lunes, 31 de agosto de 2009

SOBRE LOS INTELECTUALES Y LA ESFERA PÚBLICA


REFLEXIONES SOBRE UN ARTÍCULO DE MARTÍN TANAKA




Gonzalo Gamio Gehri




Ayer, Martín Tanaka ha publicado un interesante artículo, Intelectuales y política, en la página de Opinión de La República. Tanaka recoge los comentarios de Juan de la Puente sobre la Encuesta del poder de Apoyo, en su sección sobre los intelectuales, y plantea una posicón sobre el particular. El texto contiene agudas reflexiones sobre un tema que no suele discutirse en los medios de comunicación. Paso a comentar algunos de sus pasajes centrales.

La definición de “intelectuales” que ofrece Tanaka puede convertirse en un buen punto de partida para la discusión. Sostiene que se trata de aquellas personas que “parten de una legitimidad obtenida en las artes, ciencias o humanidades en general, para desarrollar también una reflexión sobre los principales problemas y desafíos de su tiempo, que establecen pautas de acción política”. El autor se refiere entonces al llamado intelectual público, el académico que proyecta su influencia sobre la esfera política y sobre la sociedad civil (y que nada tiene que ver, afortunadamente, con el "intelectual orgánico" marxista). Luego añade:

“El intelectual así definido no existe propiamente en los Estados Unidos, por ejemplo, donde parece primar el criterio de que a problemas específicos se debe recurrir a expertos específicos. Por el contrario, en Europa en general, existe una sólida y larga tradición de intelectuales interviniendo en la esfera pública; de allí surgió la figura del “intelectual comprometido”, que ha impactado tanto en América Latina.”

Evidentemente, si uno piensa en Sastre, en Russell o en Habermas tiene que darle la razón a Tanaka en torno al perfil del intelectual europeo, y su abierto interés por la política. No obstante, creo que se equivoca cuando se refiere al caso norteamericano. Por décadas, John Dewey fue el intelectual público de los Estados Unidos, un pensador con una amplia y poderosa influencia en diversos círculos políticos y culturales. Lo mismo puede decirse - aunque acaso con menor intensidad - de William James. En los últimos años, académicos que trabajan en Norteamérica como Richard Rorty, Noam Chomsky, Amartya Sen y Michael Walzer han asumido una presencia importante en la esfera pública estadounidense, para elaborar “una reflexión sobre los principales problemas y desafíos de su tiempo”. Sus puntos de vista sobre la administración Bush, la guerra de Irak, o los conflictos culturales han sido abiertamente discutidos en espacios de política activa y en la sociedad civil. La figura del académico-profesional-con tema puntual- y sin interés especial por la visión de conjunto no es una figura excluyente y solitaria en los Estados Unidos.

Pero Tanaka apunta a discutir la situación del intelectual peruano. Señala que en el pasado, ciertos académicos contaban con actores políticos e instituciones que perseguían la difusión y encarnación de sus ideas. Sin embargo, en la escena política actual, “con políticos personalistas, partidos no ideológicos, que desdeñan la importancia de contar con diagnósticos y programas de gobierno, y que se amparan en la tecnocracia global y local predominante, los intelectuales han perdido peso”. Tiene toda la razón, sin duda. En el Perú actual constituye casi un exceso verbal hablar de “Partidos políticos” en escenarios políticos en los que – particularmente en períodos pre-electorales – individuos con una bolsa bajo el brazo se pasean buscando un partido o movimiento inscrito en el JNE que les permita postular al Congreso. Si no existen programas ni idearios, ni siquiera militancias en sentido estricto, plantear una conexión interesante entre los intelectuales y la vida pública carece de sentido, al menos dentro del sistema político.

Lo que llama la atención del texto de Tanaka son sus reflexiones finales, así como las preguntas que deja pendientes. Está convencido de que la relación entre los intelectuales y la política está variando sustancialmente. Constata que las reflexiones de aquellos ya no cuentan con agrupaciones que las lleven a la práctica. Uno podría preguntarse si el intelectual público requiere necesariamente de ese correlato institucional, o si sus cuestionamientos al poder o sus interpretaciones en torno a los asuntos públicos al interior del espacio de opinión pública pueden tener un valor por sí mismos (o no). Pienso en los casos de Vargas Llosa, de Soto y Cotler, que el propio Tanaka cita. Poner sobre el tapete determinadas cuestiones (p.e., las críticas de Vargas Llosa a los ‘nacionalismos’) puede generar corrientes de opinión que tengan impacto en el espacio público sin tener que convertirse en parte de un ideario partidario.

Tanaka se pregunta si nos acercaremos al presunto “modelo norteamericano”, el del profesional-con tema puntual, reacio a discutir sobre los asuntos públicos. Espero que no. Ya me he topado con esa clase de "intelectuales". Críticos literarios especialistas en consideraciones estilísticas y estéticas que no conocen cabalmente el contexto teórico-político de sus objetos de investigación, o investigadores de movimientos religiosos y partidos políticos que conocen al dedillo la presencia de éstos en regiones y Estados – y las cifras de los militantes y desertores – pero no son capaces de decir una palabra acerca de las imágenes religiosas o de las ideologías que mueven a sus líderes y adeptos. El precio de tal atomización del trabajo intelectual es que la idea misma del conocimiento se disuelve sin remedio. No necesitamos ese academicismo parcelario que se muestra vano y estrecho de miras frente a una reflexión más amplia respecto de los problemas humanos. Si la idea del profesional-con tema puntual fuese llevada a su extremo más radical, textos importantes como Densidad del presente de Gustavo Gutiérrez no habrían sido escritos jamás. Me parece perfectamente natural que los intelectuales se ocupen de los problemas que los circundan, incluyendo los problemas políticos. Después de todo, la 'cosa pública' nos pertenece a todos.

No puedo evitar pensar que aquí dos planos tienden a confundirse. Por un lado, el tema de la especialidad del académico, en el que el grado de rigor conceptual y el manejo de fuentes y datos deben ser estrictos. Por otro, la presencia de los académicos en el debate público. Si uno es un especialista en la literatura del Siglo de Oro – por poner un ejemplo – no podrá reflexionar con el mismo dominio conceptual el proyecto de Igualdad religiosa que sobre los versos de Lope y de Quevedo. Es obvio. No obstante, el académico es un ciudadano que puede sentirse involucrado con la idea de este proyecto, y puede proponerse examinar su naturaleza y alcances en una columna de opinión o incluso en una entrada de blog. Es evidente que los intelectuales no tienen garantía de lucidez en su aproximación a los problemas nacionales (tampoco la tienen en temas científicos y humanísticos, susceptibles de crítica y abiertos a nuevos descubrimientos). Quizá los académicos cuentan con un valioso acervo de conceptos y metáforas que tienen a mano; asimismo, poseen una cierta experiencia en el ejercicio de la argumentación que los lleva a desdeñar firmemente las falacias y galimatías. Es seguro que la mayoría de los intelectuales aprecian las razones antes que las acrobacias retóricas o el recurso a la fuerza, la burda apelación a la “mano dura”. Se trata de cuestiones de sophrosyne antes que de epistéme. Pero ese entrenamiento no los convierte en algo parecido a figuras oraculares que expresan 'la verdad definitiva' sobre la vida pública. Son interlocutores en una conversación mayor que concierne a los ciudadanos en general.

