Gonzalo Gamio Gehri
He argumentado en más de una oportunidad que el “modelo empresarial” contribuye a la distorsión de los objetivos fundacionales de la institución universitaria. He señalado que la “capacitación profesional” no constituye el único fin de esta institución: la universidad debe formar espíritus críticos, que promuevan el conocimiento y la justicia. Un centro de educación superior que sólo fabrica engranajes en serie que mantienen en funcionamiento la gigantesca maquinaria del mercado no merece el título de universidad. Esta clase de negocios únicamente contribuye a que sus egresados se inserten en el mundo laboral sin cuestionar sus reglas ni las diversas formas de exclusión que éste despliega sin remordimiento alguno.
El mercado es un escenario de conflicto entre necesidades e intereses privados. Los agentes económicos persiguen aquí el logro de sus bienes individuales; no hay espacio para los bienes comunes. Entiendo por “comunes” aquellos bienes cuya adquisición no solamente requiere de la ejecución de un esfuerzo colectivo, sino que su comprensión y práctica resulta inseparable de la existencia de vínculos humanos de alta intensidad. Los bienes comunes constituyen y presuponen un “nosotros”: no pueden descomponerse en bienes individuales sin distorsionar aquello que los convierte en bienes. En contraste, los bienes individuales propios de las transacciones económicas pueden converger o enlazarse con otros bienes individuales. La configuración de empresas privadas o de sociedades anónimas implica el concurso de diferentes habilidades, necesidades, expectativas, de modo que múltiples voluntades se asocian contractualmente para la consecución de ciertos objetivos, pero estos no se convierten nunca en comunes: los fines de una asociación o transacción económica son siempre – por principio – divisibles en términos de bienes privados (como en el caso evidente de las ganancias monetarias). El móvil de la empresa es el anhelo de bienestar individual, atomizado; más aun, el egoísmo y el ejercicio de la razón instrumental constituyen la piedra de toque de la ‘maquinaria’ de las relaciones económicas. El propio Adam Smith lo ha expresado de manera muy persuasiva en Riqueza de las naciones:
¿Podemos o debemos comprender la vida y tareas de la institución universitaria desde ese horizonte? Creo que no, y estoy convencido de que si intentamos hacerlo perderemos dimensiones prácticas y valorativas esenciales a lo que significa la universidad. No es difícil reconocer en ella el cultivo sostenido de bienes comunes, intraducibles al lenguaje atomístico del mercado. Me detendré brevemente en dos casos particularmente relevantes para mi tesis: a.) El ejercicio de la teoría y del “puro saber”, y b.) La formación de una ética de la civilidad.
1. La universidad, el cultivo del humanismo y la theoría. La investigación sobre las “cuestiones últimas”.
Vivimos en un mundo al que le es cada vez más extraño el cultivo del saber por el saber mismo. La ideología dominante apunta al fortalecimiento de una mentalidad baconiana: el conocimiento es concebido como know how, saber que produce cosas que pueden ser medidas, calibradas, usadas, cosas que puedan generar confort o bienestar. El saber que no reporta una utilidad inmediata a sus productores o destinatarios, o que no repercute inmediatamente en sus condiciones de vida aparece como prescindible. Si el saber no genera poder, entonces es ilusión.
No siempre se pensó así. Hace mucho tiempo, Aristóteles sostenía – como muchos pensadores griegos antes que él – que el tipo de saber más alto (que él caracterizaba como la ciencia que se busca), encontraba en sí mismo su propio fin. En lugar de someterse a objetivos externos a ella, la sabiduría era perfecta y suficiente (autarkés).En uno de los pasajes iniciales de la Metafísica, Aristóteles señalaba que “entre las ciencias, pensamos que es más Sabiduría (sophía) la que se elige por sí misma y por saber, que la que se busca a causa de sus resultados”[2]. El saber mismo era su propio objetivo y realización; por ello era la ciencia libre. Esta clase de conocimiento buscaba la contemplación (theoría) de lo más universal y esencial, común a todas las cosas. De acuerdo con esta concepción, la búsqueda del saber es intrínsecamente provechosa, ella nos convierte en seres más autoconscientes, y por lo tanto, en agentes más libres.
