sábado, 7 de abril de 2007

EL LIBERALISMO Y LA SABIDURÍA DEL MAL






Gonzalo Gamio Gehri**



Es un hecho conocido que la tolerancia es – junto a la justicia – la primera de las virtudes de la cultura política moderna. La controversia acerca de la necesidad de cultivar la tolerancia como un principio normativo que configure un sistema de instituciones respetuoso de las diferencias religiosas, éticas y culturales es tan antigua como los conflictos generados por los movimientos reformistas y la crisis del proyecto teológico – político de la “cristiandad”, tan característico de la baja edad media[1]. La historia de la tolerancia es inseparable del reconocimiento liberal del factum de la diversidad como horizonte de la reflexión política[2]. Voy a centrar mi reflexión en el análisis del concepto de tolerancia y particularmente, exploraré los supuestos filosófico – prácticos que subyacen a la tesis que identifica a la democracia liberal como el régimen político que pretende garantizar la práctica de esta virtud.

1.- La sabiduría del mal y la tolerancia como principio.

Como se sabe, la palabra española “tolerancia” proviene del latín tollere que significa literalmente “soportar”. Soportar lo diferente, admitirlo dentro o al lado de uno mismo, o al interior de una comunidad o institución sin perder por ello la salud, a la manera como un cuerpo sano puede reaccionar positivamente a ciertas dosis de medicamentos o sustancias extrañas (como la penicilina). Se trata de procurar coexistir – en un nivel personal, pero sobre todo social - con quienes suscriben creencias y valores diferentes a los que profesamos, aún si asumen credos o cosmovisiones que consideramos en nuestro fuero interno “erróneos”. Este es el sentido que los autores de los siglos XVII y XVIII, como Locke y Voltaire (y antes que ellos, Spinoza) le atribuyeron a la tolerancia, convicción que les llevó a defender la libertad religiosa y a condenar la persecución política por razones doctrinales. Ambos suscribían la tesis de que la violencia – en ningún caso – podía promover la fe[3].

Por supuesto, la tolerancia no es la única reacción ante la diversidad de creencias y valores. Podemos lamentar esa diversidad, juzgarla como un signo del raquitismo moral de nuestra época, y añorar con nostalgia el hipotético tiempo de las comunidades homogéneas. Esa es la posición del autodenominado ‘pensamiento reaccionario’, que yo encuentro poco lúcido y potencialmente violento. Otra opción – llevada a la práctica en múltiples ocasiones en oriente y occidente – consiste en intentar reprimir la diversidad usando la fuerza. Este es el enfoque fundamentalista, en sus diferentes versiones[4]. Esta perspectiva desarrolla una lógica delirante, puesto que considera que el recurso a la violencia resulta benéfico para todos los miembros de la sociedad, e incluso para las víctimas. Si lo que está en juego es la salvación de las almas o la ‘dicha futura de la mayoría’, entonces – ante los ojos de quien suscribe el “espíritu de la ortodoxia” – la guerra y la muerte aparecen como un costo que resulta justificado pagar. De las naciones ensangrentadas por el fanatismo y la guerra civil podrían repetirse las amargas palabras que un atormentado Ross dirige ante Malcom y Macduff acerca de su pobre Escocia, víctima de la corrosiva discordia y de las luchas intestinas por el poder:



“¡Pobre patria!
Casi siente temor cuando se reconoce. No se puede llamarle
madre sino nuestra tumba, donde nadie sonríe excepto quienes nada saben; donde
suspiros y lamentos y gemidos que desgarran el aire surgen sin que lo advierta
nadie, donde el dolor violento parece un éxtasis común. Suenan tañidos por un
hombre muerto y no pregunta nadie por quién es, y la vida de los hombres
honorables se extingue antes que las flores en sus caperuzas y mueren antes de
enfermar”.[5]


