Gonzalo Gamio Gehri
Pésimo gesto el del Arzobispo de
Arequipa, Javier del Río, al señalar en el púlpito que los católicos no
deberíamos votar por Mendoza o por Barnechea por apoyar la unión civil y el
aborto; sería pecado, a su juicio. La ya clásica invocación a la adhesión acrítica a la autoridad, una actitud que es dañina para la propia Iglesia, que es potencialmente un foro de meditación e interpretación sobre la vida en los términos de profetas y creyentes. Por supuesto, Javier del Río se “olvidó” de que Keiko
Fujimori se expresó en favor de la unión civil en Harvard ¿Será que esa mención
no resultaría conveniente a sus posibles afinidades políticas?
Esa intervención es perniciosa
para la democracia. Se trata de una interferencia política de marca mayor. Una
cosa es que, en el templo y en los foros de las comunidades religiosas, las
autoridades llamen a la reflexión a
las personas acerca de los alcances de su fe, los valores propios de sus
creencias en diversos asuntos, etc; eso es perfectamente legítimo. La Iglesia es una institución social en la que sus miembros pueden examinar y discutir sus principios fundadores y propósitos. Pero otra
cosa es indicar a los creyentes cómo
deben votar, a quiénes puntualmente no deben apoyar, recurriendo a una burda intimidación para lograr ese objetivo. El Arzobispo del Río no debe exigir
esa clase de “obediencia” a los fieles, a
menos que crea erróneamente que la libertad de conciencia no es un valor
cristiano. No debe erigirse en un “tutor”, puesto que, en una democracia,
los ciudadanos no requieren de tutores. Es inaceptable que se trate a los
ciudadanos como menores de edad.
El Arzobispo del Río debe
respetar los límites que establece una democracia. Vivimos en un Estado laico y
en una sociedad plural en materia religiosa y de visión del mundo. Debería
tomar más en cuenta las declaraciones del Papa Francisco, que reconoce la
diversidad de tradiciones y perspectivas como algo valioso y digno de escucha
atenta. Ha resultado deplorable esta intromisión en la vida pública. Los ciudadanos
somos personas capaces de examinar nuestras opciones políticas, y para tomar
decisiones por nosotros mismos en torno a la elección de nuestras autoridades
políticas, pedirles cuentas y sacar conclusiones acerca de la calidad de su
labor pública. Tenemos derecho a elegir sin ninguna imposición externa. En la
política, tenemos derecho a decidir de manera irrestrictamente libre.