lunes, 29 de diciembre de 2014

ESTADO Y ACTIVIDADES RELIGIOSAS: ESTABLECER FRONTERAS EN UN ESTADO LAICO









Gonzalo Gamio Gehri

En los últimos días, el tema del pluralismo y la laicidad del Estado liberal ha vuelto a ponerse en discusión, esta vez en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Una alumna de Letras, Katherin Ángeles Sihuay, envió una carta al Decano de la Facultad – según me ha comentado, un profesor de esa casa de estudios, y he podido constatar luego leyendo el documento y dos entrevistas – señalando que, dado que la UNMSM es una universidad estatal y el Perú un Estado laico, la Facultad no debería exhibir en espacios comunes Nacimientos ni ninguna manifestación de una religiosidad particular. El Estado democrático se mantiene neutral en materia religiosa, porque su función es la de garantizar los derechos y las libertades individuales, incluidas las concernientes a creer o a no creer. La alumna ha sostenido que ha recibido un trato hostil de parte de miembros de la comunidad universitaria,  e incluso ha sido amenazada desde las redes sociales. Ha añadido que – curiosamente – se evita discutir rigurosamente este problema en el campus: “resulta curioso notar”, sostiene “que son, sobre todo, los profesores de temas relacionados a epistemología y lógica quienes invitan a través de su discurso y acción a plantearse estos temas, mas no los de ética y filosofía política”. Es una situación que sin duda preocupa.

Espero que en la UNMSM pueda desarrollarse un debate amplio sobre este tema. Tengo muchos amigos filósofos en esa importante casa de estudios, cuyo trabajo aprecio y admiro, quienes  seguramente aportarán argumentos sólidos que esclarezcan lo que está en juego aquí. Intuyo que este debaste recién está iniciándose. La carta en mención destaca un punto fundamental. Una institución pública no constituye un espacio para la expresión de una confesión religiosa puntual. Es el caso de los claustros de la Universidad más antigua del Perú. Tales escenarios constituyen foros compartidos para el cultivo del saber y de la vida cívica, para discutir asuntos que sean de interés común de quienes desarrollan el conocimiento o ejercen la ciudadanía. La celebración de costumbres religiosas o las actividades proselitistas en cuestiones de fe no pueden tener lugar en el seno de las universidades estatales. Esta forma de reflexionar procede de los principios de la razón pública inscritos en una concepción democrática de la política, y es independiente del credo personal. Por ejemplo, yo soy católico – como muchos ciudadanos – pero creo que nuestro Estado debe ser laico.

 Resulta legal y moralmente irrelevante hacer notar que el credo espiritual que se intenta difundir sea el que profesa la mayoría de la población. Se trata de proteger los derechos de todos en pie de igualdad, incluidos los derechos de las minorías. Consentir el compromiso doctrinario de un Estado con una religión específica implicaría discriminar a quienes practican otras creencias, o no tienen convicciones religiosas en absoluto. Tal opción política implica tratar a estas personas como ciudadanos de segunda clase. La entidad política debe defender las bases institucionales de un contexto de “pluralismo razonable”(en términos de John Rawls), aquel que propicia el florecimiento de diversas concepciones morales y religiosas, siempre y cuando ellas respeten el derecho de las demás visiones a tener un lugar en la sociedad y eventualmente, a entrar en diálogo con ellas.

El espacio adecuado para la celebración de la Navidad – en cuanto al ritual, la decoración y la prédica correspondientes – son las casas,, son las parroquias, o las comunidades e instituciones religiosas en las que uno participa en condiciones de libertad. No son los lugares estatales, en los que se promueve el bien público, asociado estrictamente al cuidado de los principios y procedimientos de la justicia, el cultivo de la tolerancia ante diversos caminos razonables de vida y el ejercicio de las virtudes políticas. Un Estado democrático no dedica los espacios bajo su jurisdicción a la práctica de ningún culto puntual ni permite su uso orientado por tales propósitos. Esta actitud no lo convierte en “a-teo”: es básicamente laico y aconfesional porque no admite establecer desigualdades entre los ciudadanos en razón de sus creencias y estilos de vida. Promueve el desarrollo de todas las religiones y visiones del mundo bajo la única condición de que éstas respeten los derechos y libertades de todas las personas, vale decir, que acepten coexistir en un marco de pluralismo razonable conforme a las reglas de juego propias de un régimen democrático constitucional.

Quienes suscribieron la carta señalan que su iniciativa ha recibido críticas de todo calibre, no precisamente cimentadas en argumentos legales o filosóficos rigurosos (y arraigados en los usos democráticos). Algunas de las críticas más extrañas y virulentas – advierten con sorpresa y perplejidad - provienen de respetados intelectuales,  profesores de la Facultad, que habrían de enarbolar las banderas del respeto a la diversidad. Resulta conceptualmente pobre aducir que impedir que se instalen nacimientos y árboles de Navidad en los ambientes de la UNMSM constituye una grave violación a la libertad de expresión de los creyentes. Quien así argumenta desconoce la frontera entre los fueros de la entidad política y los escenarios religiosos, uno de los pilares de la democracia liberal. La edificación religiosa o el cuidado de las tradiciones no competen al espacio público estatal. Cada práctica tiene un lugar específico en una sociedad plural.

