Gonzalo
Gamio Gehri
Desde la Homilía del Te
Deum se ha evocado la figura de una “laicidad positiva”, de parte de
algunos columnistas afines al discurso pronunciado el 28 de julio. Se ha dicho
que aunque el Estado sea laico e independiente de la Iglesia, ésta tendría el
rol de guiarlo en lo que toca al señalamiento de los valores supremos de la
vida humana. No estoy de acuerdo con esa descripción del Estado laico, ni con
aquella explicación de las relaciones entre un Estado democrático y las Iglesias. Creo que esa
interpretación (pseudo platónica, porque platónica realmente no es) resulta
tendenciosa y puede reproducir precisamente las pretensiones de un Estado
confesional, no compatible con una sociedad estríctamente democrática. En una nota suya publicada
en Correo, Martín Santiváñez – comentando
la Homilía –
sostiene lo siguiente:
“Mientras más me aburro con los mensajes
presidenciales, más me detengo en las homilías del TE DEUM. La de este año ha
sido relevante por abordar el punto de la separación entre la Iglesia y el Estado. Toda
la doctrina católica, desde Orígenes hasta el tomismo, pasando por San Agustín,
ha considerado positivo el principio de "dar al César lo que es del César
y a Dios lo que es de Dios". De allí que el Estado sea visto como algo
temporal que debe ser iluminado por el cristianismo, pero ajeno a la Civitas Dei.
Los laicistas rabiosos que quieren expulsar a la
religión de la esfera pública no aspiran a un Estado imparcial. Quieren, en el
fondo, una religión del Estado. El Estado no subsiste sin valores. O lo informan
los valores de una ideología o influyen en él los principios del derecho
natural. El Estado siempre responde a una metafísica. Cuando se exclama
"¡que la Iglesia
no se meta!", detrás siempre hay una gran intolerancia ideológica que
aspira al dominio totalitario del Estado. Y eso, por supuesto, no se puede
permitir”.
Es preciso mostrar las razones que pueden invocarse para cuestionar esas tesis conservadoras. Voy a concentrarme brevemente en las afirmaciones
del segundo párrafo.No
voy a ocuparme de lo establecido en el primero, únicamente advertiré algo que
cualquier teólogo, historiador o filósofo señalaría de inmediato, a saber, que
la independencia relativa entre el Estado y la Iglesia formulada en los
primeros tiempos del cristianismo romano no puede asociarse en manera alguna a la
idea de un Estado liberal laico, que
supone el factum de la diversidad de
doctrinas comprensivas y de la increencia, la experiencia de las guerras
religiosas de los siglos XVI y XVII, etc. Ese es
el contexto histórico que nutre la idea de laicidad tal y como la entiende la
teoría política. La tesis de un Estado plural laico y aconfesional es
básicamente moderna, de herencia liberal y surge de la necesidad de promover
las libertades religiosas y la tolerancia en un mundo diverso. La alternativa
al Estado confesional no es una “religión de Estado” – como se asevera en la
columna citada -, sino un Estado
democrático liberal respetuoso de las creencias que las personas eligen
suscribir sin coacciones. Los ciudadanos ejercen su derecho a creer o a no
creer en una determinada visión de la trascendencia o de lo divino.
Un Estado laico es un Estado pluralista
comprometido con los derechos y las libertades de los ciudadanos, incluidas las
libertades religiosas. No establece ninguna relación de privilegio con Iglesia
o comunidad religiosa alguna, con el fin de no discriminar a los creyentes que
suscriben otras confesiones o que han decidido no tener creencias religiosas.
Guarda una relación de cordialidad y de eventual colaboración con las diversas Iglesias, así como con otras
organizaciones de la sociedad civil, pero no brinda un apoyo especial a ninguna
de ellas, por un principio de tolerancia
y justicia. Son los ciudadanos los que eligen libremente en materia de
consideraciones sobre el sentido de la vida y el espíritu. El Estado sólo vela
por el cumplimiento de la ley, la preservación de las instituciones
democráticas y los requerimientos de la razón pública.
La aconfesionalidad del Estado liberal no implica
el desconocimiento del importante valor de las creencias religiosas en la vida
de mucha gente. Numerosas personas construyen su identidad y eligen sus formas
de vida a partir de ideas que provienen de las religiones y de diversas
concepciones del mundo. Las religiones han aportado significativamente a la
formación de ideas morales fundamentales que nutren la cultura democrática. No
obstante, este reconocimiento no supone que este tipo de confesiones
constituyan la única fuente de los derechos universales y de la noción de
dignidad humana. El liberalismo le otorga un lugar de respeto a las religiones,
pero dispone que ese lugar no es el del espacio estatal. Las adhesiones
religiosas corresponden a las personas y a las asociaciones en las que voluntariamente
pasan parte de sus vidas.