Las guerras de religión que padeció la Europa renacentista y barroca pusieron de manifiesto el horror y la crueldad que el fundamentalismo religioso podía desencadenar una vez encarnado políticamente. Michel de Montaigne abandonó sus creencias religiosas ante el tenebroso espectáculo de la mutua destrucción de antiguos conciudadanos en nombre de la “interpretación correcta” acerca del mensaje de Jesús de Nazareth; en los poetas y pensadores griegos y latinos – en particular los escépticos – le pareció descubrir una sabiduría más modesta y comprensiva de los avatares humanos. En esta misma línea de reflexión, señalaba Spinoza, en el prefacio de su célebre Tratado teológico-político, que le sorprendía poderosamente “ver a hombres que profesan la religión cristiana, religión de paz, de amor, de continencia, de buena fe, combatirse los unos a los otros con tal violencia, y perseguirse con tales odios, que más parecía que su religión se distinguía por este carácter que por los que antes señalaba”[6]. Montesquieu, por su parte, describió con pesar cómo los conquistadores españoles decidieron no considerar seres humanos a los nativos indoamericanos para no verse forzados a calificar sus actos de rapiña como acciones mortalmente pecaminosas. Es justamente este potencial demencial del fundamentalismo religioso lo que llevó a los pensadores liberales a separar los fueros de la Esfera política y los de las Iglesias. Incluso ellos encontraron en la aseveración bíblica de que era convieninte dar a Dios tanto como al César lo que les corresponde un persuasivo fundamento teológico para justificar dicha distinción.

El reconocimiento del pavoroso mal desplegado por la violencia religiosa y política dio vida al liberalismo como interpretación crítica de la vida social. Entiendo por “liberalismo” un sistema de creencias políticas basado en el rechazo de esta clase de violencia: su decidida opción por la distribución del poder, la protección de las libertades privadas y cívicas a través la postulación y defensa de un catálogo de derechos humanos y la construcción de espacios de opinión pública procede de la identificación de la crueldad y el uso indiscriminado del poder como los peores vicios[7]. No debemos confundir el liberalismo con el llamado “neoliberalismo”, a saber, la doctrina ideológica que identifica la lógica el ‘mercado libre’ como la racionalidad única y última de las relaciones sociales y del diseño de instituciones; para nadie es un secreto que el “neoliberalismo” se ha convertido él mismo en un credo fundamentalista y excluyente, que ha coexistido de buena gana en múltiples ocasiones – de un modo evidentemente antiliberal – con funestos regímenes dictatoriales.

El liberalismo nace de un consenso sobre el mal. Rechaza la violencia ideológico – política y la identificación de algún relato sobre el mundo y la vida con la verdad acerca de la naturaleza y el destino de las relaciones humanas. Este enfoque reconoce que esas pretensiones sólo engendran opresión, daño y formas de menosprecio social; es por ello que este consenso sobre los males no aspira a traducirse en un consenso sobre el tema de la vida buena - vale decir, aquellas prácticas, valores, vínculos comunitarios y fines que dotan de significado a una vida – si no más bien se propone construir un cuerpo político que permita a los individuos y los grupos que componen la sociedad discutir, elegir y vivir libremente el Bien siempre y cuando estas formas de vida puedan convivir y confrontarse pacíficamente con otros valores y confesiones. El orden público pretende garantizar legalmente esa coexistencia a través de instituciones sólidas que protejan estas decisiones y prácticas. Quienes no respetan este sistema político-constitucional son excluidos de la sociedad liberal: por principio, la política de la tolerancia no tolera a los intolerantes.

El liberalismo ofrece entonces una lectura fenomenológica de la vida ética centrada en el lenguaje de los males y en la apertura política a los diversos relatos sobre el sentido de las cosas. Desde este reconocimiento y la articulación de este lenguaje, resulta claro que las cuestiones éticas no son aquí confinadas al estrecho rincón de lo estrictamente privado; antes bien, estas consideraciones sobre los males y el poder constituyen los cimientos de la racionalidad pública y la acción cívica pluralista. La experiencia del daño y de los efectos corrosivos del fundamentalismo – la llamada sabiduría del mal[8] -llevó a los autores liberales a considerar que no hay una única forma de vivir una vida humana y de representarse sus fines. Tampoco existe una jerarquía absoluta e inmutable de valores que sirven de guía para la existencia: muchos de estos fines pueden, en determinados contextos, relacionarse conflictivamente entre sí[9]. Los liberales trataban de dejar un espacio libre para el discernimiento del bien, el diseño particular de los proyectos vitales y el cultivo de las creencias. El cuerpo legal busca asegurar esos espacios en contra de la intervención externa: la distinción entre Estado e Iglesias y la vindicación del sistema de derechos apuntan a esa dirección, la promoción de la tolerancia y la libertad de conciencia. Este fenómeno supone un giro decisivo en la comprensión y la práctica de la política moderna, que Michael Oakeshott ha descrito magistralmente en términos de la tensión entre la política de la fe y la política del escepticismo[10].

