA
Gonzalo Gamio Gehri
Revisando, en los últimos días, un festivo post de Carlos Pérez que evocaba la interesante relación entre Rock y política, caí en la cuenta que la larga y tenaz discusión en torno al Estado, liberalismo y vida buena necesitaba una reflexión final que sirviera de (provisional) epílogo. Hasta ahora, el debate se había desarrollado en el plano de los conceptos y – en el caso de algunos “críticos” – en el de las caricaturas. No se contó con la descripción de algún caso. Me gustaría escribir algunas líneas en esta dirección.
Hemos sostenido – siguiendo algunas líneas conceptuales desplegadas en la tradición liberal – que un Estado democrático ha de hacer epoché (suspensión de juicio) respecto del tema puntual de qué formas de vida o prácticas sociales encarnan la plenitud de la existencia humana, o qué tipo de doctrina oral o religiosa representa el ‘sentido último’ de la vida (cuestiones de vida buena). Un Estado democrático deja en manos de sus ciudadanos ese problema y discusión, para dedicarse a los asuntos relativos a la protección de las libertades y derechos fundamentales de las personas, así como a garantizar el acceso a los servicios básicos – salud, seguridad, educación – que permitirían a los individuos desarrollar sus capacidades a discreción (cuestiones de justicia). El cumplimiento de estas tareas haría posible que los agentes decidan por sí mismos – conforme a su capacidad de discernimiento y elección – el tema de qué actividades y fines son parte del florecimiento humano. Un Estado democrático considera que la cuestión de la vida constituye un problema ético importante – de hecho, el más importante -, pero, por ello mismo, no interfiere en él. Debe garantizar el respeto por la diversidad que no atenten contra los derechos de las personas. Su deber es garantizar la justicia y la libertad (conjurando los males que intentan disolverlas), y no señalarle a sus ciudadanos cuál es la “doctrina correcta” en torno a la plenitud de la vida, y promoverla en la sociedad.
La idea de un Estado confesional es potencialmente autoritaria y restrictiva de la libertad, dado que impone una concepción única de la vida buena. En su interior, el individuo debe ser educado para interiorizarla, y evitar sistemas de creencia alternativos que lo llevarán al error y a la corrupción. En la óptica del Estado confesional, el respeto por la diversidad de formas de vida constituye un signo de raquitismo moral o “relativismo”, que es inaceptable desde la perspectiva de la ‘verdad’ que ostenta la tradición. En algunos casos, el Estado confesional debe intervenir para corregir los errores doctrinales de los individuos – básicamente súbditos – y devolverlo a la senda del Bien, incluso contra su voluntad. En algunos de estos Estados, incluso la apostasía y el ateísmo constituyen infracciones a la ley.
En la historia reciente de Occidente encontramos casos de este tipo. El régimen dictatorial de Francisco Franco es un ejemplo de esa clase de Estado confesional totalitario. Luego de una cruenta guerra civil, el bando sublevado de Franco se hizo con el poder. Persiguió a sus adversarios políticos, desencadenando múltiples asesinatos y desapariciones forzadas. Gobernó con el apoyo de un Partido único, conformado por la coalición de la Falange Española Tradicionalista y la JONS, depositarias de una ideología totalitaria que se hacía llamar “nacional-católica”, la misma que contaba con el apoyo del sector más conservador de la Iglesia española (con el correr de los años, un sector más progresista - inspirador, para muchos de nosotros -, cercano al concilio Vaticano II plantearía interesantes críticas al franquismo desde posiciones católicas). Bajo los cuarenta años de su gobierno, la religión y la política tendieron a confundirse conforme a los intereses de la dictadura. Muchos testigos cuentan cómo Franco aparecía en las festividades religiosas bajo el palio. Los fascistas españoles llamaban a Franco “Caudillo de España, por la Gracia de Dios”, a pesar del carácter sanguinario del régimen y la corrupción en la administración de los recursos del Estado. Sucedía que respetaba las formas religiosas, se hostilizaba a los ateos y a los masones (no se podía uno confesar ateo o masón en público). El lema del régimen - de origen falangista - era “Que viva Cristo Rey” (aunque la política del Régimen no tuviera mucho que ver con el Evangelio) Algunos le consideraban – erróneamente, por supuesto – un representante de Dios en la tierra.