No creo que tengamos que elegir entre el académico comprometido y el especialista sin interés en la discusión pública. Se trata de un dilema cuestionable, quizá de un falso dilema. La propia posición de Tanaka al respecto no es clara, se manifiesta ambigua. Se insinúa una cierta simpatía por el supuesto “modelo norteamericano” (por sus niveles de especialización), pero parece echar de menos las “visiones de síntesis” que, a su juicio, los intelectuales peruanos ya no formulan. Incluso sugiere que sería preciso que los intelectuales reconozcan su escasa disposición a pensar las transformaciones que el país ha experimentado en los últimos años. Se trata de una sugerencia importante, máxime si ha sido planteada por un académico riguroso como Tanaka, quien periódicamente comparte con sus lectores sus opiniones sobre el curso de la vida pública. Porque es evidente que Martín Tanaka es un intelectual público que ejerce la crítica, y que dialoga con la mejor disposición (Véase su excelente post, Crímenes de odio y columnas de opinión, sobre el vergonzoso premio conferido a Correo, hecho que comentaré pronto). Con todo, su inspirador artículo nos deja con algunas interrogantes. Es posible que el autor haya querido llevarnos más allá del dilema, pero quizá el reducido espacio que permite el formato de la columna de opinión no se lo haya permitido. Esperemos que retome el tema en una próxima oportunidad, y que se detenga en ese punto.



Imagen (John Dewey) tomada de:
http://3.bp.blogspot.com/_MuWNJtJ8XS4/RluCf7laMFI/AAAAAAAAAi8/DrQjg_tOLxA/s400/dewey_john.gif

miércoles, 26 de agosto de 2009

PARA NO OLVIDAR: 6 AÑOS DEL INFORME FINAL DE LA CVR


Gonzalo Gamio Gehri

Mañana se cumplen seis de la entrega del Informe Final de la CVR. Salomón Lerner Febres presentó en el Congreso de la República una voluminosa investigación interdisciplinaria que daba cuenta del proceso de violencia vivido en el país entre 1980 y 2000. Sobre la base de cerca de 17,000 testimonios, recabados en parte en zonas del Perú a las que el Estado no se ha hecho presente, el Informe Final nos habla de la heroicidad, la solidaridad y el sacrificio de tantos peruanos, pero también de la crueldad y de la indiferencia de otros compatriotas. Ese tiempo de aguda crisis puso en evidencia lo mejor y lo peor de nuestra sociedad. Sus rupturas y sus esperanzas.

El Informe Final es expresión de una lucha ciudadana por la recuperación de la memoria y la acción de la justicia que posee vigencia en el presente. . Hay quienes objetan (desde un falso "sociologismo", y desde prejuicios de "vanguardia") de que no se trata de una causa completamente "popular", y creen ingenuamente que se trata de una observación lapidaria. Se equivocan, otra vez. El que no sea necesariamente una lucha “popular” – en el sentido que, a juicio de algunos, establece el papel milimetrado - no significa que no sea una lucha moral y políticamente legítima, o que no sea una causa 'ciudadana', como algunos inarticulados espíritus se apresuran a conjeturar con escaso rigor (y no les cuesta repetir ese estribillo cansino e inconsistente en cuanta improvisada tribuna encuentran; habrá que decirles - por enésima vez, por Dios - que actuar como ciudadano no significa actuar siempre en consonancia con la mayoría: como he argumentado en una antigua entrada, sólo una muy deficiente teoría política podría suponer válida la falacia ad populum). La CVR ha sido víctima de una campaña de calumnias y de desinformación que no ha podido silenciar su mensaje, a pesar de los esfuerzos de lo peor de la prensa y de la “clase política”. A pesar de que el Presidente, los vicepresidentes y la mayor parte de las cabezas de las instituciones más poderosas del país (en el Estado y en la sociedad) han asumido una actitud negativa frente al Informe y al proyecto transicional - que llega en algunos casos a ciertos niveles de virulencia fundados en el interés particular y en el desconocimiento -, el documento sigue constituyendo un material de discusión sobre la situación de los derechos humanos, la exclusión y la democracia en el Perú. La mayor parte de los políticos en actividad desempeñaban actividades en el ámbito público y están interesados en que este tipo de investigaciones no cuente con la atención de la opinión pública. No sorprende la indiferencia, cuando no la abierta hostilidad, a la judicialización de los casos que involucran crímenes contra la humanidad, y las políticas de reparaciones. Algunas universidades, organismos de derechos humanos y sectores progresistas de Iglesia (tanto católica como evangélica) mantienen vivo el debate sobre la memoria en tiempos en los que se aboga por la mercantilización de la educación universitaria, se ha buscado arrinconar a las organizaciones no gubernamentales, y se afirma una jerarquía eclesial que sospecha de la preocupación social, que identifica como “inmanentista”.

En estos tiempos de “restauración conservadora a la criolla”- con García, Giampietri y los fujimoristas como punta de lanza -, la defensa de la memoria de las víctimas se plantea como una tarea que exige nadar contra la corriente. No obstante, algunos logros han podido cosecharse en el camino. La condena de Fujimori por homicidio calificado y secuestro agravado pone de manifiesto de que en el Perú la cultura de la impunidad puede quebrarse. A pesar de las enormes resistencias que tuvo que afrontar el proyecto, el Museo de la memoria – que se llamará Yuyanapaq – finalmente verá la luz. Algunos procesos judiciales por violaciones a los derechos humanos siguen su curso. No obstante, existen todavía más de cuatro mil fosas comunes sin abrir. Muchas historias sin reconstruir, muchos casos que investigar y resolver. Estamos muy lejos de cantar victoria en la batalla contra el silencio.

Ya en el período de redacción del Informe, los comisionados y sus colaboradores sabían que la búsqueda del esclarecimiento de la verdad del conflicto armado interno y el trabajo de la reconciliación constituían parte de un proceso histórico de largo aliento, que podría enfrentar avances y retrocesos. Sabían que la historia que estaban narrando y examinando rompería con viejos mitos, desecharía cifras oficiales y desmontaría cómodas ideas fijas en torno a la pacificación. El documento nos habla de un país multicultural y multiconfesional, no del “país mestizo” en vías de homogenización que anunciaban nuestros académicos conservadores. La verdad práctica, rigurosa y perfectible que el Informe Final de la CVR somete a discusión se propone repensar un país fracturado desde su hora más trágica, desde el núcleo de su crisis. La Guerra del Pacífico motivó que más de una generación de ciudadanos se trazara el proyecto de reexaminar las posibilidades de nuestra comunidad política. Esa clase de desafío es el que plantea el Informe desde el horizonte de la cultura democrática.

sábado, 22 de agosto de 2009

FALIBILISMO Y DISTOPÍA






Gonzalo Gamio Gehri



He señalado en más de una oportunidad que la idea que me parece más seductora dentro del imaginario del pluralismo liberal es la del falibilismo, según la cual toda creencia humana es susceptible de revisión y cuestionamiento, de modo que ningún juicio sobre la realidad o el sentido de la praxis se sustraiga al trabajo de la crítica. La duda – concebida en términos de un proceso narrativo - no mata la vida, le infunde racionalidad. El falibilismo, antes que una suerte de doctrina, constituye una actitud frente a los sistemas de creencias, propios y ajenos.