La política de la fe es una vieja conocida en la historia de las ideas políticas. Para ella, La ley y las instituciones públicas debían encauzar con firmeza la conducta humana en el camino hacia su perfección. Para ella, el Estado constituye un organismo de control que regula las costumbres en nombre de una concepción común de la vida buena. La sociedad es entendida desde esta perspectiva como el escenario de la movilización y la conversión del ciudadano que orienta sus pasos hacia el cumplimiento de su telos. Esta ‘forma política’ (al menos en su versión más tradicional) presupone que el proceso de mejoramiento humano sigue una sola dirección, aquella que las comunidades y sus sabios establecen como la verdadera. “En la política de la fe”, señala Oakeshott, “las decisiones y las actividades políticas pueden entenderse como respuesta a una percepción inspirada de lo que es el bien común, o bien, como la conclusión que se sigue de una argumentación racional; pero jamás podrán entenderse como un recurso temporal o como algo que se hace simplemente para que las cosas sigan su curso”[11].

Ante el vigor de esta convicción, la distancia crítica respecto de la visión comunitaria de la vida buena es vista con recelo e incomodidad. Si los objetos de la política de la fe son la verdad y el sumo bien, la heterodoxia suele ser identificada con la suscripción del error o del temido relativismo. “El disentimiento y la desobediencia” argumenta nuestro autor, “serán castigados no como conductas que causan problemas sino como ‘errores’ o ‘pecados’. La falta de entusiasmo será considerada un delito que debe ser prevenido por la educación y castigado como traición”[12]. Cuando es llevada a sus extremos más radicales, esta doctrina considera a sus críticos y disidentes auténticos enemigos de los ‘auténticos valores’ He aquí los antiguos – pero también los nuevos – cultores del fundamentalismo religioso y secular.

La política del escepticismo surge como una respuesta directa a los postulados de la política de la fe. Sospecha del supuesto de que hay un sólo camino para llegar a la plenitud de la vida: de hecho, considera que ese supuesto teórico constituye una peligrosa y mutiladora restricción de las libertades personales y cívicas. Incluso podría decirse que es una hipótesis falsa, dado que contradice los datos más elementales de la experiencia ética ordinaria: existen diversas formas de vivir una vida buena y de lograr la plenitud. El escéptico liberal tiende a separar el tema del sentido de la vida del de la racionalidad de las instituciones políticas no porque el primero constituya un problema menor, si no porque precisamente es un asunto tan importante para los agentes que éste no puede ser monopolizado por “un grupo que por argumentos de sangre, fuerza o elección ha adquirido el derecho de llamarse ‘gobernante’”[13]. Ante la diafonía de concepciones del bien, los escépticos liberales han preferido disponer que la discusión en torno a los fines de la vida recaiga por entero en los hombros de los propios ciudadanos; no existen aquí “tutores” o “interlocutores privilegiados” en esta materia.

El sistema político debe comprometerse exclusivamente con el pluralismo y la promoción de espacios libres de interacción y acceso ciudadano al poder y al bienestar. Por ello la política del escepticismo se preocupa más por el mejoramiento del sistema legal y las instituciones intermedias que por el mejoramiento de las personas. Prefiere asímismo colaborar más activamente en la formación del discernimiento público y del espíritu crítico que en la tan celebrada “educación en valores” que presupone generalmente un catálogo fijo de bienes eternos e inmutables que se ‘siembran’ a partir del adoctrinamiento y la prédica. El escéptico está convencido de que este tipo de educación paternalista puede ser leída desde una distribución asimétrica del poder, pues el adoctrinado es fundamentalmente un súbdito, y nunca un ciudadano.