Otros censores de esta propuesta han pretendido refutar la idea de laicidad estatal apelando a un cínico “realismo político”. Aseveran que el Perú es un “país católico”, que el destino del país se debe a las decisiones de sus “élites” – políticas, empresariales y eclesiásticas -, y que “sus élites son católicas”. Por tanto, tendría sentido dedicar los espacios del Estado a la práctica de las costumbres propias del catolicismo. Me sorprende el recurso a una tesis que  - en cuanto a su conceptos- expresamente hunde sus raíces en el fascismo, una ideología expresamente autoritaria, violenta y cosificadora, como tan lúcidamente denunciaran Husserl y Levinás en la primera mitad de los años treinta. Aquí la argumentación democrática simplemente desaparece a favor de un voluntarismo retorcido y mesiánico: el “espíritu del pueblo” – la resonancia hegeliana es evidentemente engañosa, pues Hegel no tiene que ver con este poco sutil irracionalismo - es meramente expresión de su “clase dirigente”.  Nuestra religión tendría que ser la de nuestros caudillos y líderes natos. El discurso de los derechos y las libertades individuales se torna irrelevante, el pluralismo deviene en un estorbo para  asumir el camino del progreso; los ciudadanos se convierten en meros “gobernados”. “Súbditos”, en una palabra. Sombrío el panorama de quien se someta a esta forma arcaica de integrismo político (y religioso). Aquí se plantea veladamente un retorno al Estado confesional.

Esta perspectiva posee una innegable entraña totalitaria. El totalitarismo no sólo decretaba el imperio de una única visión del mundo promovida y difundida por un Estado tutelar, sino que ejercia  un control sobre todos los aspectos de la vida, tanto pública como privada. Predicaba y difundía una única doctrina verdadera, un único estilo de vida con sentido. Quienes no compartían esa visión de las cosas eran considerados herejes victimas del error o de la corrupción del pensamiento.  Creo que  nuestra sociedad ha sufrido en repetidas veces los ataques de formas ideológicas intolerantes de diverso cuño – versiones del totalitarismo tanto religiosas como seculares, desde el integrismo  de las extirpaciones de idolatrías en la colonia hasta los delitos de Sendero Luminoso – como para tomar  intelectualmente en serio esta posición autoritaria. Basta con dejar constancia acerca de su persistencia en la universidad pública y recordar el registro funesto de sus acciones en nuestro país.

Es preciso añadir que esta lectura conservadora es, en el fondo, incompatible con el cristianismo, al menos si tomamos en cuenta a los Evangelios como fuente primaria de interpretación de esta concepción de la vida ética y espiritual. Recordemos que el anuncio del Reino por parte de Jesús ni se hace desde las “élites” ni se las considera el núcleo vivo de la comunidad creyente o de la comunidad por construir. La Buena Nueva se dirige a los más humildes, a los publicanos, a los pobres, a personas que los encumbrados miran con recelo y desconfianza. En ese momento Jesús se llenó del gozo del Espíritu Santo y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has dado a conocer a los pequeñitos. Sí, Padre, pues tal ha sido tu voluntad” (Lucas 10, 21). La preocupación por las condiciones de injusticia en las que se ven sumidos la viuda, el pobre y el extranjero constituye un elemento fundamental de la perspectiva del Reino de Dios y el esfuerzo por su edificación en el terreno de la práctica. Nada más extraño al Magisterio de Jesús de Nazaret que esa obsesión por identificar a los sectores dirigenciales con el motor de la comunidad o con la fuente de su progreso moral. El énfasis reaccionario en el carácter de los poderosos es ajeno a la ética del cristianismo y a sus exigencias en materia de justicia y solidaridad.

Este incidente nos permite ver con claridad una situación que enfrenta nuestra sociedad en cuanto a la relación entre política y religión. No sólo muchos de nuestros ciudadanos – incluidos algunos académicos conocidos – no llegan a entender  a cabalidad los principios que subyacen a la necesaria separación entre las instituciones públicas y las iglesias, sino que no alcanzan a reconocer su relevancia para la afirmación de una genuina cultura democrática en el Perú. El hecho de que en pleno siglo XXI existan resistencias incluso para discutir el concepto de laicidad revela la precariedad de los recursos intelectuales y políticos que usualmente se invocan para consolidar un genuino Estado de derecho constitucional, respetuoso de la pluralidad de formas de vivir y pensar.










miércoles, 24 de diciembre de 2014

NAVIDAD







Gonzalo Gamio Gehri


La Navidad es una festividad importante para quien ha crecido en medio de una tradición judeo-cristiana. Se rememora el ingreso de lo divino en el tiempo finito. La expresión Emanuel destaca esa convicción: Dios está con nosotros, literalmente. Habita nuestro mundo, comparte nuestras penas, nos brinda esperanzas de que es posible erigir un nuevo mundo – el Reino – en el que los vínculos humanos se organizan no en virtud de la violencia o a partir de la imposición de antiguas jerarquías, sino desde el cultivo del amor. El propio Jesús establece la pauta: «Ya no os llamo siervos, sino amigos» (Jn 15,15). Este es el corazón del Magisterio de Jesús.

Hegel, Chesterton y Gutiérrez consolidaron en mi mente esta idea teológica: el cristianismo no nos anima a salir del mundo, sino a saber estar en él. Y sin embargo, observar el mundo con otros ojos. Poner énfasis en la condición de los más vulnerables, y atender a sus aspiraciones legítimas y a su sed de equidad. El advenimiento del Reino no obedece solamente a consideraciones mesiánicas o relativas al sentido de la historia. Es una invitación a participar en la construcción de esa nueva forma de vida. Ese mundo espiritual no es sólo una promesa que se cumple después de la muerte: está en medio de nosotros. Todo eso está en los Evangelios.

Por ello el cristianismo supera la oposición entre religión y secularización. La convierte en una aparente oposición. Porque el mundo se revela como una encarnación del Espíritu, que se lleva a la perfección por la acción del ágape en la vida de las personas. La encarnación no es un evento cósmico, es un acontecimiento que puede reproducirse (re-crearse) en el horizonte de la vida cotidiana. Actuar por y para los demás – sin que el móvil sea el razonamiento meramente instrumental propio del mundo exclusivamente económico – es una forma de participar de esta héxis fundada en la promesa de ese Reino. Destacar la cooperación y la empatía frente a la mera competencia. Reivindicar lo común frente a aquello que atomiza nuestros vínculos.