Por supuesto, el falibilismo no es sin más una invención liberal. Ha asumido diferentes formas en la historia del pensamiento occidental. La invitación socrática a llevar una ‘vida examinada’ es una versión particularmente aguda de falibilismo clásico; también lo encontramos en el espíritu del escepticismo pirrónico, magistralmente descrito a través de la imagen del fuego purificador. Aparece también en la introducción de la Fenomenología del espíritu como el detonante del movimiento de la conciencia natural hacia el autoesclarecimiento del lógos de la experiencia. El pluralismo liberal constituye, en el mejor de los casos, una de las figuras históricas de esta disposición intelectual y moral.

El adversario del falibilismo como modus vivendi es el “espíritu de ortodoxia” (J. Grenier), la actitud según la cual el trabajo de la crítica sólo corroe aquello que el ser humano considera verdadero y sagrado, lo que mantiene su alma saludable (Aristófanes, Las Nubes). Insisto, el falibilismo es más una actitud que un sistema intelectual, que nos exige examinar nuestras creencias y valoraciones. Por eso pienso que el ethos liberal debe enfrentar con el mismo ímpetu al “pensamiento reaccionario”, y al catecismo del mercado (que se reverencia en medios locales de ultraderecha). Esta disposición a sacudir el espíritu de dogmas y prejuicios le ha valido al liberalismo la acusación de ser un enemigo de la religión y de los credos morales arraigados en la tradición. Se trata de una acusación infundada y malintencionada. Quien así piensa distorsiona gravemente el sentido de las religiones y de las tradiciones. Richard Bernstein ha planteado esta cuestión con singular agudeza:

“En las grandes tradiciones religiosas, siempre hubo creyentes que sostuvieron que la fe religiosa genuina es aquella que está abierta al cuestionamiento. No debemos confundir la fe religiosa con el fanatismo ideológico, y a su vez, debemos oponernos firmemente al fanatismo ideológico, siempre que aparezca, independientemente de si toma una forma religiosa o no”[1].


El falibilismo combate la supresión autoritaria del pensamiento y la violencia, descrita agudamente por Gianni Vattimo como “implícita en toda ultimidad, en todo primer principio que acalle cualquier nueva pregunta”[2]. Aldous Huxley y George Orwell nos han ofrecido a través de obras como Un mundo feliz y 1984 un retrato espeluznante acerca de cómo podría funcionar una sociedad totalitaria en la que el pensamiento crítico estuviera prohibido (resulta sumamente extraño que algunos conocidos movimientos religiosos de tipo tradicionalista usen como 'libros de combate' contra la sociedad democrática y el liberalismo precisamente textos como Un mundo feliz y 1984; es sabido de que tanto Huxley como Orwell escribieron sus novelas con el propósito de defender las libertades del individuo – difícilmente ese mensaje antidogmático podría resultar convergente con el lema autoritario “el que obedece no se equivoca” -. Tengo que decir que no se trata de un reproche - finalmente estamos hablando de excelente literatura - sino de una cuestión elemental de coherencia: Huxley y Orwell se sitúan en las antípodas de la 'restauración conservadora', que se formula en términos de una oposición explícita al "librepensamiento modernista" en lo ideológico y teológico. Es previsible que los sectores conservadores adversos a los 'librepensadores' (pues los encuentran “libres en exceso”, signifique lo que signifique esta retorcida expresión) rechacen los cimientos de la 'utopía tecnológica' bosquejada por Huxley y Orwell, sin embargo, la represión de la crítica y la heterodoxia podría resultarles menos insoportable, por así decirlo). Para muchos integristas (ateos y religiosos, conservadores o revolucionarios, para el caso da lo mismo), acallar preguntas o censurar libros - en la línea de los "supremos interventores" de la sombría utopía de Huxley - es el precio de la estabilidad y del orden. Es probable que los lectores antiliberales no se hayan percatado del elemento actitudinal de la vindicación de lo humano en tales obras. Tampoco se repara en el hecho de que Huxley tenía simpatías anarquistas, o que Orwell se aproximase a posiciones socialdemócratas. O que ambos se apartasen del marxismo ortodoxo, particularmente del estalinismo. No opera allí ningún 'giro premoderno' (debo decir que tampoco tampoco post-moderno, por si se formula la pregunta). Anima a tales obras el venerable espíritu de emancipación y disidencia típico de la conciencia moderna de la libertad.
Estos textos examinan en profundidad los conflictos de largo alcance entre libertad, orden y bienestar. Es una lástima que muchos autores no perciban la fuerza moral y política del arte y la literatura (algunos incluso les atribuyen erróneamente una “epistemología menor” o “secundaria”. Un poco de Hegel no les vendría mal, ciertamente). Ambas novelas constituyen un poderoso himno a la capacidad de reflexión crítica como una dimensión fundamental de lo específicamente humano. En lo personal, Un mundo feliz me parece una obra maestra del espíritu falibilista – tuve la oportunidad de dedicarle un ensayo largo en Racionalidad y conflicto ético -; encuentro en el pasaje de la novela correspondiente a la confrontación entre John El Salvaje y Mustafá Mond una expresión conmovedora de coraje y parresía. Lo que se pone de manifiesto en esta clase de “utopías negativas” – a veces llamadas distopías” – es que, aún bajo el supuesto de que los problemas sociales más graves pudiesen ser resueltos merced a las virtudes del conocimiento y la técnica, una sociedad que conculque nuestro más elemental derecho al cuestionamiento sería inhumana y perversa, aunque se planteara a sí misma hacerlo por nuestro (supuesto) “bien”. Lo que se denuncia, en suma, es toda pretensión de tutelaje y domesticación del espíritu humano.