El escepticismo incluso introduce una nueva forma de entender el diálogo y la acción política, que conmueve los antiguos esquemas de la racionalidad de lo público. Oakeshott asevera que “la discusión y la ‘oposición’ no serán consideradas medios para ‘descubrir la verdad’, sino para llamar la atención sobre algo que de otro modo se olvidaría y para mantener al gobierno dentro de los límites apropiados; en consecuencia, no serán actividades realizadas en forma ocasional y a regañadientes, sino constantes”[14]. Los gobiernos y los políticos tienden – cuando no encuentran resistencia – a convertirse en los únicos administradores del poder; el debate cívico se convierte en un modus vivendi que permite otorgarles a los ciudadanos el lugar que les corresponde en el proceso de la toma de decisiones y en ejercicio del control político. Se recoge con esto la exigencia tocquevilliana de des-cubrir espacios de participación directa – las instituciones de la sociedad civil, la esfera de opinión pública, por ejemplo – que permitan la constitución de formas de vigilancia ciudadana que combatan la recurrente tentación de los gobiernos por desarrollar modos de tutelaje y manipulación política.

Oakeshott ha insistido en que ambas políticas son figuras abstractas, extremos cuya tensión y fricción constituyen la práctica de la política desde el siglo XVI; el tema crucial consiste en precisar hacia dónde se desplazan los acentos. Los Estados confesionales del pasado han procurado concentrarse en la exaltación de la política de la fe, y en proscribir el ejercicio de la crítica. En democracias precarias – como la nuestra – la presencia del caudillismo y de un renovado anhelo popular de un “gobierno fuerte” hace patente el conmovedor y lamentable fortalecimiento de los viejos esquemas autoritarios, un creciente desencanto respecto de los procedimientos democráticos y una notable ausencia de escepticismo político. Curiosamente, entre nosotros impera el desencanto, pero no la práctica del escepticismo. Incluso el propio liberalismo político – incluyendo al liberalismo de izquierdas (conocido a veces con el nombre de “postliberalismo”), que yo suscribo - acusa la presencia de elementos provenientes de la política de la fe, si bien en una versión debilitada por motivos prudenciales. No obstante, resulta evidente que el peso del escepticismo resulta crucial y determinante en su afán de proteger las libertades, así como en su compromiso con la preservación de las fronteras entre la vida buena y la política. El énfasis en la cultura de los derechos humanos, la división de poderes y el control ciudadano del poder político supone una versión ampliada y pluralista de un ethos[15]. Incluso su infatigable compromiso con los procedimientos legislativos, participativos y judiciales bebe de la fuente del consenso sobre el mal. Se trata de un ethos abierto a las diversas culturas y credos que accedan a desarrollarse en un clima de respeto a las otras formas de vida en el contexto de la suscripción de un mínimo de principios constitucionales que expresen focos de consenso público. No es un escenario neutral para el multiculturalismo y el roce de las diferencias, sino un mundo espiritual concreto que ha extraído lecciones dolorosas de la intolerancia y la discriminación: por ello aboga por una cultura cívica pluralista e inclusiva. El liberalismo es, en este sentido, la encarnación política de una compleja historia de experiencias, prácticas compartidas, interpretaciones y debates cuyo corazón es, precisamente, la sabiduría del mal.

2.- La tolerancia como virtud cívica.

Ello me devuelve al tema de la tolerancia. Está claro que una sociedad realmente inclusiva – que ha aprendido cabalmente de la experiencia del mal - no podría conformarse con una comprensión de la tolerancia en términos de la mera admisión resignada de las diferencias culturales y confesionales. Es preciso explorar – desde el espíritu liberal y en el marco institucional que éste promueve – en busca de recursos conceptuales que complementen y maticen la herencia de Locke y sus discípulos respecto de esta idea. En este sentido, el orden público liberal permite la apertura de espacios libres para el desarrollo de una héxis observante del reconocimiento de lo diverso. Concebida como tollere, la tolerancia es perfectamente compatible con la in-diferencia frente a otras creencias y valores: la convivencia social podría ser planteada simplemente como un pacto de no agresión (física). Siempre es posible aceptar con resignación las diferencias sin abrirse ante ellas, sin entablar un diálogo auténtico con otras culturas y modos de vivir. Amin Maalo uf lo ha señalado magníficamente en los siguientes términos: “No quiero que se me tolere”, dice, refiriéndose al primer sentido, propiamente ilustrado de tolerancia, “exijo que se me considere un ciudadano de pleno derecho, con independencia de cuál sea mi fe”[16].