Les deseo unas muy felices fiestas navideñas.

domingo, 21 de diciembre de 2014

SEGUIR EL CAMINO DEL SALMÓN: "ELIZABETHTOWN" (2005)



Gonzalo Gamio Gehri

Me causa una muy buena impresión Elizabethtown (2005), una película norteamericana de gran intensidad.y sentido existencial. Es una de mis cintas favoritas, por muchas razones.  Drew Baylor  (Orlando Bloom) es un joven que ha fracasado notoriamente en la campaña de promoción de un modelo de zapatillas deportivas. La depresión lo lleva a pensar en el suicidio. No logra cumplir su propósito; antes se entera de que su padre ha muerto en su pueblo natal, Eluiabethtown. Tiene que viajar para atender los asuntos funerarios. En el avión conoce a Claire (Krinsten Dunst), una joven azafata que reconoce su situación y se ofrece darle pautas en el intrincado camino hacia el pueblo paterno.

El contacto con sus familiares de Kentucky – personas sencillas que le profesaban un profundo amor a su padre -, así como la revisión de sus propios recuerdos, lo llevan a asumir la vida en una perspectiva distinta. Valorar las pequeñas cosas, acercarse a la lucidez curiosa que se revela en las conversaciones cotidianas. Las largas conversaciones telefónicas, las caminatas, van haciéndose un espacio en su existencia. Es interesante la mezcla de asombro y ternura con la que él empieza a mirarla. El penoso incidente de las zapatillas comienza a perder relevancia. Ella intenta enseñarle que hay fracasos que infunden sabiduría. Resuenan entonces las palabras de Beckett: inténtalo de nuevo, fracasa bien, fracasa mejor. Claire parece salvar a Drew de ese predicamento de confusión y pérdida de sentido.

La vida se trata de seguir el camino del salmón. No seguir a la mayoría y sus criterios de éxito y progreso, sino nadar contra la corriente. Claire ofrece a Drew un mapa de regreso a casa, a Oregon, lleno de imágenes y canciones que lo acompañen en el camino. El mapa está lleno de indicaciones: bajar del carro y ver este árbol, detenerse en un café de Memphis para escuchar las historias del dueño, visitar el lugar en el que Martin Luther King se dirigió por última vez a los ciudadanos, escuchar las canciones que hablan de su propia historia. Claire cree que lo ha perdido, y que sólo le queda abrirle completamente y por última vez su corazón, con todo su amor y todos sus demonios.

No sabe que el mapa de regreso a casa es realmente el regreso hacia sí mismo. La imagen del hogar es, otra vez, una metáfora de la identidad. Como Odiseo, pudo descubrirse a sí mismo en la conversación con otros. Esta película de Cameron Crowe recuerda el valor de la verdadera comunicación humana en una vida con sentido.

sábado, 20 de diciembre de 2014

EL AMOR AL MUNDO EN UN TIEMPO DE ESPANTO (V. PALACIOS)



Víctor Palacios

En un tiempo de transiciones tumultuosas y cruentos conflictos religiosos en la Francia del siglo XVI, Michel de Montaigne (1533-1592) manifiesta una inesperada serenidad y una lucidez que merece, por su tacto diplomático y el humanismo de su sensibilidad, la confianza de los bandos enfrentados; así como vive una insólita pasión por el mundo -en un "tiempo de espanto"- desplegada en el deleite de las lecturas, las conversaciones y los viajes que emprende para incrementar su ser en la diversidad que deriva de la finitud humana. El curso propone una reflexión sobre la acogida de las diferencias, las virtudes cívicas que desprende el genuino amor a la verdad, la discrepancia como motivo de encuentro, y la construcción de la identidad personal por medio de la escritura y a partir de la pluralidad.
La conciencia de la finitud, que explica la variación y las diferencias de las culturas y los pueblos, se convierte en un pretexto para el encuentro y el intercambio de nuestros respectivos pedacitos de mundo. “Quien me contradice, no despierta mi cólera, sino mi atención”, dice en Los ensayos profesando, en lugar de la mera tolerancia, un interés, una acogida de lo distinto que sustenta la cortesía y la hospitalidad, virtudes cívicas derivadas de un genuino amor a la verdad. Un yo finito que se retrata en el ejercicio de la escritura y en el contacto con lo otro, lo recorrido y acopiado en los libros o a caballo. “El mejor de todos los hombres es el hombre mezclado”, agrega en Los ensayos. Sin duda, un contrapeso de sensatez que previene los desvaríos del racionalismo, y también una referencia pertinente para el pensamiento de la multiplicidad y la variabilidad del mundo en el que vivimos.

Citas de Montaigne:
1. “La persecución y la caza corren propiamente de nuestra cuenta; no tenemos excusa si la efectuamos mal y con impertinencia. Fallar en la captura es otra cosa. Porque hemos nacido para buscar la verdad; poseerla corresponde a una potencia mayor. No está, como decía Demócrito, escondida en el fondo de los abismos, sino más bien encumbrada a una altura infinita en el conocimiento divino. El mundo es solo una escuela de indagación. La cuestión no es quién llegará a la meta, sino quién efectuará las más bellas carreras”.
2. “Vviajar me parece un ejercicio provechoso. El alma se ejercita continuamente observando cosas desconocidas y nuevas. Y no conozco mejor escuela para formar la vida, como he dicho a menudo, que presentarle sin cesar la variedad de tantas vidas, fantasías y costumbres diferentes, y darle a probar la tan perpetua variedad de formas de nuestra naturaleza”.