[1] Bernstein, Richard El abuso del Mal Buenos Aires, Katz 2006 pp. 90-1.
[2] Vattimo, Gianni Creer que se cree Barcelona, Paidós 1998 p. 77.


miércoles, 19 de agosto de 2009

AUTORREFLEXIÓN Y PERTENENCIA CULTURAL*





Gonzalo Gamio Gehri


La tradición liberal ha puesto énfasis en la capacidad de examinar la propia cultura – e incluso modificar parcialmente su ámbito de influencia en la propia vida – como condición para el efectivo ejercicio de la libertad. Esa misma tradición considera que una comunidad política democrática protege la potestad de los agentes de emprender esa clase de trabajo crítico sin impedimentos externos (provenientes, por ejemplo, de las autoridades políticas o religiosas del lugar) y asegura la existencia de canales institucionales que permitan que esa actividad pueda ser llevada a cabo y ser expresada en público y en privado. La represión de esta libertad constituye una forma manifiesta de violencia. El individuo tiene derecho a comunicar lo que considera valioso, y a cuestionar lo que considera pernicioso para su vida y para la de los demás (bajo el supuesto de que está dispuesto a admitir las críticas que eventualmente puedan dirigirse contra su propio punto de vista, en el marco del libre juego de la argumentación).

No obstante, la capacidad de examinar críticamente la cultura (o las culturas) que habitamos no implica que dicho examen tenga lugar a expensas de la cultura. El proceso de la crítica no supone la desvinculación respecto de un horizonte cultural. Podemos cuestionar severamente aspectos relevantes de nuestra cultura; podemos contribuir decisivamente al cambio de las mentalidades e introducir modificaciones en las prácticas sociales y las instituciones instaladas en nuestro ethos. Del mismo modo, a través de la interacción con otras culturas nos es posible construir una perspectiva crítica respecto de nuestra propia cultura: los propios Derechos Humanos constituyen un producto de esa interacción. Todas estas operaciones mantienen la explícita referencia a horizontes culturales específicos. No existe la perspectiva desde ninguna cultura.

Las culturas constituyen el horizonte desde el cual producimos las condiciones de nuestra vida, desarrollamos nuestros vínculos afectivos, sociales y políticos, y desarrollamos el discernimiento práctico. Las formas de socialización que constituyen nuestro sentido del yo están instaladas en culturas vivas. No podemos separar sin más los procesos de discernimiento de sus fuentes histórico-sociales, como si las culturas ofrecieran solamente los “insumos sustanciales” y la autorreflexión constituyese una especie de “sistema” abstracto que produjese el juicio y la elección. La deliberación y la crítica constituyen prácticas sociales tanto como las formas ordinarias de participación comunitaria. Solemos aislar – erróneamente – la actividad crítica de la inscripción cultural porque tendemos a pensar las culturas como sistemas de creencias cerrados y homogéneos (“tradiciones”, en el sentido en que el iluminismo usaba este término). Las culturas no constituyen credos monolíticos e inmóviles, que sus usuarios observan sin alteraciones ni cuestionamientos. No son los líderes de la comunidad los que “definen” los contenidos del ethos: son los usuarios de la cultura los que la ejercitan, modifican y adaptan a partir de una amplia gama de arreglos sociales y transacciones humanas complejas: composición y comparación de narrativas, debates, negociaciones, etc. Como ha señalado agudamente Seyla Benhabib, “Cualquier visión de las culturas como totalidades claramente definibles es una visión desde afuera que genera coherencia con el propósito de comprender y controlar. (…). Desde su interior, una cultura no necesita parecer una totalidad; más bien, configura un horizonte que se aleja cada vez que nos aproximamos a él[1].

La deliberación práctica y la elección constituyen prácticas sociales que se inscriben en la dinámica de las culturas, en sus tensiones internas y, también – en ocasiones – en los conflictos interculturales. Es en el seno de las culturas que encontramos las opciones vitales que tenemos que ponderar en razón de su significación y valor. Es en el interior de las culturas donde adquirimos competencias que nos permiten evaluar y distinguir lo “significativo” de lo “trivial”, lo “correcto” de lo “incorrecto”, y así en otros casos. La configuración de los estándares de lo que es importante para la vida son fruto de nuestras interacciones ordinarias, los procesos educativos en los que nos insertamos, las discusiones en las que participamos. Lo que se pone en juego en casos conflictivos es precisamente la validez de nuestros estándares hermenéuticos de aquello que es importante para nosotros – aquello que contribuye a “mejorar” la vida – a la luz de experiencias de crisis.

Si lo que buscamos es potenciar espacios para el florecimiento de la empatía y el diálogo intercultural - así como el desarrollo de la razón práctica – debemos concentrarnos en el trabajo específico de la crítica cultural[2]. No es posible examinar los códigos culturales, para suscribirlos, para modificarlos o para tomar distancia frente a ellos sin insertarse en la racionalidad que los constituye y los hace inteligibles. Defender el universalismo moral implica incorporar al otro – más allá de nuestras eventuales discrepancias respecto de sus creencias, filiaciones y costumbres – en la esfera de nuestros vínculos empáticos y compromisos morales. Supone también percibir al otro como titular de Derechos que debemos respetar y proteger. Ninguna de estas acciones y propósitos puede llevarse a cabo prescindiendo de la referencia a las culturas.


*Esta nota es un brevísimo adelanto de un ensayo que aparecerá en un libro compartido sobre Cultura de Paz y DDHH (PUCP)
[1] Benhabib, Seyla Las reivindicaciones de la cultura op.cit., pp. 29 -30 (las cursivas son mías).
[2] Cfr. Tubino, Fidel “En defensa de la universalidad dialógica” en. Giusti, Miguel y Fidel Tubino (editores) Debates de la ética contemporánea Lima, EEGGLL PUCP 2007 pp. 77-95.

viernes, 14 de agosto de 2009

POLÍTICA COTIDIANA, PRENSA E IGLESIAS. CONFLICTOS





LA CURIOSA 'TEOLOGÍA DOGMÁTICA' DE V.A. PONCE




Gonzalo Gamio Gehri


La pugna pública de dos miembros del clero suele exacerbar el morbo de la opinión pública, como si no se tratara de dos individuos de a pie, como usted o como yo. Porque quienes han intercambiado duras palabras no son seres sobrenaturales, sino dos personas de nuestra especie biológica, nativos de nuestro país. El cardenal Cipriani ha sugerido que, si el padre Marco Arana decide convertirse en candidato presidencial, debe prepararse para asumir las consecuencias. Algunos analistas han interpretado estas palabras como una amenaza. Arana ha respondido que – de asumir una candidatura – tendría que conversar con el obispo de Cajamarca, y no con Cipriani, que no tiene jurisdicción sobre su diócesis. Esta aseveración suya es técnicamente verdadera. Luego, el padre Arana ha señalado que él se identifica con la Iglesia de los pobres, y que no forma parte del cortejo que acompaña a quienes detentan el poder. Este conflicto ha capturado la atención de muchos periodistas y columnistas de opinión, que han examinado el incidente con diferente fortuna. Entre las notas más desafortunadas, encontramos el artículo ¡Guerra santa!, de Víctor Andrés Ponce, en el nuevo Perú 21. Como en otras oportunidades, Ponce opta por afirmar sus posiciones personales sin ofrecer argumentos que las respalden. Como Silvio Rendón ha señalado en el Gran Combo Club, el columnista trata burdamente de “conducir al lector”, poniendo de manifiesto sólo su interés ideológico, y no una idea que exponga a la crítica.