Es preciso, en este sentido, vindicar la tolerancia como virtud – vinculada a lo que solemos llamar reconocimiento - en tanto una forma de vida encarnada en la legislación, un conjunto de disposiciones deliberativas y emotivas que puede adquirir el ciudadano común a través de la educación, la deliberación y las costumbres, de manera que los agentes puedan ejercitar estas excelencias en los espacios públicos. Se trata de un modo de actuar frente al otro que busca ponerse en su lugar, para así entablar una auténtica comunicación intercultural o interreligiosa: es preciso pasar - digamos “dialécticamente”, esto es, sin abolir lo ya ganado - de la tolerancia ‘negativa’ (convivencia resignada) a la tolerancia ‘positiva’ del diálogo entre las culturas en pie de igualdad[17]. Este modo de relacionarse con la alteridad está vinculado estrechamente con el problema hermenéutico de la comprensión[18].

Se trata de una práctica que Hans–Georg Gadaner bautizó como interacción de horizontes. Comprender consiste en procurar interpretar las acciones, creencias o construcciones sociales propias de culturas o formas de vida que nos son extrañas desde categorías y usos lingüísticos que nos son familiares, sin sacrificar lo sustancial de aquello a lo que nos hemos aproximado en busca de conocimiento e inclusión. Procuramos ‘traducir’ lo extraño a nuestro lenguaje, reformulando nuestros pre-juicios y tomando un contacto genuino con lo otro. Este movimiento implica siempre una actitud de entrega y riesgo: es cierto que siempre interpretamos desde el horizonte de nuestros léxicos y esquemas conceptuales, pero la comprensión supone estar dispuesto a “dejarse tocar” – y modificar – por aquello que estudiamos y con-tactamos. La interacción de horizontes no deja las cosas como están: nos expone a ambos al cambio cultural y social. Los interlocutores de este diálogo explicitamos parte de nuestra esfera primordial y al examinarnos mutuamente a través de la comunicación y la crítica, nos convertimos en participantes de un espacio comunicativo aún mayor. Aprendemos de los otros, replanteamos nuestras presuposiciones y conceptos, y contribuimos a la construcción de un mundo común que no anula las diferencias. Esta actitud nos lleva incluso a redefinir fenomenológicamente el concepto de ‘verdad’, de un modo que desestima el temible proyecto fundamentalista. Concebida como apertura de horizontes - es decir, apertura renovada a los diversos modos de comprender lo ‘real’ – ella nos introduce en un proceso histórico irrestricto de re–velación y examen crítico.

La tolerancia entendida en clave hermenéutica se convierte en un catalizador de una cultura política más inclusiva y autocrítica. En esta nueva perspectiva, una educación cívica y liberal genuina – centrada, como hemos dicho, en la formación crítica del juicio y en el cultivo de la autonomía pública y privada – tendría que promover la entrada interpretativa en otras culturas y confesiones, así como el desarrollo de la empatía y la disposición a la autorreflexión. Si bien la tolerancia como silente admisión de lo diferente permite que una sociedad cumpla con ciertas condiciones de estabilidad, no la protege contra ciertas formas sutiles de violencia y discriminación[19]. Una sociedad tolerante en este primer sentido puede convertirse en una sociedad de huéspedes, pero no en una sociedad de ciudadanos, esto es, agentes potenciales de cambio social y acción común. Los miembros de otras culturas, que pertenecen de facto a las sociedades liberales (por inmigración, naturalización, o ciudadanía de segunda generación, etc.) no quieren solamente ser respetados como usuarios de sus tradiciones y costumbres – al menos de aquellas que no colisionan con los principios del Estado de Derecho –; ellos también aspiran a que, en determinadas circunstancias, ese legado pueda ser útil para enriquecer el debate y ampliar nuestra conciencia política. La tolerancia como exclusiva admisión de lo diferente es consistente con el silencio, la renuencia a entrar en diálogo con quienes conciben el mundo de otro modo.

El primer sentido de la tolerancia nos previene de uno de los adversarios más enconados de las democracias liberales: el fundamentalismo. Pero él no puede re-velarnos a su segundo enemigo: la indiferencia, la excesiva condescendencia con cualquier modo de vida, que se traduce en la concepción de que no es necesario ya entablar un diálogo crítico entre las culturas, los proyectos y los credos. Ellos no tienen que explicitarnos su propio valor; para esta posición, el sólo hecho de ser diferentes es lo que les confiere valor. Para quien piensa de este modo es la pura diferencia cultural lo que es digno de aprecio, y no el contenido concreto de esas diferencias, que sólo puede ser conocido a través del contacto humano, el diálogo y la investigación: de este modo, se echa a perder la riqueza del encuentro comunicativo con lo otro, pues “todo da igual”. Incluso esta manera de ver las cosas puede entorpecer la percepción de los propios límites de la tolerancia. La renuncia al diálogo con lo diferente nos impide proyectarnos empáticamente sobre otras vidas y aprender de los demás tanto como no nos permite reconocer el potencial violento e intolerante de ciertos idearios.