Miércoles 11, jueves 12 y viernes 13 de marzo de 2015
6:30-8:30pm
En el campus de la Universidad Antobio Ruiz de Montoya.
Dirigido a estudiantes, profesores y público en general.

jueves, 27 de noviembre de 2014

ACERCA DE LA CULTURA DE DERECHOS





Gonzalo Gamio Gehri

Las democracias vigentes han adoptado los principios de los derechos humanos como un componente básico de su ordenamiento jurídico. Se ha constituido asimismo un sistema internacional  de justicia que hace posible que los propios individuos puedan denunciar a los Estados si es que consideran que éstos vulneran sus derechos o restringen ilegalmente sus libertades. De este modo, las personas pueden verse protegidas frente a potenciales abusos estatales. Estos mecanismos no siempre son comprendidos adecuadamente, y es común que sean rechazados por los sectores más conservadores y recalcitrantes de la sociedad. Sin embargo, constituyen un avance crucial en la historia de la defensa de los derechos humanos. Con todo, estos mecanismos y procedimientos no son autosuficientes; requieren de una ética de la memoria que se comprometa con la escucha de las víctimas y con el ejercicio de su derecho a la verdad y a la justicia. En el caso del Perú, el fortalecimiento de esa ética sigue siendo una tarea pendiente, a once años de publicado el Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación.

Los derechos humanos constituyen poderosas e iluminadoras herramientas sociales para el cuidado de la vida, la dignidad y las libertades de todos los seres humanos sin excepción. La promoción de estos derechos constituye un ‘signo de civilización’ que trasciende las ideas políticas y los enfoques intelectuales. Algunas personas perciben una matriz teológica que sostienen los derechos humanos, otras prefieren asociarlos a una fundamentación metafísica densa – una imagen de la condición humana o de la naturaleza de la razón -, un tercer enfoque plantea interpretar los derechos humanos en una clave pragmátista y contextualista, como una conquista histórica de una cultura humanitaria. La mayoría de los ciudadanos de las democracias concentran su atención en la expresión práctica de la cultura de los derechos humanos antes que en los debates sobre su cimentación teórica. En realidad, los derechos son susceptibles de una justificación filosófica  plural en cuanto a sus fuentes. Se trata de vindicar en el terreno específico de la praxis nuestra potestad de elegir el modo de vivir y contar con las condiciones sociales para llevar esa vida sin violencia ni arbitrariedad.

“No podemos decir que la noción de derechos humanos esté metafísicamente desnuda; sin embargo, en cuanto a lo conceptual debe – o debería llevar – pocas ropas. No cabe duda de que no necesitamos concordar en que se nos haya creado a imagen y semejanza de Dios, o en que tengamos derechos naturales que emanan de nuestra esencia humana, para concordar en que no queremos ser torturados por los funcionarios del gobierno, ni estar expuestos a arrestos arbitrarios, ni que se nos quite la vida, la familia o la propiedad”[1].
Esta vocación universalista requiere de un intenso compromiso ético que implica el cultivo de la empatía – la capacidad de ponerse en el lugar de las víctimas -  así como el cuidado de un estricto sentido de justicia. Creer que toda persona es un titular de derechos inalienables supone estar convencido de que nadie está fuera de nuestra comunidad moral, que nadie escapa a nuestro círculo de lealtades y obligaciones. Ello significa que denunciar el sufrimiento inocente constituye una prioridad para nosotros. Se trata de una nueva manera de considerar a todo ser humano como un compañero de ruta cuya existencia y destino realmente nos interesa.





[1] Appiah, Kwame. La ética de la identidad Buenos Aires, Katz 2007 p. 369.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

DE BLOG A LIBRO





Gonzalo Gamio Gehri

Hace pocos días presenté el libro de mi gran amigo Alfredo Rusca Busco novia, por Rusca. Originalmente era un blog heredado, que no tenía el ángulo más existencial – “idílico” que la versión que Rusca ha planteado, una mayor profundidad en la reflexión sobre el curso de la vida interior y la complejidad de la búsqueda de su propia identidad individual.  Regresando de Alemania, de un desencuentro amoroso, el protagonista viaja por Europa y Canadá – con intervalos largos en el Perú – conociendo diferentes personas, enfrentando diversas situaciones asociadas con la tarea de buscar pareja, pero que lo llevan a encontrarse a sí mismo. Tres años después de terminado el blog (y cumplido su cometido) ha convertido ese espacio en un libro.

Se trata de su segundo libro; el primero, Polianna, es una reflexión sobre la ausencia, el amor y el esfuerzo por trascender esas pequeñas muertes que la vida genera en uno de manera casi forzosa. Es un libro más personal que el que presentamos hace unos días. No obstante, no debe pensarse que este blog / libro es una crónica frívola. En absoluto. Es posible que el formato lo sugiera así, pero lo que examina el libro es una genuina pesquisa personal por un sentido para la vida. Alfredo desarrolla una serie de reflexiones sesudas sobre sí mismo, sus recuerdos, sus ideas sobre la vida. Uno se topa, por ejemplo, con meditaciones sobre cómo los aeropuertos pueden tornarse en lugares para la introspección, en la medida en que se suspenden los vínculos cotidianos y nuestros canales de comunicación acostumbrados.

Se trata de un  libro particularmente autorreflexivo, pese a su temática, supuestamente ligera. Contiene también mucha ironía y cambios de ritmo literario, que incluso dejan un espacio a la visión mística del mundo, que el autor suscribe, así como algunas meditaciones sobre el arte de escribir. Es una lectura que merece la pena, sin el menor asomo de duda. Es, además, un ejemplo de conversión de un espacio virtual a un texto en sentido estricto, sin perder el estilo personal y directo del formato original.


lunes, 17 de noviembre de 2014

UNIVERSIDAD EN SANGRE (E. CAVASSA)




Ernesto Cavassa S.J.



