El más importante filósofo liberal procedimental contemporáneo es John Rawls, filósofo norteamericano, antiguo profesor de Harvard, fallecido a fines de 2002. El pensamiento de Rawls se remite explícitamente a la tradición contractualista – que tiene en la filosofía social y política de Hobbes, Locke y Kant su principal fuente de inspiración; justamente por ello, debemos empezar describiendo, aunque sea de modo general, el nuevo contexto histórico – teórico que lleva a estos autores a plantear el problema de la justicia distributiva en términos de la búsqueda de un procedimiento racional que permita a los agentes establecer con rigor los principios universales que determinen la distribución justa de los bienes.
En la mejor tradición del contractualismo, Rawls se pregunta, en la primera de sus obras de madurez,
Teoría de la justicia (1971), cuáles son las condiciones que tendría que cumplir la estructura básica de la sociedad – el ámbito relativo al gobierno, la ley, la legislación y el diseño de instituciones – para ser considerada justa en un clima de pluralismo razonable (esto es, una sociedad en la que sus miembros profesan diferentes credos y concepciones de la vida). Como en el caso de Locke, los principios de justicia son concebidos como reguladores de la asignación de derechos y el acceso al bienestar al interior de una sociedad pensada como un sistema de cooperación, pero también como un escenario de controversias doctrinales. Nuevamente, las ‘partes’ son entendidas como sujetos de interés con los ojos puestos en un mundo que está marcado por la escasez y el conflicto. “Es obvio”, afirma Rawls, “que nadie puede obtener todo lo que quiere:
la mera existencia de los otros lo impide"
[1]. Como en Hobbes – y al menos parcialmente en Locke – el imaginario individuo pre-social ve en los otros un límite para la propia libertad, un potencial invasor de la esfera de mis expectativas y potestades.
La sociedad liberal que es objeto de la reflexión de Rawls está marcada por el pluralismo de visiones del bien – “doctrinas comprehensivas” – relatos que aspiran a dar cuenta de la totalidad de la vida humana y su dirección. “Ninguna de estas doctrinas cuenta con el consenso de los ciudadanos en general”
[2], dice Rawls. Lo que el liberalismo político busca es la construcción de una concepción política de la justicia -
la justicia como imparcialidad -, una teoría consistente de la razón pública (la fundamentación de la estructura básica de la sociedad), a fin de que las libertades y derechos elementales gocen del consenso de todos los individuos, sin afectar sus visiones particulares de la vida.
Una sociedad es justa si su estructura básica está orientada por aquellos principios que los individuos
elegirían en una situación de igualdad y libertad. Justamente, para reproducir esa situación de absoluta imparcialidad, los teóricos del contrato construyeron el supuesto de un estado natural, en donde no existiesen privilegios que viciasen sus compromisos y convicciones relativos a la justicia. En un sentido similar, Rawls describe la
posición original como un “mecanismo de representación” que describe aquella situación en la que las ‘partes’ tendrían que ubicarse para elegir los principios sin tener conocimiento alguno de aquello que podría favorecerlos como agentes particulares en la sociedad futura. Todos debemos participar en la elección de los principios de justicia, pero sin contar con ninguna información que parcialice o “tuerza” dicha elección.
El punto de vista de la justicia debe ser universal y des-interesado. Asumir un sentido de justicia implica desconectarse del punto de vista que los agentes suscriben en la vida ordinaria, atenta a sus necesidades concretas, a sus intereses personales y a las convicciones que articulan su identidad, en el sentido sustantivo-biográfico de la expresión. Nada de esto contribuye al desarrollo de una perspectiva imparcial en materia de distribución. Estos diversos intereses, valoraciones y conocimientos introducen las diferencias en nuestros modos de plantear problemas distributivos. Rawls sostiene que, en contraste, “los principios de justicia se caracterizan como aquellos que los individuos podrían proponerse unos a otros para su aceptación mutua en una situación original de igual libertad. Se supone que, en esta situación, hay una ausencia de información; especialmente, se supone que los interesados no conocen su posición social ni su talento ni aptitudes peculiares, esto es, sus activos innatos”
[3]. El enfoque de la justicia como imparcialidad debe, para afirmarse, producir una inversión de la conciencia cotidiana en asuntos prácticos.