Estas consideraciones podrían llevarnos a reconocer – desde una lectura flexible y actualizada de la Ética de Aristóteles – la tolerancia como un término medio. Un modo cívico de vida que, de la mano del espíritu crítico del escepticismo como de una versión pluralista de una fe mundana, pretende evitar las patologías que encarnan sus extremos. De un lado, el defecto de tolerancia, el fundamentalismo, que concibe un sólo camino legítimo hacia el cumplimiento de la vida buena. Del otro, el exceso de tolerancia, la condescendencia, aquella actitud que admite toda clase de diferencias sin procurar distinguir su carácter y consecuencias, pues declara innecesario y hasta irrelevante el proceso de interacción de horizontes. Nótese que ambas actitudes tienen en común el rechazo del diálogo y la crítica: el fundamentalismo sólo ve en ellos la irrupción del temible virus de la diversidad, una abominable conmoción de la estructura monolítica de la doctrina correcta. La indiferencia, por su parte, amparándose en la tesis del mero “vivir y dejar vivir”, no encuentra en la crítica otra cosa que un artificio inútil, que convulsiona innecesariamente las atomizadas vidas privadas de los individuos.

Aquello que permite discernir la práctica de la virtud de la tolerancia en contraste con sus nocivos extremos es precisamente el reconocimiento del diálogo como el horizonte desde el cual acontece el encuentro crítico con las otras formas de concebir y vivir la vida. Es este el escenario del conflicto y la disputa, pero también el de la posibilidad del entendimiento común y la búsqueda de concordia. Es en el ejercicio del diálogo dónde podemos aspirar a regular nuestros conflictos en lugar de intentar eliminarlos a través de la violencia. En esta línea de reflexión, intolerante es aquel que no está dispuesto a exponer sus convicciones en el libre encuentro de argumentos y creencias ético – espirituales. Una sociedad realmente inclusiva no puede considerar como interlocutor político a quien rechaza sin más las reglas de juego que permiten el intercambio comunicativo. La suscripción de estas reglas elementales – o de otras semejantes - constituye la premisa básica de una convivencia social razonable que se ha nutrido del legado de la sabiduría del mal.





*Publicado originalmente en: Rizo-Patrón, Rosemary (Editora) Tolerancia: Interpretando la experiencia de la tolerancia Lima, PUCP 2006 pp. 55 – 64.
Las conversaciones sobre este tema con Juan Antonio Guerrero s.j. en la Universidad Pontificia de Comillas han sido decisivas para la composición de este ensayo. De hecho, de nuestros debates e intercambios de ideas he tomado su expresión “sabiduría del mal”, que resulta tan útil para describir la filosofía práctica liberal. Mi gratitud con Luis Bacigalupo por nuestras esclarecedoras discusiones sobre Oakeshott, el cristianismo y el liberalismo. Las sugerencias de Rosemary Rizo-Patrón sobre la verdad y sus nexos con la tolerancia han sido sumamente útiles para esclarecer algunos pasajes de la primera versión de este artículo.
Este ensayo tiene su origen en una conferencia dictada ante el Instituto de Estudios Democráticos de Lima el 3 de febrero de 2005, en la sede de la Asociación Civil Transparencia.

** Gonzalo Gamio Gehri es Licenciado en filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú y es candidato al título de Doctor por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España) donde ha obtenido también el Diploma de Estudios Avanzados. Es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.