Esta clase de investigación ‘pura’ no está reñida – en principio – con el trabajo propio de las ciencias particulares, con las artes, o con las vicisitudes de la producción y la acción. Husserl solía caracterizar este tipo de saber como ‘fundado’ en una actitud teórica “desinteresada”, que atiende a la comprensión rigurosa los sentidos que tejen la relación entre los agentes y su mundo circundante. Es precisamente desinteresada porque lo que anima a la theoría es la verdad de la ‘cosa misma’ y no su posesión o las posibilidades de su uso con miras al poder o al control sobre el entorno[3]. Se trata de una indagación que explora los ‘fundamentos’ de nuestros vínculos con lo ‘real’ que subyacen a nuestros modos de percepción, juicio, valoración, actividades y prácticas sociales. Aún los más devotos defensores de las “ciencias aplicadas” tendrían que caer en la cuenta que las formas más experimentales e instrumentales de saber requieren de una teoría crítica y general del proceso del conocimiento y de una concepción del ser humano que conoce, o que pretende conocer.
Desde luego, esta búsqueda no puede caracterizarse en términos de una actividad meramente solitaria. Tanto Platón como Aristóteles (más allá de sus discrepancias conceptuales y programáticas) denominaban “dialéctica” al proceso argumentativo que llevaba a los agentes hacia la intelección de los principios, y la caracterizaban como un diálogo abierto dentro de una comunidad de investigación. La “verdad” no es sólo, el resultado eventualmente exitoso de este proceso, es también el proceso mismo, la búsqueda inagotable y siempre renovada de respuestas y de cuestionamientos acerca de lo que nos provoca asombro y curiosidad. Esta búsqueda compartida no necesariamente nos reporta utilidades económicas, pero inaugura en el seno de lo humano nuevos horizontes de reflexión y libertad.
Esta búsqueda no es exclusivamente filosófica: concierne a toda investigación humana, a todas las ciencias y las artes. Involucra fundamentalmente al diálogo entre las diferentes disciplinas, en tanto se aspira a articular diferentes enfoques y argumentos que versan sobre lo humano. La institución universitaria vela porque la profesionalización del conocimiento no conduzca a la fragmentación del saber. En esta línea de pensamiento, la universidad – en tanto comunidad de investigación – pretende cimentar en sus diferentes organismos el ejercicio de una reflexión ‘fundacional’ e interdisciplinaria acerca de las “cuestiones últimas” que interpelan al hombre no sólo como profesional, sino también como ciudadanos y como persona. Por esta razón se le llama “universidad”: ese ha sido, por otro lado, su marca de distinción originaria respecto de otras instituciones de educación superior.
Estas consideraciones revelan la enorme relevancia de una formación integral – y no sólo especializada – para un currículum universitario de calidad. El compromiso de la institución universitaria es con la comunidad y con la cultura, y no sólo con el mercado. La universidad tiene que ser un foro en el que se pueda cultivar sentido de humanidad y pensamiento riguroso[4]. Los Estudios Generales como previos a los estudios especializados en las facultades han apuntado siempre al fortalecimiento de esta clase de educación ‘fundacional’ e interdisciplinaria, que aliente tanto la profundidad de la meditación tanto como a la “eficacia” de los conocimientos adquiridos. En nuestro medio a lo largo de décadas, la Pontificia Universidad Católica del Perú ha reconocido y reconoce en sus dos años de Estudios Generales una base decisiva para la formación de sus estudiantes y un rasgo crucial de su identidad como institución académica. La Universidad Antonio Ruiz de Montoya, en una línea convergente, entiende los Estudios de Humanidades como esenciales para la formación de los futuros pedagogos, periodistas y cuentistas políticos. La Universidad Mayor de San Marcos ha luchado por preservar los cursos básicos de educación humanística y científica como horizonte fundamental del proceso de formación profesional y académica del estudiante.
2. La formación de ciudadanos comprometidos.
La universidad se ha caracterizado por ser - en diferentes épocas y latitudes (también en el Perú) – una especie de ‘conciencia moral y social’ para las sociedades y culturas en las que se inscribe. Constituye un espacio público y académico en donde se ha sometido a reflexión crítica los diferentes proyectos políticos que los ciudadanos han querido aplicar o promover, así como, desde un punto de vista humano y científico – social, aquellos problemas que interpelan a la comunidad: cuestiones relativas a la construcción de la ciudadanía democrática, el reconocimiento intercultural, la pobreza y las formas de exclusión de diverso cuño. Conocemos la relevancia de la configuración del pensamiento social y político en el Convictorio de San Carlos y la Universidad Nacional de San Marcos en el período de la emancipación y los primeros siglos de la República, así como el rol decisivo de la Universidad Católica en los debates intelectuales y políticos de la segunda mitad del siglo XX (pensemos, por ejemplo, en la caída de la dictadura de Fujimori y en el contexto del trabajo de la CVR).