Un 16 de noviembre, hace 25 años murieron asesinados 6 jesuitas y dos colaboradoras laicas en el campus de la Universidad Centro Americana Simeón Cañas, de San Salvador. El nombre más emblemático es el de Ignacio Ellacuría pero compartieron su misma suerte Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López, Ignacio Martín-Baró y Joaquín López. Cinco españoles y un salvadoreño, que conformaban la comunidad jesuita que tenía su residencia en la misma Universidad. Otro jesuita, teólogo conocido, Jon Sobrino, perteneciente al mismo grupo, se salvó de morir porque estaba fuera del país, dictando conferencias en Asia. En ese continente, en el que los cristianos son solo una minoría, no podían entender que un grupo de militares, que se confesaban cristianos, pudieran asesinar a otros cristianos. Las colaboradoras laicas, la Sra. Elba Ramos y su hija Celina, de solo 16 años, tampoco lo imaginaron y decidieron quedarse esa noche en el campus para no correr el riesgo de tener que ir hasta su barrio, convulsionado –como toda la ciudad– por la guerra civil. Los militares no hicieron distingos y las mataron también a ellas.

Pude visitar el campus hace 5 años, en el 200 aniversario del martirio. Es difícil no conmoverse al entrar a esta universidad que se ha convertido en un centro de peregrinación. En esa ocasión, los familiares de los mártires y los invitados a participar  en el homenaje, fuimos recibidos por el Presidente de la República en el palacio presidencial. 

Fue la primera vez que el Estado salvadoreño, desde su máxima representación, reconoció su participación en el asesinato. Tuvieron que pasar 20 años para ello.

La intervención militar que derivó en el asesinato de estas personas no fue casual. 

Los jesuitas, conscientes de que la guerra civil no llevaba a nada y se había convertido en una masacre por ambas partes, decidieron apostar por la paz. Se comprometieron seriamente en el proceso y Ellacuría fue uno de sus principales impulsores. Tampoco fue casual que lo mataran con un disparo a la cabeza. Decidieron ejecutar a quien consideraban el mentor con un disparo a su cerebro, a la razón. 

El impacto que produjeron esas muertes fue inmenso. Aún recuerdo las noticias de esa madrugada, primero inciertas, luego cada vez más firmes. Llamadas mutuas entre amigos para cerciorarnos si lo que estábamos escuchando era verdad. La solidaridad fue inmediata. La provincia jesuita de Centroamérica solicitó apoyo para continuar las actividades universitarias. Podrían asesinar a los hombres pero no al proyecto que ellos encarnaban. No todos los que se apuntaron pudieron llegar a trabajar en la UCA. Pero la UCA llegó a todos nosotros. A partir de ese momento, las universidades de la Compañía no fueron más las mismas. El 16 de noviembre de 1989 ha marcado para todas un antes y un después.

En palabras del P. Kolvenbach, anterior superior general: “Es ya un estereotipo el repetir que la universidad no es una torre de marfil y que no es para sí misma sino para la sociedad. Más allá de la teoría, el sentido profundo de esta afirmación lo dio el testimonio de Ignacio Ellacuría y sus compañeros. Pocos hechos como éste han causado tanto impacto y se han prestado a tanta reflexión en nuestras universidades en estos últimos años” (Roma, 27 de mayo de 2001).

En efecto, el asesinato de los jesuitas de la UCA ha sellado con sangre el compromiso de la universidad jesuita con las aspiraciones más altas de los pueblos, con los valores de paz y de justicia, y con los más pobres de nuestros países a quienes la universidad desea servir. No hay universidad neutra, lo sabemos. Por ello, la universidad jesuita se pone conscientemente al servicio del país y de la transformación de todas aquellas estructuras de injusticia que impiden su auténtico desarrollo. 

El mejor homenaje a los mártires, en el 250 aniversario de este acontecimiento, es seguir la senda que ellos regaron con su sangre. Citando nuevamente a Kolvenbach, “todo centro jesuita de enseñanza superior está llamado a vivir dentro de una realidad social y a vivir para tal realidad social, a iluminarla con la inteligencia universitaria, a emplear todo el peso de la universidad para transformarla”. Ese es también nuestro compromiso con el Perú.

(Publicado en La República)

SOCIEDAD DEMOCRÁTICA, LIBERALISMO Y ESTADO ACONFESIONAL. CONSIDERACIONES DE PRINCIPIO









Gonzalo Gamio Gehri


Desde la Homilía del Te Deum se ha evocado la figura de una “laicidad positiva”, de parte de algunos columnistas afines al discurso pronunciado el 28 de julio. Se ha dicho que aunque el Estado sea laico e independiente de la Iglesia, ésta tendría el rol de guiarlo en lo que toca al señalamiento de los valores supremos de la vida humana. No estoy de acuerdo con esa descripción del Estado laico, ni con aquella explicación de las relaciones entre un Estado democrático y las Iglesias. Creo que esa interpretación (pseudo platónica, porque platónica realmente no es) resulta tendenciosa y puede reproducir precisamente las pretensiones de un Estado confesional, no compatible con una sociedad estríctamente democrática. En una nota suya publicada en Correo, Martín Santiváñez – comentando la Homilía – sostiene lo siguiente:

“Mientras más me aburro con los mensajes presidenciales, más me detengo en las homilías del TE DEUM. La de este año ha sido relevante por abordar el punto de la separación entre la Iglesia y el Estado. Toda la doctrina católica, desde Orígenes hasta el tomismo, pasando por San Agustín, ha considerado positivo el principio de "dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". De allí que el Estado sea visto como algo temporal que debe ser iluminado por el cristianismo, pero ajeno a la Civitas Dei.

