Este post constituye una continuación de un escrito anterior, Renovando ideas, en el que examinábamos la interesante orientación intelectual de una nueva generación de personas interesadas en el pensamiento político, que – desde la izquierda democrática y también desde una derecha institucionalista – habían decidido romper lanzas con el marxismo ortodoxo y con la estéril ideología autodenominada “reaccionaria”, presa del autoritarismo y del fundamentalismo religioso. Dijimos entonces que los “jóvenes de derecha” había optado por defender un modelo institucionalista particularmente en el nivel del Estado, y que los “jóvenes izquierdistas” orientaban su trabajo en la perspectiva de los derechos y las políticas de reconocimiento. Ambos esfuerzos encontraban su lugar de enunciación no en los partidos políticos, sino en los espacios académicos y en los blogs. Señalamos que ambos derroteros conceptuales acusaban una herencia común hegeliana. Aunque la respuesta está de algún modo implícita en lo que acabamos de decir, tenemos que preguntarnos si en este “viraje” existe o no una impronta postmoderna.
La respuesta es no. Como mi reflexión anterior estaba situada en el contexto local - en los espacios académicos y en los blogs -, mis alusiones al postmodernismo tienen también se ubican en el contexto local. Por eso el entrecomillado en el título: no me refiero al postmodernismo a secas, sino al "novedoso" “postmodernismo criollo” (en su versión contramoderna), a menudo una banalización extrema de una corriente que ha sido sindicada (con mayor o menor sentido de justicia, depende de los autores y de las obras a las que se aluda) como un movimiento light. No se me malinterprete. Estoy convencido de que autores como Lyotard y Rorty han contribuido significativamente a lo que se ha descrito como la conciencia de la particularidad de nuestro tiempo en cuanto a los cambios en la “cultura científica” como en los cambios que han influido en el curso de la vida pública. Lo mismo sucede con otros importantes pensadores de fines del siglo XX. Las reflexiones de Vattimo sobre el cristianismo las encuentro sumamente sugerentes, pero, por desgracia, después del importante libro Creer que se cree, me parece que este autor tiende a repetirse, al punto de que notables filósofos de la religión Michel Henry, Charles Taylor y John Caputo han dado en los últimos años pasos más decisivos para pensar el cristianismo y la secularización en clave de la kenosis.
Considero que existen al menos dos frentes conceptuales en los que el postmodernismo constituye una perspectiva aleccionadora. En primer lugar, en cuanto a la tesis del fin de los “metarrelatos” – narrativas generales orientadas a configurar un sistema de fundamentación del saber o a fundar una lectura totalizante de la historia – y su sustitución por pequeñas narrativas que dan cuenta fenomenológica de nuestras prácticas y modos de vivir con otros. El segundo frente tiene que ver con las pretensiones de validez del conocimiento, el giro del modelo de la certeza al del consenso argumentativamente producido. No se trata, empero, de frentes de argumentación que sean absolutamente novedosos: ambos están en alguna medida planteados en el intento de recuperación de
Tampoco queda claro el “propósito” conceptual de las escaramuz;as locales del “postmodernismo”. A veces ellas apuntan solamente a señalar el ocaso de todo “fundamento”. Otras veces pretenden abrir la puerta a un indeterminado léxico paleoconservador y al aparato simbólico del Antiguo régimen y sus añejas instituciones absolutistas (¿En nombre de qué?). En este sentido, resulta impostado y hasta cínico despedirse de la “verdad” para inmediatamente – apelando a una suerte de afectado arte de Birlibirloque – volver a la retórica premoderna de las “esencias”, el “orden natural de las cosas” y el “destino”. A menudo, el empleo de estas antiguas categorías no cuenta con el respaldo de un conocimiento exhaustivo de las fuentes clásicas, griegas y latinas, tanto en el terreno de la filosofía como en el de la literatura. El recurso al “postmodernismo” puede convertirse así en el improvisado cajón de sastre que oculta parcialmente cualquier intento de erradicación de la cultura moderna…bajo cualquier precio.
En particular, llama la atención el indiscriminado culto “postmoderno” por las “diferencias”. Nos deja con la impresión de que todas las diferencias cuentan, o merecen la pena, una hipótesis que tenemos que rechazar expresamente. Mientras la vindicación de determinadas formas de actividad humana pueden ser vehículos de plenitud y libertad, otras pueden revelarse como prácticas mutiladoras u opresivas. Discernir entre unas y otras es tarea de los procesos de deliberación racional al interior de espacios públicos abiertos al ejercicio de la crítica y a los consensos argumentativamente producidos. Es preciso denunciar y desenmascarar racionalidad las formas de dominación y desigualdad que asumen con frecuencia la improvisada máscara de la vindicación absoluta de las diferencias. La retórica indiscriminada de las diferencias suele sindicar – de manera antojadiza e interesada – a la cultura de los derechos humanos como intrínsecamente “violenta” y a la defensa de la inviolabilidad de la dignidad y la libertad de las personas como un “atropello” al cultivo de la diversidad. De este modo, utilizan una apelación especiosa al pluralismo para intentar minarlo. La intencionalidad política de esta prédica antimoderna (particularmete en un país como el Perú) es bastante clara.
En fin. Estas reflexiones requieren de un desarrollo mayor, que espero ofrecer en algún futuro post. Lo que quería mostrar aquí es que las “rupturas” que plantean los jóvenes izquierdistas y los jóvenes conservadores en el marco de estos intentos por renovar la reflexión política desde las ciencias humanas y sociales no son “postmodernas” en sentido estricto. Probablemente la tensión conceptual entre la Ilustración y el Romanticismo constituya un eje filosófico tentativo más interesante para leer estos cambios en la forma de pensar la política (por eso mis alusiones anteriores a Hegel).