Pero esta dimensión de la vida universitaria no parecen entenderla los promotores de la universidad – empresa: en cierto sentido, de acuerdo con ellos, la vindicación del pensamiento y la acción política es el elemento que más “entorpece” la buena marcha de las empresas educativas en su modelación de profesionales eficaces del mercado. En ciertos casos, la ‘investigación pura’ podría ser “tolerada” como una especulación ociosa que puede encontrar su lugar acaso en los cursos electivos, o quizá en el contexto de conferencias magistrales extracurriculares “con gancho comercial” en hoteles de lujo u homenajes públicos a intelectuales o literatos de renombre como parte del necesario marketing universitario. El tema ‘político’, en contraste, está “vetado” de diversas formas en estas modernas instituciones, pues representa la evocación recurrente de viejos sentimientos ‘comunitarios’ y formas de participación colectiva en los estudiantes, afectos reñidos con los vientos individualistas que soplan en la modernidad. Sea como fuere, la universidad es sólo para “estudiar”. Curiosamente, los defensores del ‘modelo gerencial’ no se percatan – dado su desconocimiento respecto de la historia de las ideas - de que la vindicación del ethos político constituye precisamente un elemento central de la agenda liberal, al menos desde Montesquieu y Tocqueville. No sólo cuenta la vigencia de las libertades individuales, un auténtico liberal alienta también el ejercicio de las libertades cívicas en los espacios públicos con que la sociedad cuenta (la universidad incluida, por supuesto).
El estudio y la discusión en torno a las fuentes de las identidades políticas y los principios democráticos ponen énfasis no en lo que nos enfrenta en escenarios competitivos, sino lo que compartimos como ciudadanos. Desde la matriz unitaria del mercado no es posible vislumbrar espacios comunes en los que interactuar, pensar juntos y deliberar. Los apologistas de la universidad - empresa pueden argüir que ellos ‘capacitan’ técnicos y empresarios “con valores” (¿?), pero por lo general esta referencia parece converger con la tarea de la inculcación – básicamente acrítica – de un catálogo de principios vinculados al trabajo de calidad en el sentido de los textos de autoayuda y motivación que difunden (y que suelen recordarnos que, por si acaso, “los valores también venden”), fundamentalmente un discurso de raquítica profundidad y de discreta relevancia pública. El relato del ‘individuo emprendedor’, celoso observante de sus intereses económicos y sus libertades exclusivamente privadas, es insuficiente respecto del tema de la responsabilidad cívica de las personas para con sus conciudadanos e instituciones. El saber práctico propiamente cívico nos interpela como agentes políticos, y llama la atención acerca de nuestra responsabilidad histórica en torno a los mecanismos sociopolíticos de exclusión, los vínculos entre Estado y sociedad, los problemas y retos vinculados a la defensa de los derechos humanos y el multiculturalismo. Más que promover el activismo partidario, la universidad estimula el sentido de ciudadanía y la cultura constitucional. Nos invita a reconsiderar reflexivamente nuestros lazos comunitarios, y a estar dispuestos a comprometernos con ellos.
La universidad forma parte de la sociedad civil, y como las otras organizaciones que la componen, está comprometida a velar porque el poder político no se concentre en pocas manos, antes bien, procura se distribuya conforme a los principios del Estado de Derecho y al ejercicio de las libertades políticas (distribuir el poder y las responsabilidades no significa “diluirlos”, sino más bien considerarlos sobre la base del esfuerzo común y el respeto y el cultivo de la libertad). Estas instituciones y asociaciones voluntarias apuntan a la promoción de espacios de vigilancia e influencia ciudadana frente al Estado, así como a la configuración de espacios de conversación cívica y formación de corrientes de opinión pública. La forma en la que la universidad contribuye a que se cumplan estos objetivos consiste en la creación de círculos académicos y centros de investigación que fomenten la producción del pensamiento ético – político, tanto como la educación de ciudadanos ilustrados y comprometidos con la institucionalidad democrática.
He argumentado en más de una oportunidad que el “modelo empresarial” contribuye a la distorsión de los objetivos fundacionales de la institución universitaria. He señalado que la “capacitación profesional” no constituye el único fin de esta institución: la universidad debe formar espíritus críticos, que promuevan el conocimiento y la justicia. Un centro de educación superior que sólo fabrica engranajes en serie que mantienen en funcionamiento la gigantesca maquinaria del mercado no merece el título de universidad. Esta clase de negocios únicamente contribuye a que sus egresados se inserten en el mundo laboral sin cuestionar sus reglas ni las diversas formas de exclusión que éste despliega sin remordimiento alguno.