“Las cenizas que dejan las disputas entre una derecha e izquierda católicas se encienden otra vez. Si a esto le sumamos los codazos por la administración de la Universidad Católica, es evidente que las guerras santas se han vuelto endémicas.”

El autor presupone que el meollo del asunto de la PUCP debe leerse en términos de una “lucha de espiritualidades y de teologías”, y no en términos de un conflicto entre una Universidad que defiende su autonomía y un agente exterior que quiere intervenir sobre ella.

“El cura Arana está más cerca de Evo Morales y Hugo Chávez que de monseñor Cipriani. Y el propio arzobispo de Lima está más cerca del vicepresidente Luis Giampietri que de cualquier sacerdote zurdo. Durante el último 'Baguazo’, algunos curas de esa región de la selva y sus voceros no parecían hombres de Dios: lanzaban comunicados que denunciaban masacres y exterminios de nativos. Hoy, queda claro que los hombres sagrados mentían sin sonrojarse. En todos estos golpes de sotanas, Dios es dejado de lado y la influencia del catolicismo se adelgaza demasiado”.

Extraña la 'teología dogmática' de Ponce. Tiene muy poco de teología, y mucho de dogmática. Curioso: pareciera que, para Ponce, el actuar como “hombres de Dios” se remite a los espacios y tiempos del ritual y las formas sagradas, y no a la preocupación por el amor y la justicia ¿Habrá oído hablar de la encarnación? Hay que recomendarle que lea (o relea) Mateo 25, los textos proféticos. Denunciar masacres también pone de manifiesto el compromiso con el Reino. Dios – para los católicos - no solamente está en el sanctasanctorum; también está en el rostro de las demás personas, particularmente las que injustamente son excluidas. El énfasis del pontificado de Juan Pablo II en la defensa de los Derechos Humanos se explica en parte por este compromiso con los débiles.

“Desde los años sesenta hasta inicios de los ochenta, la izquierda católica, con sus intentos de entreverar las barbas de Cristo y las de Marx, copó la iglesia latinoamericana y los resultados fueron inevitables: el Vaticano contempló cómo la sólida feligresía tradicional abandonaba los templos y se pasaban en masa a las corrientes protestantes. Hoy, en el Perú, el avance de las confesiones evangélicas es tan macizo que ya debemos hablar de varias versiones del cristianismo. La cosa es tan seria que el Parlamento del Perú, quizá uno de los países de más poderosa herencia contrarreformista, acaba de sancionar la ley de igualdad religiosa.”

Nótese el sesgo de los comentarios, así como la ausencia de argumentos: ¿En qué sentido “la izquierda católica” “copó la iglesia latinoamericana”? ¿Copó qué? ¿Los cargos jerárquicos en la Iglesia local? Eso es falso ¿Las vocaciones sacerdotales? Tampoco es verdad. Si se refiere a una cosa o la otra, debería probarlo con cifras y ejemplos. La hipótesis de que el supuesto giro hacia la “la izquierda católica” propició la conversión hacia las Iglesias evangélicas no está justificada, y se desinfla dramáticamente ante estudios sólidos como los del teólogo católico Pérez Guadalupe, que explica el fenómeno desde otras condiciones, vinculadas al carácter vivencial y personal de la prédica evangélica. De hecho, en lugares como el Sur Andino, una Iglesia Católica cercana a la población y a sus necesidades no sólo pudo mantenerse unida en lo espiritual (esto es, los pobladores preservaron la fe y la práctica católicas), sino que enfrentó exitosamente al fanatismo comunista de Sendero Luminoso, lo derrotó. Hay que decirle a Ponce que la inspiración principal de la teología de la liberación no fue la obra de Marx, sino el pensamiento del joven Hegel. Que lea un poco más sobre la materia. Finalmente, Ponce describe la aprobación de la Ley de Igualdad religiosa en la Comisión parlamentaria como un "retroceso" - casi un sacrilegio -, cuando se trata de una medida natural y saludable en una democracia liberal que distingue fueros políticos y religiosos y respeta la libertad de conciencia de los creyentes y no creyentes.

“La voluntad profana del padre Arana de incursionar en política, una voluntad tan acerada que, inclusive, deja entrever la posibilidad de abandonar el sacerdocio, revela que lo sagrado es accesorio para algunos curas. En todo caso, la verdad asoma como una gigantesca cordillera. El cristianismo se liberará de autoridades y radicalismos y volverá a sus prácticas primigenias: la preeminencia de lo local y la libertad de interpretar el mensaje bíblico. Arana no destruye a la derecha católica, erosiona a toda la jerarquía eclesial.”

Pienso que los dos personajes evocados por la nota “incursionan en política”. Ponce considera (¿ingenuamente?) que la "acción política" se identifica exclusivamente con el activismo partidario, dejando de lado tendenciosamente un amplio repertorio de actividades que (para decirlo en abstracto y más allá del caso particular) tienden a politizar impunemente el ámbito de la religión: el uso de la prédica y el rito como formas de Realpolitik, la conversión del discurso de fe - citando a Álvarez Rodrich - en "balconazo", el recurso a la autoridad espiritual para robustecer artificialmente determinadas posiciones e intereses, la promoción de grupos de presión e influencia, establecer alianzas con sectores económicos y políticos, etc. Hay mil formas de distorsionar la práctica religiosa desde o en situaciones de poder. Con estas omisiones, el periodista lleva agua para su molino (ideológico).
Confieso que todavía no termino de digerir la idea de que Marco Arana entre al ruedo político; me gusta más la labor fiscalizadora que ha desempeñado en el tema ambiental desde la sociedad civil y desde la propia Iglesia. Me da la impresión que desde allí su mensaje es más nítido y eficaz. No obstante, Víctor Andrés Ponce tendría que saber que Arana no sería el primer clérigo que ha ocupado un cargo público en la historia del Perú. Para citar un ejemplo famoso – y además conservador – allí está la figura de Bartolomé Herrera ¿Erosionaba este pensador peruano del siglo XIX la jerarquía eclesial, a juicio de Ponce? ¿O tal actitud es exclusiva del clero progresista?