Los laicistas rabiosos que quieren expulsar a la religión de la esfera pública no aspiran a un Estado imparcial. Quieren, en el fondo, una religión del Estado. El Estado no subsiste sin valores. O lo informan los valores de una ideología o influyen en él los principios del derecho natural. El Estado siempre responde a una metafísica. Cuando se exclama "¡que la Iglesia no se meta!", detrás siempre hay una gran intolerancia ideológica que aspira al dominio totalitario del Estado. Y eso, por supuesto, no se puede permitir.

Es preciso mostrar las razones que pueden invocarse para cuestionar esas tesis conservadoras. Voy a concentrarme brevemente en las afirmaciones del segundo párrafo.No voy a ocuparme de lo establecido en el primero, únicamente advertiré algo que cualquier teólogo, historiador o filósofo señalaría de inmediato, a saber, que la independencia relativa entre el Estado y la Iglesia formulada en los primeros tiempos del cristianismo romano no puede asociarse en manera alguna a la idea de un Estado liberal laico, que supone el factum de la diversidad de doctrinas comprensivas y de la increencia, la experiencia de las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII, etc[1]. Ese es el contexto histórico que nutre la idea de laicidad tal y como la entiende la teoría política. La tesis de un Estado plural laico y aconfesional es básicamente moderna, de herencia liberal y surge de la necesidad de promover las libertades religiosas y la tolerancia en un mundo diverso. La alternativa al Estado confesional no es una “religión de Estado” – como se asevera en la columna citada -, sino un Estado democrático liberal respetuoso de las creencias que las personas eligen suscribir sin coacciones. Los ciudadanos ejercen su derecho a creer o a no creer en una determinada visión de la trascendencia o de lo divino.

Un Estado laico es un Estado pluralista comprometido con los derechos y las libertades de los ciudadanos, incluidas las libertades religiosas. No establece ninguna relación de privilegio con Iglesia o comunidad religiosa alguna, con el fin de no discriminar a los creyentes que suscriben otras confesiones o que han decidido no tener creencias religiosas. Guarda una relación de cordialidad y de eventual colaboración con las  diversas Iglesias, así como con otras organizaciones de la sociedad civil, pero no brinda un apoyo especial a ninguna de ellas, por un principio de tolerancia  y justicia. Son los ciudadanos los que eligen libremente en materia de consideraciones sobre el sentido de la vida y el espíritu. El Estado sólo vela por el cumplimiento de la ley, la preservación de las instituciones democráticas y los requerimientos de la razón pública.

La aconfesionalidad del Estado liberal no implica el desconocimiento del importante valor de las creencias religiosas en la vida de mucha gente. Numerosas personas construyen su identidad y eligen sus formas de vida a partir de ideas que provienen de las religiones y de diversas concepciones del mundo. Las religiones han aportado significativamente a la formación de ideas morales fundamentales que nutren la cultura democrática. No obstante, este reconocimiento no supone que este tipo de confesiones constituyan la única fuente de los derechos universales y de la noción de dignidad humana. El liberalismo le otorga un lugar de respeto a las religiones, pero dispone que ese lugar no es el del espacio estatal. Las adhesiones religiosas corresponden a las personas y a las asociaciones en las que voluntariamente pasan parte de sus vidas.
Las distintas Iglesias y comunidades religiosas pueden intervenir en el debate sobre la justicia social y los bienes comunes, tanto como pueden hacer lo propio otras asociaciones voluntarias  que se pronuncian sobre estos temas que interesan a todos los ciudadanos, los creyentes y los no creyentes. Pueden hacerlo como una voz más en el diálogo al interior de la sociedad. Las Iglesias y comunidades religiosas no pueden marcar la pauta sin más de las políticas públicas, políticas que emprende el Estado desde consensos argumentativos más amplios y desde un lenguaje político pluralista que una sociedad compleja requiere (piénsese en el tipo de discurso construido por el movimiento por los derechos liderado por Martin Luther King Jr.; originalmente de raigambre profético, pero conceptual y políticamente convergente con el universalismo humanista y liberal).

La aseveración “El Estado no subsiste sin valores. O lo informan los valores de una ideología o influyen en él los principios del derecho natural” entraña un falso dilema, aderezado por el integrismo religioso y por el conservadurismo teológico. La idea de  la existencia de valores absolutamente inmutables y ahistóricos – arraigados presuntamente en una naturaleza humana monolítica  – ha sido severamente cuestionada desde todos los derroteros de la filosofía contemporánea.  El iusnaturalismo es conceptualmente discutible. Hannah Arendt ha señalado lúcidamente que sólo una divinidad con una visión total no condicionada por el cuerpo y por el lenguaje podría captar la naturaleza humana; nosotros, agentes finitos situados en horizontes ínter-intencionales compartimos una humana condición, que interpreta sus actividades, disposiciones y contextos.  
Esto no significa decretar la defunción del derecho natural, sino someterlo a debate con las diferentes posiciones que señalan que los valores son fruto del discernimiento razonable y finito de seres humanos finitos. El enfoque conservador no quiere discutir los cimientos epistemológicos y éticos del derecho natural, por eso se esfuerza en proponerlo como la única alternativa ante las “ideologías” y “el relativismo”, cuando eso es clamorosamente falso. Recurre al falso dilema “o nuestra doctrina o el abismo” que simplemente vicia toda reflexión seria en la materia. Es perfectamente posible, por ejemplo, que una interpretación filosófica pragmatista – falibilista, en la senda de J. Dewey y de K. Appiah – de los derechos humanos brinde buenos argumentos para sustentar principios eficaces para cautelar la dignidad y las libertades de las personas. No se trata de una perspectiva relativista ni ideológica. Constituye una costumbre perniciosa para la vida intelectual sindicar sin mayores justificaciones una perspectiva que no compartimos como “ideológica”. Quien así procede sólo busca descalificar el punto de vista rival, no confrontarlo en el plano de las razones. Suele aplicarse esa arbitraria etiqueta contra enfoques académicos rigurosos, como los estudios de género y las propuestas interculturales. La idea absurda consiste en sacar del espacio de deliberación esa clase de investigaciones incómodas para un punto de vista más tradicionalista. No existe peor enfermedad en una sociedad democrática que la represión del pensamiento crítico, perpetrado, por ejemplo, en el bloqueo de la discusión pública sobre casos difíciles, o en la prohibición de ciertos libros en algunas universidades privadas.