El mercado es un escenario de conflicto entre necesidades e intereses privados. Los agentes económicos persiguen aquí el logro de sus bienes individuales; no hay espacio para los bienes comunes. Entiendo por “comunes” aquellos bienes cuya adquisición no solamente requiere de la ejecución de un esfuerzo colectivo, sino que su comprensión y práctica resulta inseparable de la existencia de vínculos humanos de alta intensidad. Los bienes comunes constituyen y presuponen un “nosotros”: no pueden descomponerse en bienes individuales sin distorsionar aquello que los convierte en bienes. En contraste, los bienes individuales propios de las transacciones económicas pueden converger o enlazarse con otros bienes individuales. La configuración de empresas privadas o de sociedades anónimas implica el concurso de diferentes habilidades, necesidades, expectativas, de modo que múltiples voluntades se asocian contractualmente para la consecución de ciertos objetivos, pero estos no se convierten nunca en comunes: los fines de una asociación o transacción económica son siempre – por principio – divisibles en términos de bienes privados (como en el caso evidente de las ganancias monetarias). El móvil de la empresa es el anhelo de bienestar individual, atomizado; más aun, el egoísmo y el ejercicio de la razón instrumental constituyen la piedra de toque de la ‘maquinaria’ de las relaciones económicas. El propio Adam Smith lo ha expresado de manera muy persuasiva en Riqueza de las naciones:
“Dame lo que necesito y tendrás lo que deseas, ese es el sentido de
cualquier clase de oferta, y así obtenemos de los demás la mayor parte de los
servicios que necesitamos. No es la benevolencia del carnicero, el cervecero o
el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino al cuidado de su propio
beneficio. No nos dirigimos a su humanidad, sino a su propio interés, Y jamás le
hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas.”[1]
¿Podemos o debemos comprender la vida y tareas de la institución universitaria desde ese horizonte? Creo que no, y estoy convencido de que si intentamos hacerlo perderemos dimensiones prácticas y valorativas esenciales a lo que significa la universidad. No es difícil reconocer en ella el cultivo sostenido de bienes comunes, intraducibles al lenguaje atomístico del mercado. Me detendré brevemente en dos casos particularmente relevantes para mi tesis: a.) El ejercicio de la teoría y del “puro saber”, y b.) La formación de una ética de la civilidad.
1. La universidad, el cultivo del humanismo y la theoría. La investigación sobre las “cuestiones últimas”.
Vivimos en un mundo al que le es cada vez más extraño el cultivo del saber por el saber mismo. La ideología dominante apunta al fortalecimiento de una mentalidad baconiana: el conocimiento es concebido como know how, saber que produce cosas que pueden ser medidas, calibradas, usadas, cosas que puedan generar confort o bienestar. El saber que no reporta una utilidad inmediata a sus productores o destinatarios, o que no repercute inmediatamente en sus condiciones de vida aparece como prescindible. Si el saber no genera poder, entonces es ilusión.
No siempre se pensó así. Hace mucho tiempo, Aristóteles sostenía – como muchos pensadores griegos antes que él – que el tipo de saber más alto (que él caracterizaba como la ciencia que se busca), encontraba en sí mismo su propio fin. En lugar de someterse a objetivos externos a ella, la sabiduría era perfecta y suficiente (autarkés).En uno de los pasajes iniciales de la Metafísica, Aristóteles señalaba que “entre las ciencias, pensamos que es más Sabiduría (sophía) la que se elige por sí misma y por saber, que la que se busca a causa de sus resultados”[2]. El saber mismo era su propio objetivo y realización; por ello era la ciencia libre. Esta clase de conocimiento buscaba la contemplación (theoría) de lo más universal y esencial, común a todas las cosas. De acuerdo con esta concepción, la búsqueda del saber es intrínsecamente provechosa, ella nos convierte en seres más autoconscientes, y por lo tanto, en agentes más libres.