El estilo hiperbólico del texto de Ponce llama la atención (incluso se toma la libertad de hacer extraños pronósticos sobre el futuro del cristianismo; obviamente sin exhibir alguna razón que los sostenga) . Su tono inmoderadamente apocalíptico contrasta con la ausencia completa de argumentos. La razón aquí duerme. Como dice el dicho, el papel aguanta todo.

martes, 11 de agosto de 2009

REEXAMINAR NUESTROS DESENCUENTROS: ODIO Y PERDÓN EN EL PERÚ. SIGLOS XVI-XXI







NUEVA PUBLICACIÓN PUCP





Gonzalo Gamio Gehri



El Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú acaba de publicar el libro El Odio y el Perdón en el Perú. Siglos XVI-XXI (2009), volumen editado por la historiadora Claudia Rosas. El texto contiene los aportes de historiadores, críticos literarios, filósofos, arquitectos y científicos sociales en torno a las fracturas históricas que ha enfrentado el país, la seducción de de la violencia que han padecido los protagonistas de estos conflictos al interior de episodios dolorosos en la vida nacional: la conquista española, La independencia, la guerra con Chile, el conflicto armado interno de las dos últimas décadas. Los ensayos e investigaciones que componen el libro exploran las posibilidades de una genuina reconciliación con el pasado vivido, así como las estrategias públicas que es preciso considerar para que los errores del pasado no se repitan.

El volumen cuenta con las colaboraciones de Liliana Regalado, Braulio Muñoz, Claudia Rosas, Lydia Fossa, Mercedes de las Casas, Pablo Ortemberg, Iván Millones, Daniel Parodi, Sara Beatriz Guardia, Carlos Pando-Figeroa, Víctor Vich, Adriana Scarletti, José Manuel Camacho, Víctor Peralta y este servidor. El origen de este proyecto se remite a la mesa sobre “Odio y Perdón en el Perú”, organizada dentro del XXVI Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis (2006). A las ponencias presentadas en esta mesa se agregaron nuevos trabajos sobre el tema. Mi contribución al libro se titula Memoria y Derechos Humanos, y se concentra en la tesis según la cual la recuperación pública de la memoria constituye una condición esencial para la defensa de la cultura de los Derechos Humanos en el contexto de las transiciones políticas. Los interlocutores de mi ensayo son Walter Benjamín, Hannah Arendt, Cicerón y Judith Shklar.
Recomiendo especialmente la primera sección del texto, dedicada a la reflexión metodológica sobre el odio y el perdón. Odio y perdón son disposiciones emotivas y actividades que nos remiten a la vida de los sujetos en un mundo social y político que se evidencia conflictivo. Se trata, pues, de actitudes frente a nuestros desencuentros frente a ese mundo. Curiosamente, no podemos lograr una comprensión rigurosa de los fenómenos sociales – “objetiva”, dirían algunos – sin estudiar a fondo el terreno de las (inter) subjetividades. Conocer a fondo nuestros conflictos implica no evadir la reflexión sobre el horizonte de lo subjetivo. La investigación social y política puramente “objetivista” no puede ser fenomenológica en ningún sentido relevante (recordemos las reflexiones de Husserl sobre la vida de la conciencia (inter) intencional y el mundo de la vida en La Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, un libro crucial para entender la tradición fenomenológica).

Este volumen colectivo se propone examinar los vínculos entre justicia, perdón y reconciliación al interior de una sociedad profundamente fragmentada como la peruana. Cada uno de los ensayos ofrece una lectura particular de los conflictos sociales y políticos que han sacudido la historia y las instituciones de nuestro país que pretende incorporar nuevas interpretaciones y argumentos en el debate académico y ciudadano sobre la construcción de nuestra memoria histórica y la comprensión de los episodios críticos de la vida nacional.


La imagen ha sido tomada del Blog del Fondo Editorial PUCP.

domingo, 9 de agosto de 2009

LOURDES FLORES Y EL MITO DEL "CENTRO POLÍTICO"





Gonzalo Gamio Gehri


Es un hecho conocido el uso de las expresiones “izquierda” y “derecha” ha sido puesto en cuestión como puntos de referencia en el debate político y teórico-político. Aunque no han perdido vigencia en la discusión, se han tornado controversiales. Procedamos esquemáticamente. Hoy se sindica como “derechista” a) la tesis de un "Estado mínimo" que deje espacio para el ejercicio de las libertades privadas de los individuos, y para el cuidado de la competencia económica. Sin embargo, también se califica como “derechista” b) la noción según la cual el Estado debe representar claramente una visión ético-religiosa sobre los fines de la vida de las personas, que las “razones de Estado” deben tener prioridad incluso sobre las libertades y derechos de los individuos. A veces, estas dos posiciones se enfrentan en la arena ideológica y política, en otras van (precariamente) juntas.

Del mismo modo, se ha identificado como “izquierdista” aquella concepción x) que propone el logro del “poder político” por parte de la clase proletaria que promueve una transformación revolucionaria de la sociedad, y que encuentra secretamente en el juego político democrático un mero instrumento para lograr sus propósitos. Pero también se describe como “izquierdista” y) el punto de vista de quienes conciben la distribución del poder político (equilibrio institucional, mecanismos de participación, etc.), las políticas de justicia distributiva en lo social (asociadas a la aplicación del principio de diferencia), la vindicación de la ciudadanía activa en el sistema político y la sociedad civil, así como la defensa de los Derechos Humanos como prioridades dentro de la agenda política democrática. Esta es una interpretación más ‘liberal’ del ideario de una izquierda no marxista, que rechaza firmemente las líneas medulares de x, aunque sus enemigos en la "clase política" local han intentado convertirlos retóricamente en modelos equivalentes, a pesar de sus evidentes divergencias (1). Me he dedicado en los últimos años a discutir y a defender una versión de y desde el liberalismo y el humanismo cívico; la primera sección de mi libro Racionalidad y conflicto ético y algunas entradas de este blog - en un formato menos formal - desarrollan con mayor detalle aquello que aquí describo de manera esquemática (dicho sea de paso, el término “postliberalismo” es un término filosófico-político, ajeno a esta discusión, que alude estrictamente a un ‘liberalismo postmetafísico’ – no contractualista, no kantiano -. La expresión ha sido clamorosamente malinterpretada por algunos blogueros no familiarizados con la filosofía política, o que ignoran qué significa el consenso práctico sobre el mal). En fin, existen, por supuesto, otras posiciones y otros matices importantes que considerar, pero para lo que queremos discutir aquí - y lo que permite el formato de post - puede resultar suficiente. “Derecha” e “izquierda” son categorías problemáticas y poco precisas (en ningún caso las rechazaría apelando al frívilo argumento de que "han pasado de moda"). Está claro que las cuatro perspectivas que he señalado requieren de términos más precisos.

Nuestra “clase política” – en las últimas décadas, por lo menos – no ha sido proclive al debate ideológico. Lo suyo ha sido el juego de fuerzas electoral, y las alianzas de coyuntura. Ejemplos hay muchos. Súbitas metamorfosis, cambios de signo político cuasi repentinos, “transfuguismo”, etc. Es probable que pocos políticos en actividad sepan cuáles son los principios del “social-cristianismo” o del “antiimperialismo”, o que su actuar o el de sus líderes hayan convertido estas ideas en etiquetas vacías. Para muchos políticos en actividad – más allá de su bandera política coyuntural - , la consigna comunista “salvo el poder todo es ilusión” es una especie de dogma de fe. Es por eso que la propuesta de Lourdes Flores de “construir un ‘Frente de Centro’” no sorprende ni entusiasma. Ante la absoluta ausencia de debate ideológico, la iniciativa constituye un globo de ensayo más de carácter electoral. Sobre todo si sabemos que no existe un “centro político” en tanto tal, que las posiciones de centro se construyen desde la “derecha” y la “izquierda” (piénsese en las ideologías latinoamericanas que se acercaron a la “socialdemocracia”).