La afirmación “el Estado no subsiste sin valores” es verdadera, pero es una frase que carece del dramatismo que se le pretende infundir. Un Estado de derecho constitucional propio de las democracias liberales necesita valores públicos, que sostengan el sistema de derechos y libertades y que garanticen el cuidado de la justicia en materia de la convivencia social en un clima de respeto de la dignidad de las personas y de la diversidad de modos de vida. La tolerancia, el cuidado de la vida y la libertad, el trato justo, el sentido de comunidad cívica y la disposición a actuar en el espacio público para fiscalizar el poder son valores de esta clase. Estos valores públicos son expresión de un consenso razonable de diferentes concepciones éticas, religiosas o seculares. Dichos valores no descansan en una homogénea “metafísica”, no al menos en el sentido riguroso – filosófico – del término. Los valores públicos se construyen en un marco de pluralidad e interacción dialógica de diversos horizontes y enfoques.

Es por ello que esta noción de “laicidad positiva” no me parece razonable ni convincente, pues encubre la pretensión de convertir al Estado democrático – liberal en uno confesional, o el intento de impedir el proceso de secularización de la razón pública. Resulta contradictorio distinguir el Estado de la Iglesia para inmediatamente sostener que ella debe sin embargo conducir a aquel de manera irrevocable según sus principios tradicionales, negando de facto la autonomía de lo temporal (autonomía ya planteada en el Concilio Vaticano II) y debilitando las facultades de los fueros deliberativos de los agentes sociales y políticos. El diseño de las políticas de Estado es una tarea que es fruto del debate abierto de diferentes instituciones del sistema político y de la sociedad civil (y dentro de ésta última, diferentes organizaciones sociales, seculares y religiosas). El sello de la política liberal es la deliberación y el pluralismo.




[1] La multiplicidad de escuelas de heterodoxia surgidas durante el período de hegemonía teológico-política de Roma, declaradas heréticas y reprimidas durante los primeros siglos de la Iglesia – arrianos, pelagianos, donatistas, etc. – no puede contar como un signo de pluralismo, por razones obvias.

viernes, 14 de noviembre de 2014

LA PERSPECTIVA FILOSÓFICO - PRÁCTICA DE LA DIGNIDAD Y LOS DERECHOS*








Gonzalo Gamio Gehri

El último 27 de octubre, los familiares de ochenta víctimas de la violencia terrorista y de la represión estatal recuperaron los cuerpos de sus seres queridos en Ayacucho. El hecho fue prácticamente ignorado por los principales medios de comunicación, fue pasado por alto por amplios sectores de la “clase política”, y apenas fue recogido por una minoría de ciudadanos. Esta situación no sorprende, aunque resulta particularmente lamentable. Hace tiempo que los casos de derechos humanos no son noticia. Cabe preguntarse si el “Perú oficial” – el conformado por las élites políticas y empresariales que habita nuestras ciudades más prósperas – ha elegido la amnesia moral y política como proyecto.

Desde los años del conflicto armado interno, el discurso de defensa de los derechos humanos ha sido asociado incorrectamente con el imaginario social de la izquierda. Es cierto que en nuestro país los sectores progresistas – desde los movimientos políticos y sociales y desde las instituciones de la sociedad civil, incluidas las Iglesias – han contribuido decisivamente a la protección de los derechos básicos de los más débiles, pero la causa de los derechos humanos trasciende cualquier cantera intelectual o ideológica. Es un derrotero práctico de la democracia. La noción de “derechos naturales” – el ancestro de los derechos humanos – fue originalmente una categoría liberal, desarrollada por Locke en el Segundo tratado y por otros después de él, que se convirtió luego en un estandarte de batalla en la lucha por la independencia estadounidense y por la Revolución Francesa.

Kant, por su parte, planteó como un principio moral incondicional la exigencia de tratar a todo individuo racional siempre como fin y nunca exclusivamente como medio. Este principio estipula que los seres humanos no tienen un mero valor de utilidad – como los objetos del mundo -, sino un valor de dignidad, que los identifica como personas merecedoras de respeto, por el hecho de ser personas. Ello implica que los animales humanos no deben ser objeto de negociación o de sacrificio en nombre de ideales presuntamente “superiores” como lograr la salvación eterna, proteger la doctrina correcta o propiciar la Revolución. No existe propósito que pueda anteponerse al cuidado de la dignidad. Este principio permite examinar críticamente los diversos proyectos políticos y socioculturales que compiten por nuestra adhesión y lealtad en los espacios de formación de opinión pública.

La tesis de la dignidad intrínseca de los seres humanos es perfectamente compatible con los argumentos que sustentaron quienes impulsaron la abolición de la esclavitud, así como los movimientos sociales en favor de los derechos de las mujeres a participar en la vida pública y aquellos grupos de trabajadores que defendieron la jornada laboral de ocho horas. Hoy, de una manera similar, es invocado también en términos de la defensa de las minorías sexuales y culturales que invocan hoy igualdad de derechos y el reconocimiento de sus formas de vida al interior de un Estado de derecho constitucional. El respeto de los derechos individuales resulta convergente con el cultivo de la identidad en la medida en que ésta involucra el ejercicio de la crítica y la libertad de conciencia, así como la observancia de los principios básicos de la justicia.