Esta clase de investigación ‘pura’ no está reñida – en principio – con el trabajo propio de las ciencias particulares, con las artes, o con las vicisitudes de la producción y la acción. Husserl solía caracterizar este tipo de saber como ‘fundado’ en una actitud teórica “desinteresada”, que atiende a la comprensión rigurosa los sentidos que tejen la relación entre los agentes y su mundo circundante. Es precisamente desinteresada porque lo que anima a la theoría es la verdad de la ‘cosa misma’ y no su posesión o las posibilidades de su uso con miras al poder o al control sobre el entorno[3]. Se trata de una indagación que explora los ‘fundamentos’ de nuestros vínculos con lo ‘real’ que subyacen a nuestros modos de percepción, juicio, valoración, actividades y prácticas sociales. Aún los más devotos defensores de las “ciencias aplicadas” tendrían que caer en la cuenta que las formas más experimentales e instrumentales de saber requieren de una teoría crítica y general del proceso del conocimiento y de una concepción del ser humano que conoce, o que pretende conocer.
Desde luego, esta búsqueda no puede caracterizarse en términos de una actividad meramente solitaria. Tanto Platón como Aristóteles (más allá de sus discrepancias conceptuales y programáticas) denominaban “dialéctica” al proceso argumentativo que llevaba a los agentes hacia la intelección de los principios, y la caracterizaban como un diálogo abierto dentro de una comunidad de investigación. La “verdad” no es sólo, el resultado eventualmente exitoso de este proceso, es también el proceso mismo, la búsqueda inagotable y siempre renovada de respuestas y de cuestionamientos acerca de lo que nos provoca asombro y curiosidad. Esta búsqueda compartida no necesariamente nos reporta utilidades económicas, pero inaugura en el seno de lo humano nuevos horizontes de reflexión y libertad.
Esta búsqueda no es exclusivamente filosófica: concierne a toda investigación humana, a todas las ciencias y las artes. Involucra fundamentalmente al diálogo entre las diferentes disciplinas, en tanto se aspira a articular diferentes enfoques y argumentos que versan sobre lo humano. La institución universitaria vela porque la profesionalización del conocimiento no conduzca a la fragmentación del saber. En esta línea de pensamiento, la universidad – en tanto comunidad de investigación – pretende cimentar en sus diferentes organismos el ejercicio de una reflexión ‘fundacional’ e interdisciplinaria acerca de las “cuestiones últimas” que interpelan al hombre no sólo como profesional, sino también como ciudadanos y como persona. Por esta razón se le llama “universidad”: ese ha sido, por otro lado, su marca de distinción originaria respecto de otras instituciones de educación superior.
Estas consideraciones revelan la enorme relevancia de una formación integral – y no sólo especializada – para un currículum universitario de calidad. El compromiso de la institución universitaria es con la comunidad y con la cultura, y no sólo con el mercado. La universidad tiene que ser un foro en el que se pueda cultivar sentido de humanidad y pensamiento riguroso[4]. Los Estudios Generales como previos a los estudios especializados en las facultades han apuntado siempre al fortalecimiento de esta clase de educación ‘fundacional’ e interdisciplinaria, que aliente tanto la profundidad de la meditación tanto como a la “eficacia” de los conocimientos adquiridos. En nuestro medio a lo largo de décadas, la Pontificia Universidad Católica del Perú ha reconocido y reconoce en sus dos años de Estudios Generales una base decisiva para la formación de sus estudiantes y un rasgo crucial de su identidad como institución académica. La Universidad Antonio Ruiz de Montoya, en una línea convergente, entiende los Estudios de Humanidades como esenciales para la formación de los futuros pedagogos, periodistas y cuentistas políticos. La Universidad Mayor de San Marcos ha luchado por preservar los cursos básicos de educación humanística y científica como horizonte fundamental del proceso de formación profesional y académica del estudiante.
2. La formación de ciudadanos comprometidos.
La universidad se ha caracterizado por ser - en diferentes épocas y latitudes (también en el Perú) – una especie de ‘conciencia moral y social’ para las sociedades y culturas en las que se inscribe. Constituye un espacio público y académico en donde se ha sometido a reflexión crítica los diferentes proyectos políticos que los ciudadanos han querido aplicar o promover, así como, desde un punto de vista humano y científico – social, aquellos problemas que interpelan a la comunidad: cuestiones relativas a la construcción de la ciudadanía democrática, el reconocimiento intercultural, la pobreza y las formas de exclusión de diverso cuño. Conocemos la relevancia de la configuración del pensamiento social y político en el Convictorio de San Carlos y la Universidad Nacional de San Marcos en el período de la emancipación y los primeros siglos de la República, así como el rol decisivo de la Universidad Católica en los debates intelectuales y políticos de la segunda mitad del siglo XX (pensemos, por ejemplo, en la caída de la dictadura de Fujimori y en el contexto del trabajo de la CVR).