Lourdes Flores pretende acercarse a Alejandro Toledo y a Luís Castañeda para construir una alianza electoral. El objetivo sería vencer a los dos candidatos “antisistema”, es decir, Humala y Keiko Fujimori. Por supuesto, el propósito puede ser muy positivo. Considero al humalismo y al fujimorismo posturas antidemocráticas y peligrosas (en mi opinión, Humala nunca ha sido de izquierda y el fujimorismo representa de un modo u otro la funesta cleptocracia que capturó el Estado en los noventa). Sin embargo, debo dudar de las credenciales de Lourdes Flores para convocar al “centro político”. Ella misma no dudó en establecer alianzas con Renovación (que representa a la ultraderecha política, cercana al fujimorismo, suscriptora de la ley de Amnistía), y a otorgarle a esos sectores ultraconservadores la dirección del área de educación en sus planes de gobierno dentro de Unidad Nacional. Ella invocaba la presencia de un “fujimorismo sano” en sus filas y no dudó en colocar en su plancha a un representante de uno de los grupos de poder empresarial más importantes del país (lo cual puso en cuestión su independencia). Sus referentes intelectuales nacionales están más cerca del "pensamiento reaccionario" que del liberalismo político. Evidentemente, Lourdes Flores tenía todo el derecho de coaligarse con aquellas fuerzas políticas, y de plantar sus propias banderas en aquel momento. Tampoco dudamos de su talento, de sus cualidades personales y condiciones de liderazgo. No obstante, su trayectoria política genera serias dudas acerca de la legitimidad y la transparencia de su invocación a la construcción de un “centro político”, moderado y democrático.








(1) Piénsese, en nuestro medio, en las campañas contra las ONG de DDHH o contra la CVR.

miércoles, 5 de agosto de 2009

CONTRA LA BARBARIE










NEONAZIS ATACAN EL LOCAL DE ‘BUHO ROJO’








Gonzalo Gamio Gehri



Me he enterado, gracias a la publicación Seguridad Ciudadana del Instituto de Defensa Legal y al blog Intercambio Filosófico que el último 26 de julio la Asociación Cultural Búho Rojo ha sido víctima del ataque de un grupo neonazi (presuntamente el MNSDP, según las pintas dejadas en las paredes del local de la institución; las investigaciones están tratando de confirmar o no la autoría de ese grupo). Esta asociación se dedica a organizar eventos vinculados a la reflexión filosófica en el distrito de Pueblo Libre. Las fotos muestran esvásticas acompañadas por frases como “los rojos al paredón” y “brigadas pardas”, firmadas con las siglas “MNSDP”. Hasta donde se sabe, la policía está investigando el hecho e intentando dar con los responsables. El caso está en manos de la DINCOTE. El Director de Búho Rojo, José Maúrtua, señala que se trata de un acto de intimidación de parte de un grupo de extremistas.

“Estamos solicitando garantías para nuestro grupo, para los miembros de nuestra asociación cultural. Tomaremos las acciones legales correspondientes para que este grupo de exaltados, violentistas, fanáticos, sea puesto ante el control de las autoridades correspondientes”.

Más de uno se preguntará si se trata de una broma de un grupo de adolescentes confundidos, que en un país multicultural predica el credo delirante y visceral de la “supremacía racial”. El asunto es grave, en tanto se trata de un acto que pretende infundir terror en un espacio creado para el diálogo. Los llamados “Cafés Filosóficos” se han convertido en una corriente que cobra fuerza en diversos grupos de personas interesadas en cultivar la filosofía más allá del ámbito estrictamente académico. No he asistido nunca a las sesiones de Búho Rojo – confieso que no necesariamente comparto la espiritualidad de la llamada “filosofía aplicada” – pero conozco la opinión favorable de muchos filósofos que asisten y encuentran allí un espacio de fraternidad y libre encuentro de ideas y razones. En todo caso, la idea de ampliar el ágora filosófica me parece genuinamente socrática, y la saludo. No extraña que esta apertura intelectual y moral irrite a quienes cultivan simpatías neonazis.

Como se sabe, el neonazismo está avanzando poco a poco en ciertos lugares del mundo noratlántico, particularmente en ciertos sectores sociales, en donde golpea con mayor fuerza la crisis económica e impera la xenofobia. Muchas veces estos grupos “camuflan” su mensaje revistiéndolo de “tradicionalismo religioso” o de “realismo político”. Por supuesto, aquí es preciso hilar fino: yo mismo he señalado en otro post - sobre un respetado intelectual contramoderno peruano - que es necesario no caer en la simplificación, que ciertas versiones del tradicionalismo no son fascistas o no son próximas al nazismo y que la confusión es perniciosa; está claro que existen visiones conservadoras de la política que no pueden ser clasificadas de esa manera. Se trata de reconocer - y mostrar - en qué modos de argumentar, tras el “realismo”, se insinúan concepciones funestas de “supremacía cultural” y “supremacía racial”. Esa es tarea de la crítica ideológica, sin duda, y es preciso distinguir entre una posición y las otras. Sin enbargo, más allá de estos matices importantes, es común que los propios "ultras" promuevan esa clase de confusión, que les permite ocultarse en el conjunto indeterminado y sumamente diverso del "antiliberalismo", para pasar desapercibidos y no ser identificados como extremistas. Es raro que se presenten a sí mismos como simpatizantes del nazismo. En la Web y en la blogósfera europea, la presencia de los grupos extremistas oscila entre aquellos que declaran expresamente su fidelidad al credo nazi, y quienes destilan sutilmente esta clase de ideologías cubriéndose con un suave manto (pseudo) “científico” y de “incorrección política”. Pero, como dice Nietzsche, “se trata del viejo sol”.

Esta clase de discurso discriminador y violento se está proyectando hacia otras facciones de la ultraderecha; por supuesto, las democracias europeas están al tanto de esto, y las fuerzas políticas moderadas (así como buena parte de los actores de la sociedad civil) perciben este retorno de posiciones discriminatorias como un problema grave. En Europa y Estados Unidos el discurso anti-inmigración y xenófobo ya está calando en diversos grupos de interés político, y asume ciertas tonalidades explícitamente racistas. Apareció claramente en las campañas políticas en Italia y Francia. Actualmente, Udo Pastoers, miembro del NDP alemán, enfrenta acusaciones vinculadas a la prédica del odio racial. De acuerdo con la nota difundida por EP Social, Pastoers llamó a Alemania en un discurso “república de los judíos” y describió a los turcos “como ‘cañones de semen’ que están inundando al país con sus crías”. Este personaje podría pasar un tiempo en prisión si se demuestra su culpabilidad.