Pero la proscripción de la diversidad tenía otras aristas. La mujer perdió el régimen de igualdad civil que gozaba bajo la Constitución republicana (y que se observaba en otras sociedades occidentales). Si una mujer quería tener una cuenta en un banco, o tener licencia de conducir, debía presentar una carta firmada por su esposo, que cumplía roles de “tutor”. La familia era una institución vertical. Había que esperar a la transición para que las mujeres pudiesen acceder al goce de sus derechos básicos. En el frente cultural, el régimen de Franco buscó imponer una identidad monolítica. El “destino” de la nación era lograr afianzar la idea de hispanidad (los reyes católicos, así como el pasado imperial fungían como imágenes morales inspiradoras). Se prohibió el uso de las lenguas locales en las escuelas de Cataluña, el país Vasco, etc. Incluso cuentan que uno podía ser amonestado si era sorprendido por alguna autoridad hablando una lengua local en la calle. Sólo se debía hablar en español. La educación universitaria estaba bastante elilitizada, y en gran medida estaba controlada temáticamente. Muchos de los grandes maestros estaban en el exilio.
En fin, quería mostrar a qué extremos se puede llegar cuando el Estado se endurece en la imposición de un único relato de una vida buena, lo que podríamos llamar "integrismo moral". Ese fue el Estado fascista al que se enfrentó Unamuno al final de su vida, cuando fustigó duramente el “Viva la muerte” que predicaba el general franquista Millán Astray. Por fortuna, el régimen de Franco culminó poco después de la muerte del dictador, y España afrontó un proceso de transición ejemplar y admirable en muchos aspectos. El país experimentó un progreso cultural y político importante en materia del pensamiento crítico, la cultura, el arte. La transición convirtió a España en una sociedad libre y estable. Actualmente, incluso la derecha política española – el Partido Popular - ha tomado distancia crítica respecto del franquismo, y ha asumido un ideario claramente democrático.
Hasta aquí mi ejemplo. Dicho esto, volvamos a la discusión local, considerando las distancias enormes entre la España de aquel tiempo y el Perú de hoy (mi intención no es hacer un paralelismo histórico, sino exponer brevemente un caso de Estado confesional totalitario como el que añoran de manera extravagante algunos conservadores criollos). Muchos “reaccionarios” peruanos evocan con nostalgia, y con una falta evidente de rigurosidad histórica, el franquismo - sin haberlo padecido - por esa férrea vocación por el “orden y la autoridad” que provoca la “auténtica libertad”, es decir, la obediencia al orden autoritario que se postula; algunos se subieron al carro del fujimorismo creyendo que se trataba de una versión "criolla" de esa experiencia totalitaria. Volvamos pues, a nuestro contexto vital y a nuestro debate con el paleoconservadurismo. Discrepo radicalmente con esa visión política y con su imaginario falangista. Yo veo fundamentalmente allí violencia y un terrible miedo a la libertad, además de servidumbre voluntaria y tiranía. A quienes promovemos el pluralismo, el respeto por los Derechos Humanos y el cultivo de la ciudadanía activa, se nos acusa pomposamente de ser “nihilistas”. El término "nihilista" se ha convertido en un recurso ideológico para descalificar burdamente al adversario: se trata de un arma arrojadiza. Como los “reaccionarios” se rehúsan sistemáticamente a definir esa palabra, tenemos que concluir que se trata de un mero instrumento retórico. En cambio, ellos proclaman al son de los clarines que “aman el ser y no la nada”, porque se someten disciplinadamente al presunto conocimiento de la “verdad (meta)política". Esas acrobacias ideológicas me dejan perplejo, porque – aunque disfruto sobremanera de los lances dialécticos – tengo bastante claro que los conceptos esclarecen la experiencia, o son inútiles. Me desconcierta que quienes han defendido y defienden el “Viva la muerte” en la España de Franco o en el Perú de Fujimori y Montesinos – avalando la impunidad de los perpetradores desde los medios de comunicación de alcantarilla, medios adictos a las dictaduras – nos llamen “nihilistas”. Porque encubrir el aniquilamiento de vidas humanas concretas, y promover la erradicación de la memoria de la injusticia y la violencia, eso sí que equivale – en el terreno práctico - a optar por la nada.