La historia de los derechos humanos tal y como los conocemos es indesligable de un terrible hecho, el Holocausto de judíos, gitanos, comunistas durante los años de la segunda guerra mundial. Los nazis condenaron a muerte a millones de personas sólo por el hecho de poseer un determinado origen étnico o por suscribir un credo o un sistema de creencias específico, o por llevar un estilo de vida diferente a los que predicaban los representantes de la supuesta “raza superior” que heredaría el dominio sobre la tierra. Este proyecto de destrucción del Otro pasaba por llevar a cabo el esfuerzo sistemático e institucionalizado por privar a sus víctimas del más leve signo de condición humana; ese era el propósito de los campos de concentración. Primo Levi lo señala con especial lucidez en Si esto es un hombre.


  “Entonces por primera vez nos dimos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse”[1].

El hallazgo de los campos de concentración reveló una realidad dolorosa e insoportable: que en plena época de la ciencia, los seres humanos se dañaran y destruyeran con una desencarnada crueldad a causa del odio racial y la más vesánica represión de la diversidad. La creación de la ONU y la elaboración de la Declaración universal de los derechos humanos – encargada a un Comité intercultural y multidisciplinario – han de ser entendidos desde los esfuerzos coordinados por las naciones por establecer garantías de no repetición, el diseño e implementación de reformas institucionales y legales de alcance internacional conducentes a impedir que una catástrofe humana de similar gravedad vuelva a producirse en el mundo. Con el tiempo, alrededor de estas iniciativas se ha ido construyendo una verdadera cultura ética, un complejo entramado de prácticas sociales, mentalidades, preceptos e instituciones que ha contribuido a que la idea de los derechos humanos se arraigue sólidamente en el mundo social y político contemporáneo.











Este es un primer borrador del inicio de un ensayo que aparecerá en la publicación Intercambio.
[1] Levi, Primo Si esto es un hombre Barcelona, Nuchnik Editores 2002 p. 13.

sábado, 8 de noviembre de 2014

RAZÓN PRÁCTICA Y NARRATIVA. CHARLES TAYLOR: UNA RELECTURA TELEOLÓGICA DE LA ÉTICA MODERNA (ESQUEMAS)








Gonzalo Gamio Gehri


La distinción entre evaluaciones fuertes y débiles constituye un elemento medular del proceso de deliberación práctica en Taylor.

         En el caso de las evaluaciones débiles el criterio de discernimiento es el grado de apetencia o la utilidad.
         En el caso de las evaluaciones fuertes nos remiten a experiencias en las que se pone en juego una valoración ética más intensa del agente, porque atañen a sus modos de ser.
         Apelan a distinciones cualitativas. La discusión e identificación de estas distinciones constituye una condición esencial para orientarnos en el espacio social. Remisión a horizontes.
         Importancia de las evaluaciones fuertes en la construcción de la identidad.

La composición de la narrativa vital constituye la forma que nos permite dar cuenta de nuestras evaluaciones y elecciones.

          Narrativa permite examinar los contextos, vínculos y conflictos que involucran el discernimiento y la elección del modo de vida.
          Narrativa apela a la capacidad crítica y a la facticidad.
          Objetivo de la composición de narrativas es la clarificación y orientación existencial.
          Tema de las transiciones. El paso de un relato al siguiente ha de suponer un tipo de ganancia en cuanto a  esclarecimiento.

La referencia a fines constituye una condición trascendental en la reflexión ética según Taylor.

         Referencia a Aristóteles. Dar razón del sentido a la acción implica conectarla con el bien perseguido.
         La omisión de toda referencia teleológica condena a las éticas procedimentales a la inarticulación, pues llevan una teleología implícita.
         Taylor defiende una ética sustantiva que destaca la conexión de los bienes con la narrativa vital y con las ontologías morales, que dan cuenta de las concepciones del mundo y la condición humana que subyacen a nuestras “intuiciones” y les sirven como fuentes.
         La incoherencia de las éticas procedimentales reside en que ellas se fundan en “hiperbienes”.

Una de las mayores dificultades conceptuales que afrontan las éticas de procedimiento es la renuencia a considerar seriamente los conflictos entre bienes (y entre males).

         Conflictos trágicos (clásicos, .Mal contra mal, bien contra el bien,
         Las éticas procedimentales tienden a desconocer la racionalidad de estos conflictos (el caso de la moral de inspiración kantiana) o minimiza su poder a partir del cálculo costo-beneficio (algunas versiones del utilitarismo).
         Estos conflictos constituyen temas centrales en la experiencia ética común. La perspicacia ética supone la capacidad de comprender y plantear estos conflictos.

Taylor defiende una concepción dialógica de la identidad que cuestiona severamente el individualismo (‘atomismo’) imperante en el sentido común de las sociedades occidentales contemporáneas.

         El sentido del yo es inseparable de la percepción y de la interpretación de nuestro lugar en el espacio social y la dirección en su interior.
         Perder el contacto con estas coordenadas implica afrontar una “crisis de identidad” sin precedentes.
         Fuentes del yo constituye un intento por recuperar el mapa ético - espiritual de la cultura moderna.
         Identidad dialógica. El énfasis que pone Taylor en el término “diálogo” recusa toda connotación “comunitarista”: la construcción de la identidad se forja en contacto  con los “otros significativos” y con el horizonte, pero este proceso no resiente la capacidad reflexiva del agente.