Es lamentable que este discurso absurdo de la “pureza racial” y del “retorno al imperio” esté llegando al Perú (hasta donde he podido ver en las webs “oficiales” de estos “movimientos políticos” extremistas, se trata de una combinación de hitlerismo, falangismo español y una nostalgia por el virreinato del Perú en el siglo XVIII….encontramos allí, además de un inaceptable violentismo, una mescolanza conceptual - criolla y nada rigurosa - bastante grave). En un país como el nuestro, que ha padecido en repetidas ocasiones los embates de la violencia y el fanatismo ideológico de diverso cuño, esto no tiene nombre. Ya estamos hartos del “Viva la muerte”. Esperemos que las investigaciones prosperen y se identifique a estos sujetos. Nuestra solidaridad con Buho Rojo.

domingo, 2 de agosto de 2009

APUNTES SOBRE EL UNIVERSALISMO MORAL, LOS DERECHOS HUMANOS Y LAS CULTURAS*


Gonzalo Gamio Gehri


Con frecuencia, la apelación contemporánea a lo común en materia moral y política asume el lenguaje de la cultura de los Derechos Humanos. En gran medida, lo que hemos estado discutiendo sobre la importancia del ejercicio de la razón práctica en la construcción de la identidad, y la capacidad de los agentes humanos de intercambiar narraciones y dialogar en torno a ellas se enmarca en el horizonte de esa cultura. Se trata de un sistema de principios e instituciones cuyo propósito fundamental es garantizar la protección efectiva de la dignidad y libertad de los individuos frente a la violencia que puedan ejercer contra ellos otras personas, pero también el propio Estado.

Los Derechos Humanos son expresión de la exigencia contemporánea de justicia universal, la invocación a un sistema normativo internacional que trascienda la jurisdicción de los Estados locales, pero que al mismo tiempo permita vigilar su conducta frente a sus ciudadanos. En ese sentido, podría decirse que los preceptos consignados en la Declaración de 1948 cumplen en el mundo de la posguerra una función análoga a la que cumplían las “leyes de la Hélade” en las relaciones conflictivas entre los argivos, tebanos y atenienses expuestas en Las Suplicantes. Se ha discutido mucho acerca de la clase de universalidad de estos derechos, si – a pesar de presentar una formulación que recuerda a las Declaraciones de Derechos norteamericana y francesa – pueden dar cuenta de un conjunto de principios que representan consensos interculturales en lo que respecta a las prerrogativas e inmunidades de los individuos (aunque parezca sorprendente, hay quienes consideran “inconsistente” la combinación de la exigencia ética universalista y la preocupación por la encarnación política local y cultural; habría que preguntarles a esos falsos “realistas” sin han oído hablar de la filosofía pragmatista o incluso del “universal concreto” hegeliano). Boaventura de Sousa Santos ha propuesto pensar los Derechos Humanos desde una hermenéutica diatópica, una reflexión crítica en torno a las diferentes ideas de dignidad construidas en tradiciones culturales e intelectuales diversas, que sirva de cimiento a consensos globales que posean una fuerza normativa (y emancipatoria) genuinamente universal[1].

Con frecuencia, la conexión conceptual entre los Derechos Humanos y las identidades culturales ha sido planteada como problemática. Se ha sostenido que reproduce visiones de la vida básicamente occidentales e ilustradas (una antropología metafísica de corte individualista, una epistemología moral racionalista, una concepción utópica cosmopolita subyacente a su propio planteamiento ético). Creo que se trata de objeciones que hay que tomar en serio, pero que tienden a debilitarse si examinamos los Derechos Humanos en una perspectiva pragmática, y no metafísica (al menos en el sentido tradicional del término). En lugar de formular la cuestión de si los seres humanos somos realmente titulares de Derechos Naturales inalienables – en virtud de algún “atributo esencial” de la humanidad, como la capacidad de razón -, o si es posible “deducir” estos derechos de algún procedimiento racional universal (el imperativo categórico o el contrato social, por ejemplo), consideremos este sistema de derechos como una herramienta social, fruto de la historia moderna – particularmente resultado de la reflexión crítica en torno a experiencias dolorosas como las guerras de religión en el siglo XVII, o el Holocausto judío en la segunda guerra mundial -, que apunta a la prevención y contención de actos de represión, persecuciones por razones ideológicas o religiosas, tortura o desaparición forzada[2]. Tomamos así distancia de las intuiciones metafísicas en torno a los Derechos Humanos, y nos quedamos con las consideraciones prácticas en torno a sus propósitos: reducción del daño y la violencia, el cuidado de la libertad y el acceso al bienestar de sus usuarios, etc. No necesitamos explicitar nuestros compromisos metafísicos para manifestar nuestra adhesión a esta clase de derechos[3].

¿Qué tiene que ver todo esto con las cuestiones de identidad cultural? Mucho, en realidad. La cultura de los Derechos Humanos pretende ser un espacio espiritual plural en el que los agentes, sus grupos de origen y sus asociaciones puedan entrar en contacto. No se trata de un escenario culturalmente neutro, sino de un sistema normativo históricamente constituido que posibilita el encuentro dialógico de los individuos y sus culturas. Los Derechos Humanos constituyen un sistema de normas que procura proteger al individuo, de modo que él pueda planificar su vida y vivirla sin interferencias no consentidas (en ese sentido, como dice Appiah, las culturas son valiosas sólo si les importan a las personas).. Sin embargo, discernir y diseñar un proyecto de vida implica traer a colación – y someter a discusión – las diferentes dimensiones de la identidad a las que hemos hecho referencia (incluyendo la lengua y la cultura). Difícilmente uno puede llegar a ser ‘uno mismo’ sin evocar los contextos culturales que influyen en el propio estilo de vida. Esta clase de argumentación ha llevado a filósofos de la talla de Will Kymlicka a sostener que la afirmación del sistema de derechos exige la promoción de políticas lingüísticas y culturales que permitan a los individuos acceder a los servicios que brinda el Estado en su lengua vernácula. De otro modo, no podría garantizarse la observancia del principio de igualdad civil, básica para toda defensa razonable de los Derechos Humanos[4].


* Esta nota es un adelanto de una investigavión, sobre Cultura de Paz, interculturalidad y DDHH.

[1] Santos, Boaventura de Sousa De la mano de Alicia. Lo social y lo político en la postmodernidad Bogotá, Siglo del Hombre Editores 2006 capítulo 10.
[2] Consúltese Rorty, Richard “Derechos humanos, racionalidad y sentimentalismo” op.cit.
[3] Cfr. Appiah, K. Anthony La ética de la identidad Buenos Aires, Katz 2007 p. 369.
[4] Este es el argumento central de Ciudadanía multicultural Kymlicka, Will Ciudadanía multicultural Barcelona, Paidós 1996.