[1] De hecho, el problema del fundamentalismo religioso en Occidente está estrechamente relacionado con el surgimiento del monoteísmo judeo-cristiano. El Imperio Romano saludaba y alentaba el respeto y aún la devoción por dioses foráneos siempre y cuando los creyentes fuesen leales a la dirección política romana y a la figura del emperador.
[2] Contamos con importantes estudios histórico – filosóficos acerca del desarrollo de este concepto: mencionaré fundamentalmente los que me han resultado especialmente inspiradores.. Véase, por ejemplo, Thibeaut, Carlos De la tolerancia. Mdrid, Visor, 1999; Fetscher, Iring La tolerancia. Una virtud imprescindible para la democracia Barcelona, Gedisa 1996; Skinner,Quentin Fundamentos del pensamiento político moderno México FCE 1993.
[3] Véase por ejemplo Locke, John Carta sobre la tolerancia Instituto de Estudios Políticos Caracas, 1966 p. 61.
[4] Me he ocupado de la crítica filosófica del fundamentalismo en Gamio, Gonzalo “La filosofía como preparación para la muerte. metánoia, escepticismo y fundamentalismo” (en prensa).
[5]Macbeth Acto IV, escena tercera.
[6] Spinoza, Baruc Tratado teológico-político Salamanca, Sígueme 1976 Prefacio, 14 (p. 41).
[7] Esta definición del liberalismo está inspirada en la obra de Judith N. Shklar. Véase Shklar, Judith Vicios ordinarios México, FCE 1990. Cfr. asimismo su agudo artículo "El Liberalismo del miedo" en: Rosenblum, Nancy El liberalismo y la vida moral Buenos Aires, Nueva Visión 1993; pp. 25-40.
[8] La expresión sabiduría del mal es polémica por diversos motivos. Por ejemplo, en el Eclesiástico se dice que “la ciencia del mal no es sabiduría”( Eclo 19,22). Utilizo “sabiduría” en lugar de “ciencia” porque este concepto es equívoco aplicado a lo que quiero decir aquí sobre la ética liberal; en la época en que surge el liberalismo político se reservaba el término “ciencia” a las disciplinas que aplicaban el paradigma metodológico de la matemática (y de la física). “Sabiduría” alude más a la clase de comprensión compleja y flexible de los asuntos humanos que yo quiero defender, vinculada a la sophrosyne clásica; por supuesto, la mayoría de los filósofos liberales de la actualidad - si no todos - han asumido el giro lingüístico postmetafísico que rechaza el proyecto fundacionalista ilustrado y su cientificismo. “Sabiduría del mal” alude así a la filosofía práctica basada en un consenso sobre los males.
[9] Consúltese Berlin, Isaiah “La persecución del ideal” en: El fuste torcido de la humanidad Madrid, Península 1998 pp. 21 – 37. Véase asimismo Gray, John Las dos caras del liberalismo Barcelona, Paidós 2001.
[10] Oakeshott, Michael la política de la fe y la política del escepticismo México, FCE 1998. Voy a discutir las tesis de Oakeshott en lo que sigue.
[11] Ibid. p. 54.
[12] Ibid. p. 57.
[13] Ibid. p. 60.
[14] Ibid. p. 66.
[15] En este sentido, resulta al menos discutible la posición de algunos autores – el primer Rawls, Dworkin y a veces el propio Habermas, que identifican el liberalismo como una concepción exclusivamente procedimental, valorativamente neutral. En contraste con esta tesis, estoy sugiriendo, de la mano de Shklar y de Oakeshott, que la perspectiva liberal está poderosamente comprometida con el rechazo militante de la violencia por motivos religiosos y ‘políticos’: el énfasis en las pretensiones de neutralidad valorativa – presente en sólo una versión de la política liberal, el contractualismo – procede de una mala lectura epistemológica de lo social. Incluso el cultivo de cierto legalismo se inspira en el reconocimiento del mal. Me he ocupado de este problema en Gamio, Gonzalo “sobre la justificación post – liberal de los derechos humanos” en: Revista Jurídica del Perú Año LIII Nº 48 Setiembre de 2003 pp. 143 – 159.
[16] Maalouf, Amin Identidades asesinas Madrid, Alianza 2002 p.65.
[17] Esta distincion ha sido elaborada por Carlos Thiebaut, quien llama a esta disposición ética tolerancia positiva. Véase Thibeaut, Carlos. De la tolerancia op.cit., p. 68.
[18] Cfr. Gadamer, Hans–Georg, Verdad y método Salamanca, Sígume 1979 caps. 9 – 10.
[19] Es por esa razón que la sabiduría del mal y este ethos del reconocimiento constituyen figuras complementarias para la política liberal.