Gonzalo Gamio Gehri
A ocho años de su publicación, el Informe Final de la CVR nos sigue interpelando respecto del tipo de país que queremos ser y que queremos dejar de ser. La lectura y discusión del documento - así como su implementación en el terreno de la actividad pública - permanece pendiente. El Informe fue recibido con incomodidad y hostilidad por la mayoría de los grupos políticos en actividad y con presencia en el Congreso de la República hasta julio pasado; esa situación no ha cambiado con el paso de los años. El fujimorismo ha asumido con fuerza la causa contra la CVR, y las múltiples transformaciones que han afrontado las organizaciones que lo representan hasta las últimas elecciones no han modificado en absoluto ese discurso contra la transición (etapa que describen extrañamente como un “tiempo de persecución”)[1]. El partido aprista ha manejado con una particular frialdad el tema, privando de un presupuesto adecuado – como se ha mencionado - al Consejo de Reparaciones e incorporando en el gabinete a personajes adversos a las políticas de derechos humanos. En Unidad Nacional (grupo de centro-derecha con presencia importante en el parlamento) impera – salvo contadas excepciones – una notoria indiferencia frente estos asuntos, y lo mismo puede decirse de Perú Posible. Las fuerzas políticas que actúan en el espacio público han pugnado durante años por retomar las actividades de la “política corriente”, procurando sofocar las luchas por la memoria, que plantean políticas de discontinuidad o de ruptura[2]. Aunque el mensaje presidencial pronunciado en la ceremonia de transmisión de mando el último 28 de julio indica que se honrarán las reparaciones individuales y colectivas a las víctimas del conflicto armado interno, será preciso esperar a constatar si estas declaraciones toman la forma de políticas públicas o no.[1][1][1] [1][1] Tomar en serio las exigencias de la recuperación pública de la memoria implica modificar nuestra manera de entender y cultivar la política. Mientras concibamos el cuerpo político como una máquina que funciona según una racionalidad que nos es ajena (que obedece al manejo de un operario eficaz o al cumplimiento de un propósito “superior”) – una máquina en la que cada uno de nosotros es un mero engranaje – entonces el imperativo práctico que nos ordena tratar a las personas como titulares de derechos universales no encontrará fuerza ni justificación. En un orden así, nos convertimos en meros “útiles”, objetos carentes de valor intrínseco; somos el precio a pagar por el bienestar de otros<!--[if !supportFootnotes]-->[3]<!--[endif]-->. Las políticas de memoria requieren una comprensión encarnada de las personas: ella nos plantea percibir a los demás como titulares de derechos universales porque reconocemos dimensiones de su existencia que los hacen irreductibles a la condición de “objetos”: la capacidad de contar historias, otorgarle un rumbo a la propia vida, actuar conforme a principios, expresar emociones, desarrollar formas de afiliación y vínculo social, y un largo etcétera<!--[if !supportFootnotes]-->[4]<!--[endif]-->. Esta clase de enfoque permite concebir al otro como “prójimo” y no como una cifra o una variable a considerar en un cálculo instrumental.
Pensar a los individuos como titulares de derechos hace posible considerar como destinatarios del trabajo de la justicia no sólo a los ciudadanos del presente y a los del futuro (en tanto beneficiarios potenciales de la planificación política), si no también a los ciudadanos que ya no están con nosotros, y que no están precisamente porque no fueron tratados como ciudadanos. Han perdido la vida, pero no han perdido el derecho a la justicia: hemos contraído una significativa deuda moral con ellos. Hacemos justicia a los muertos reparando a sus deudos y reivindicando su memoria en tanto victimas de situaciones de violencia que pudimos prevenir y combatir desde los espacios abiertos por la democracia. Al actuar en esta dirección estamos dándoles lo que les corresponde por derecho, reconociéndoles el lugar que debieron ocupar – y les fue negado – como miembros de nuestra comunidad política. Razonar y actuar de esta forma implica a su vez percibir a nuestros compatriotas como potenciales actores políticos, seres capaces de forjar consensos y expresar disensos participando en la esfera pública, de modo que sea posible reconstruir la memoria histórica a partir de las prácticas de deliberación común.
[1][1] Sobre el carácter de la organización fujimorista y su concepción del período de transición democrática véase Navarro Ángeles, Melissa La organización partidaria fujimorista a veinte años de su origen Tesis de Licenciatura en Ciencias Políticas Lima, PUCP 2011.
[2] Cfr. Reátegui, Félix “Batalla contra la memoria: instrucciones para liquidar una transición” en: IDEHPUCP, El incierto camino de la transición op.cit., pp. 13 – 24.
[3] Mate, Reyes ”La presencia pública de la religión en la sociedad contemporánea” en: Mate, Reyes La herencia del olvido op.cit., p. 180.
[4] Véase Appiah, K.A. La ética de la identidad Buenos Aires, Katz 2007 capítulo 6.