Para asumir el punto de vista de la posición, debemos desconectarnos de toda información, competencia o creencia que llame nuestra atención acerca de las ventajas o desventajas que podría gozar o enfrentar en la sociedad concreta, y que podrían sesgar mi juicio a la hora de intervenir en el contrato. Como una de las ‘partes’, estoy comprometiéndome a elegir principios de un alcance universal, esto es, principios de justicia que regularán - en el ámbito público – las relaciones entre los individuos, y aspectos importantes de sus vidas; en esa línea de pensamiento, no puedo legislar para mí como un sujeto particular, sino para todos. Debo pues, hacer abstracción de aquello que condicionaría mi elección a aquello que me beneficiaría sólo a mí o a mi entorno inmediato. Lo que Rawls busca es asumir un punto de vista
normativo, involucrado con el bienestar de todos y cada uno.
La metáfora de la divinidad vendada es proyectada aquí hacia el ámbito de la justicia distributiva. Se trata de reproducir el enfoque de una racionalidad práctica desvinculada del horizonte cotidiano a través de una operación mental de “suspensión del juicio” – en el sentido de la epoché escéptica – respecto de nuestro punto de partida ordinario, que no es libre ni igualitario. Nuestros talentos naturales – nuestros grados de inteligencia e ingenio, creatividad, etc. – condicionarían nuestro juicio hacia determinadas preferencias o modos de vida particulares. La distribución del talento es siempre misteriosa y no equitativa: Rawls mismo nos habla de la distribución del talento en términos de una “lotería natural”
[4], donde Dios, la naturaleza o la fortuna juegan sus cartas. El signo del reparto de los talentos es la arbitrariedad, o en todo caso, la gratuidad. No hay instancia alguna en la que podamos quejarnos y obtener alguna satisfacción en materia de talentos y limitaciones. Pero sabemos sin asomo de duda que nuestros talentos y limitaciones nos reportan beneficios o dificultades de diversa índole en nuestras transacciones sociales cotidianas. Ellas nos ofrecen o cierran oportunidades en la sociedad. Como Stephen Mulhall y Adam Swift han destacado, “si no puedo decir que merezco mis talentos ¿Cómo puedo decir que merezco las ventajas y beneficios que pueden reportarme?”
[5].
Lo mismo puede decirse del conocimiento de nuestro lugar en el esquema productivo de nuestra sociedad. Esta información nos genera ventajas, y puede incluso orientar nuestra elección hacia el camino del propio interés. Es muy probable que si cuento con este conocimiento a la hora de asignar derechos, oportunidades y beneficios, elegiré de tal forma que pueda preservar o incrementar mis privilegios, lo que me arranca de cualquier perspectiva igualitaria. Si sé de antemano que pertenezco a los sectores ricos, medios o empobrecidos de mi sociedad (o a alguna de sus combinaciones), entonces legislaré teniéndome en mente a mí mismo, a mi familia y seguramente a los que comparten mi status social. Y sin embargo, ninguno de nosotros eligió nacer en este o aquel entorno familiar, con estos o aquellos ingresos anuales, con esta o aquella situación social. Para utilizar una imagen heideggeriana, hemos sido ’arrojados al mundo’ sin ser consultados si queríamos o no habitar en él u ocupar este o aquél lugar en su organización social.