Las distintas Iglesias y comunidades religiosas
pueden intervenir en el debate sobre la justicia social y los bienes comunes,
tanto como pueden hacer lo propio otras asociaciones voluntarias que se pronuncian sobre estos temas que
interesan a todos los ciudadanos, los creyentes y los no creyentes. Pueden
hacerlo como una voz más en el diálogo al interior de la sociedad. Las Iglesias
y comunidades religiosas no pueden marcar la pauta sin más de las políticas
públicas, políticas que emprende el Estado desde consensos argumentativos más
amplios y desde un lenguaje político pluralista que una sociedad compleja
requiere (piénsese en el tipo de discurso construido por el movimiento por los
derechos liderado por Martin Luther King Jr.; originalmente de raigambre
profético, pero conceptual y políticamente convergente con el universalismo humanista
y liberal).
La aseveración “El Estado no subsiste sin
valores. O lo informan los valores de una ideología o influyen en él los
principios del derecho natural” entraña un falso dilema, aderezado por el
integrismo religioso y por el conservadurismo teológico. La idea de la existencia de valores absolutamente
inmutables y ahistóricos – arraigados presuntamente en una naturaleza humana
monolítica – ha sido severamente
cuestionada desde todos los derroteros de la filosofía contemporánea. El iusnaturalismo es conceptualmente discutible.
Hannah Arendt ha señalado lúcidamente que sólo una divinidad con una visión
total no condicionada por el cuerpo y por el lenguaje podría captar la
naturaleza humana; nosotros, agentes finitos situados en horizontes ínter-intencionales
compartimos una humana condición, que
interpreta sus actividades, disposiciones y contextos.
Esto no significa decretar la defunción del
derecho natural, sino someterlo a debate con las diferentes posiciones que
señalan que los valores son fruto del discernimiento razonable y finito de
seres humanos finitos. El enfoque conservador no quiere discutir los cimientos
epistemológicos y éticos del derecho natural, por eso se esfuerza en proponerlo
como la única alternativa ante las “ideologías” y “el relativismo”, cuando eso
es clamorosamente falso. Recurre al falso dilema “o nuestra doctrina o el
abismo” que simplemente vicia toda reflexión seria en la materia. Es
perfectamente posible, por ejemplo, que una interpretación filosófica pragmatista
– falibilista, en la senda de J. Dewey y de K. Appiah – de los derechos humanos
brinde buenos argumentos para sustentar principios eficaces para cautelar la
dignidad y las libertades de las personas. No se trata de una perspectiva
relativista ni ideológica. Constituye una costumbre perniciosa para la vida
intelectual sindicar sin mayores justificaciones una perspectiva que no
compartimos como “ideológica”. Quien así procede sólo busca descalificar el
punto de vista rival, no confrontarlo en el plano de las razones. Suele
aplicarse esa arbitraria etiqueta contra enfoques académicos rigurosos, como
los estudios de género y las propuestas interculturales. La idea absurda
consiste en sacar del espacio de deliberación esa clase de investigaciones
incómodas para un punto de vista más tradicionalista. No existe peor enfermedad
en una sociedad democrática que la represión del pensamiento crítico,
perpetrado, por ejemplo, en el bloqueo de la discusión pública sobre casos
difíciles, o en la prohibición de ciertos libros en algunas universidades
privadas.
La afirmación “el Estado no subsiste sin valores”
es verdadera, pero es una frase que carece del dramatismo que se le pretende
infundir. Un Estado de derecho constitucional propio de las democracias liberales
necesita valores públicos, que
sostengan el sistema de derechos y libertades y que garanticen el cuidado de la
justicia en materia de la convivencia social en un clima de respeto de la
dignidad de las personas y de la diversidad de modos de vida. La tolerancia, el
cuidado de la vida y la libertad, el trato justo, el sentido de comunidad
cívica y la disposición a actuar en el espacio público para fiscalizar el poder
son valores de esta clase. Estos valores públicos son expresión de un consenso
razonable de diferentes concepciones éticas, religiosas o seculares. Dichos
valores no descansan en una homogénea “metafísica”, no al menos en el sentido
riguroso – filosófico – del término. Los valores públicos se construyen en un
marco de pluralidad e interacción dialógica de diversos horizontes y enfoques.
Es por ello que esta noción de “laicidad
positiva” no me parece razonable ni convincente, pues encubre la pretensión de
convertir al Estado democrático – liberal en uno confesional, o el intento de impedir
el proceso de secularización de la razón pública. Resulta contradictorio
distinguir el Estado de la
Iglesia para inmediatamente sostener que ella debe sin
embargo conducir a aquel de manera irrevocable según sus principios
tradicionales, negando de facto la
autonomía de lo temporal (autonomía ya planteada en el Concilio Vaticano II) y
debilitando las facultades de los fueros deliberativos de los agentes sociales
y políticos. El diseño de las políticas de Estado es una tarea que es fruto del
debate abierto de diferentes instituciones del sistema político y de la
sociedad civil (y dentro de ésta última, diferentes organizaciones sociales,
seculares y religiosas). El sello de la política liberal es la deliberación y
el pluralismo.