Pero esta dimensión de la vida universitaria no parecen entenderla los promotores de la universidad – empresa: en cierto sentido, de acuerdo con ellos, la vindicación del pensamiento y la acción política es el elemento que más “entorpece” la buena marcha de las empresas educativas en su modelación de profesionales eficaces del mercado. En ciertos casos, la ‘investigación pura’ podría ser “tolerada” como una especulación ociosa que puede encontrar su lugar acaso en los cursos electivos, o quizá en el contexto de conferencias magistrales extracurriculares “con gancho comercial” en hoteles de lujo u homenajes públicos a intelectuales o literatos de renombre como parte del necesario marketing universitario. El tema ‘político’, en contraste, está “vetado” de diversas formas en estas modernas instituciones, pues representa la evocación recurrente de viejos sentimientos ‘comunitarios’ y formas de participación colectiva en los estudiantes, afectos reñidos con los vientos individualistas que soplan en la modernidad. Sea como fuere, la universidad es sólo para “estudiar”. Curiosamente, los defensores del ‘modelo gerencial’ no se percatan – dado su desconocimiento respecto de la historia de las ideas - de que la vindicación del ethos político constituye precisamente un elemento central de la agenda liberal, al menos desde Montesquieu y Tocqueville. No sólo cuenta la vigencia de las libertades individuales, un auténtico liberal alienta también el ejercicio de las libertades cívicas en los espacios públicos con que la sociedad cuenta (la universidad incluida, por supuesto).
El estudio y la discusión en torno a las fuentes de las identidades políticas y los principios democráticos ponen énfasis no en lo que nos enfrenta en escenarios competitivos, sino lo que compartimos como ciudadanos. Desde la matriz unitaria del mercado no es posible vislumbrar espacios comunes en los que interactuar, pensar juntos y deliberar. Los apologistas de la universidad - empresa pueden argüir que ellos ‘capacitan’ técnicos y empresarios “con valores” (¿?), pero por lo general esta referencia parece converger con la tarea de la inculcación – básicamente acrítica – de un catálogo de principios vinculados al trabajo de calidad en el sentido de los textos de autoayuda y motivación que difunden (y que suelen recordarnos que, por si acaso, “los valores también venden”), fundamentalmente un discurso de raquítica profundidad y de discreta relevancia pública. El relato del ‘individuo emprendedor’, celoso observante de sus intereses económicos y sus libertades exclusivamente privadas, es insuficiente respecto del tema de la responsabilidad cívica de las personas para con sus conciudadanos e instituciones. El saber práctico propiamente cívico nos interpela como agentes políticos, y llama la atención acerca de nuestra responsabilidad histórica en torno a los mecanismos sociopolíticos de exclusión, los vínculos entre Estado y sociedad, los problemas y retos vinculados a la defensa de los derechos humanos y el multiculturalismo. Más que promover el activismo partidario, la universidad estimula el sentido de ciudadanía y la cultura constitucional. Nos invita a reconsiderar reflexivamente nuestros lazos comunitarios, y a estar dispuestos a comprometernos con ellos.
La universidad forma parte de la sociedad civil, y como las otras organizaciones que la componen, está comprometida a velar porque el poder político no se concentre en pocas manos, antes bien, procura se distribuya conforme a los principios del Estado de Derecho y al ejercicio de las libertades políticas (distribuir el poder y las responsabilidades no significa “diluirlos”, sino más bien considerarlos sobre la base del esfuerzo común y el respeto y el cultivo de la libertad). Estas instituciones y asociaciones voluntarias apuntan a la promoción de espacios de vigilancia e influencia ciudadana frente al Estado, así como a la configuración de espacios de conversación cívica y formación de corrientes de opinión pública. La forma en la que la universidad contribuye a que se cumplan estos objetivos consiste en la creación de círculos académicos y centros de investigación que fomenten la producción del pensamiento ético – político, tanto como la educación de ciudadanos ilustrados y comprometidos con la institucionalidad democrática.
[1] Smith, Adam Investigación sobre la naturaleza y causas de la a riqueza de las naciones México, FCE 1987 p. 17.
[2] Metafísica 982ª 14 – 15.
[3] Cfr. Husserl, Edmund La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental Barcelona, Crítica 1991, § 73 y Anexo III.
[4] Lerner Febres, Salomón “La naturaleza de la universidad” en: Reflexiones en torno a la universidad Lima, PUCP 2000 p. 7.