Pero estos no son los únicos indicadores de desigualdad que podría introducir alguna forma de parcialidad en nuestra elección de los principios. Cada uno de nosotros ha crecido en el seno de una cultura moral – un ethos – ha desarrollado a través de los procesos de socialización una cierta concepción de la vida buena, y luego, en el camino hacia la madurez, ha aprendido a modificarla a través de la crítica y la interacción dialógica con otras personas. Cada uno de nosotros cuenta con creencias religiosas, o ha decidido abandonarlas desde la suscripción de algún sistema ideológico que funcione como una suerte de ’credo secular’. Estas convicciones y valoraciones configuran nuestras diversas formas de orientación en la vida y nuestros compromisos más profundos; ellas nos permiten distinguir entre “modos de vida superiores” e “inferiores”. Por ejemplo, Aristóteles consideraba que la forma de vida del ciudadano comprometido con la polis era superior a la del bárbaro, súbdito de una teocracia, que no participaba en la legislación y en el gobierno de su país. A juicio de Rawls, el problema – para usos del desarrollo de la hipótesis del contrato – estriba en que nuestra conciencia de la pretendida ’superioridad de ciertos proyectos o formas de orientación al bien’ es perfectamente discutible, y puede enturbiar nuestra elección ¿Qué pasa entonces con aquellos que no comparten nuestras visiones de la vida buena? Esa es la misma pregunta que se hizo Locke, de cara a las guerras de religión, según lo dicho en el apartado anterior. “Dado el supuesto del pluralismo razonable”, afirma Rawls, “los ciudadanos no pueden convenir en ninguna autoridad moral, digamos en un texto sagrado o una institución religiosa o una tradición. Tampoco pueden convenir en un orden moral de valores o en los dictados de lo que algunos llaman derecho natural. Así pues ¿Qué mejor alternativa hay que un acuerdo entre los mismos ciudadanos alcanzado bajo condiciones que son equitativas para todos?”
[6].
Una concepción cultural de la vida buena supone una teoría densa del bien, que vincula prácticas sociales, modelos de excelencia y fines últimos de la vida al interior de formas comunitarias de vida. Evidentemente, el enfoque contractualismo de Rawls no puede comprometerse con un punto de vista como ese sin incurrir en una penosa contradicción con las bases mismas de su programa filosófico - político. De hecho, toda su teoría de la sociedad se configura desde la distinción entre una concepción política de la justicia – fruto de la fundamentación contractualista – y las diversas doctrinas comprehensivas, vale decir, las diferentes concepciones del buen vivir que coexisten y compiten en un marco social de “pluralismo razonable” (es importante hacer notar que Rawls por lo general utiliza la expresión “pluralismo” como sinónima de “diversidad”). No obstante, nuestro autor también ofrece aquí una teoría del bien, sólo que en un sentido tenue. Se refiere con esta expresión a la exposición de los diversos bienes primarios cuya posesión y goce son imprescindibles para que el individuo se constituya en un agente libre y pueda ser capaz de diseñar para si mismo un plan de vida autónoma, a imagen y semejanza de su comprensión densa del bien
[7]. Se trata de ciertos bienes cuya posesión contribuye a cimentar una calidad de vida razonable en cuestiones sociales, psicológicas y económicas.
Rawls distingue cinco clases de bienes primarios:
a).- Libertades y derechos básicos
b).- Libertad de movimiento y libertad de elección del empleo
c).- Poderes vinculados a los cargos vinculados al ejercicio de la autoridad.
d).- Ingresos y prosperidad material.
e).- Las formas sociales de autorrespeto.
Estos son bienes a los que el individuo aspira para calificar su vida como digna y acorde con su sentido de la justicia
[8]. Cada una de las ‘partes’ tiene en mente el anhelo de la posesión de estos recursos y potestades cuando afronta el reto de ponderar y elegir los principios de la justicia. El sentido de las reflexiones y evaluaciones del agente a la hora de negociar y proponer principios de justicia dependerá en mucho de la incertidumbre y el cálculo de posibilidades en torno a la eventual ganancia o la pérdida de dichos bienes primarios. En una medida importante, la justicia como imparcialidad determina los criterios normativos para su distribución.
El conocimiento de los talentos y del status socioeconómico y las concepciones densas de la vida buena nos impiden situarnos en la posición original de igualdad y libertad. Rawls propone llamar “el velo de la ignorancia” al mecanismo intelectual que suspende nuestra referencia a estos contenidos concretos. Bajo el velo de la ignorancia nos es posible afirmar un enfoque imparcial – y por lo tanto, justo, en términos de las exigencias de la ética procedimental – en materia de distribución de bienes sociales. Desconocer la propia situación hace posible que nos pongamos en el lugar de todos y cada uno de los individuos, potenciales electores de los principios de la justicia y potenciales destinatarios de los sistemas normativos que se deriven de ellos. La idea es que desconociendo quiénes somos – bajo el velo de la ignorancia sólo sabemos que tenemos la capacidad de elegir principios de justicia y de profesar una concepción densa del bien – podemos caer en la cuenta que si no tenemos noticia de cuál es nuestro lugar en la sociedad, tenemos que pensar que podríamos estar en cualquier estamento y situación social. Ello nos fuerza a buscar aquello que beneficie a todos, con independencia de su condición económica y su pertenencia cultural.
La clase de acuerdo al que procuran llegar las ‘partes’ es instrumental y es fruto de una negociación entre sujetos de interés que, paradójicamente, no conocen sus ventajas reales en materia de libertad y bienestar; en todo esto, estamos siguiendo las indicaciones que Rawls ha señalado respecto de las condiciones de la posición original. El acuerdo al que se quiere llegar tiene dos características fundamentales: a).- Es hipotético, porque, sumidos en la posición original, indagamos acerca de qué podrían convenir las partes - cobijados bajo el velo de la ignorancia -, no qué han convenido de facto, esto es, en el ámbito de las relaciones sociales reales: no olvidemos que se trata de un mecanismo de representación (un experimento mental) y no una descripción de las transacciones concretas. b).- Es no histórico, porque en el entramado de suposiciones que subyacen al pacto no contamos con que los acuerdos se hayan logrado en el pasado o que pudiesen ser alcanzados en el futuro
[9]. Estamos en el plano del deber ser: los principios deben guiar nuestras leyes e instituciones y regir sobre ellas, no son (en ningún caso) instrumentos para la descripción de esta o aquella transacción.
Uno podría pensar que el hecho de que este acuerdo contractual sea contrafáctico y normativo implica necesariamente – Rawls piensa en una vieja objeción que le dirige otro célebre liberal procedimental, Ronald Dworkin - que estos no tengan un poder vinculante
[10]. De facto no estamos situados en una posición original, luego los acuerdos que se celebren en su (hipotético) interior no tienen validez en el mundo del derecho real. Rawls responde a esto que un experimento mental como ese – que todo agente puede intentar reproducir – nos interpela acerca de las condiciones de equidad e imparcialidad que todo acuerdo tendría que considerar para que no sea manipulatorio o injusto: la tesis contractualista indaga sobre las condiciones formales y normativas implícitas en nuestra idea de llegar a un acuerdo. Ello nos permite aceptar o rechazar determinadas razones y cláusulas posibles al interior de nuestros posibles acuerdos
[11].
“Conjeturamos”, apunta Rawls, “que los principios de justicia que las partes acordarán (en caso que podamos elaborarlos adecuadamente) establecerán los términos de cooperación que nosotros entendemos – aquí y ahora – que son equitativos y están respaldados por las mejores razones”
[12]. Neutralizados los juicios orientados por el propio interés, todos estamos en capacidad de asumir el punto de vista de la tercera persona, esencial para acceder a los principios impersonales que exige la justicia como imparcialidad. El modo de razonar prácticamente seguirá planteándose de manera instrumental – como el cálculo entre medios y fines – pero estará dirigido hacia el logro del bienestar de todas las ‘partes’ que suscriben el contrato, concentrándose incluso en el beneficio de los sectores menos favorecidos.