Gonzalo
Gamio Gehri
Steven
Levitsky publicó en La República el
artículo Dilemas para la Izquierda, en
el que plantea las dificultades que tendría que afrontar una izquierda peruana
institucionalmente debilitada, sumida en una crisis de identidad, batallando en
medio de un electorado conservador como el de Lima. No voy a detenerme a
examinar si las situaciones que describe Levitsky son formalmente dilemáticas.
Quisiera discutir algunas de las posibilidades bosquejadas al final de su
texto.
El
columnista precisa que la izquierda tendrá que discernir acerca de su propia
identidad a la vez que innovar - en el orden de sus programas ideológicos y en
el de su organización - para
posicionarse en el espacio político, recuperar su conexión con la población,
definir una estrategia para convertirse en una alternativa de gobierno o
conformar un grupo con una presencia relevante en el Congreso. Tiene que revisar
sus fundamentos, elegir si retomar el camino de Izquierda Unida o si asumirá el
de una Izquierda con un perfil más liberal, humanista o tal vez socialdemócrata.
“No hay salida fácil. La izquierda tendrá que innovar.
Reconstruir una Izquierda Unida (ahora llamado Frente Amplio) es,
probablemente, un sueño. Pero quizás está bien. Muchas veces, la innovación
surge de múltiples experimentos. Uno de estos experimentos será una izquierda más
liberal o social democrática –una izquierda que promueve la igualdad y la
expansión de los derechos sociales dentro de una economía de mercado–.”
Una
izquierda liberal (quizá en el registro de Dewey, Rawls, Sen o Walzer) es, sin
duda, una vía posible para que la izquierda de cuenta del proceso de autoexamen
que debió afrontar luego de la caída del muro de Berlín. És un camino posible - que encuentro cercano -, no es el único. El trabajo sobre los
temas de ciudadanía, derechos humanos y pluralismo (que el marxismo ortodoxo
siempre encontró sospechosos) constituye un avance en esta dirección, aunque la
izquierda política local nunca se propuso explícitamente desarrollar una revisión
teórica detallada; esa tarea ha sido parcialmente acometida desde espacios intelectuales. La dicotomía estructura / superestructura, el
determinismo de clase, el dogmatismo del curso lineal de la historia e incluso
el recurso a la violencia revolucionaria siguen siendo elementos ideológicos
recurrentes en la mayoría de grupos que se reclaman como izquierdistas, pese a
que resultan problemáticos en la perspectiva de la teoría social y el
pensamiento político. La condescendencia de algunos movimientos con el uso de
la fuerza o con esquemas autocráticos (piénsese, sin ir muy lejos, en la penosa
actitud frente a las recientes y malogradas elecciones en Venezuela) resulta a
todas luces inaceptable desde un enfoque democrático. En general, se necesita tanto una derecha liberal como una izquierda moderna, formaciones políticas que rechacen toda forma de autoritarismo e integrismo.
La
renovación de la izquierda en una clave humanista o liberal permitiría rescatar
el motivo programático socialista que gira en torno de la crítica de la
alienación (en la economía y la política) y el énfasis en la justicia
distributiva, a la vez que incorporar el tema del reconocimiento cultural y de
género, y las políticas de memoria. El “lenguaje de los derechos” y la preocupación
por la construcción de la ciudadanía aportan un nuevo horizonte conceptual que
permite someter a crítica ese integrismo materialista, así como purificar el
discurso progresista del viejo dogmatismo de la ortodoxia marxista. El
pensamiento progresista manifiesta así una mayor apertura a consideraciones “postmaterialistas”
que los nuevos movimientos políticos ponen en la agenda de discusión. Se trata asimismo
de plantear un cambio radical en el terreno de la acción, pues esta nueva perspectiva
apunta a fortalecer el compromiso cívico con la vida democrática y con los
cimientos del Estado de derecho. La izquierda más dura alegará que este enfoque
toma excesiva distancia del ideario marxista, que incorpora en lo teórico una
serie de referentes “clásicos” (la agencia política, lo público, las libertades
positivas, etc.), y que, en la práctica, acerca el programa izquierdista al
programa de la “alianza paniaguista” que
el propio Levitsky ha descrito en algunas de sus columnas anteriores, una
alianza que recupere el programa de la transición del año 2000. En lo
particular, considero que ninguna de estas objeciones debilita el argumento de
que esta posible dirección de una izquierda reformulada podría revitalizar la
causa de la justicia social en el Perú. De hecho, pienso que – más allá de las
necesidades internas de los movimientos de izquierda – recuperar la agenda de
la transición en materia de lucha contra la corrupción y la vindicación de los derechos
humanos constituye una prioridad. Necesitamos una izquierda realmente
comprometida con la democracia, tanto con sus procedimientos como con su
dimensión participativa.
El
autor se pregunta si una izquierda liberal o humanista estaría inmersa en el
juego político que le plantea la derecha, si sería la expresión de una
izquierda hecha a la medida de las necesidades del ideario conservador.
“Rechazar esa izquierda
como “la izquierda que tanto necesita la derecha” es, además de infantil,
falso. La derecha dura ha sido clara (y nunca más clara que en la revocatoria):
no quiere una izquierda liberal o moderada. Quiere una izquierda muerta. Y hoy
en día parece tenerla”.
Este es un asunto
discutible. Para algunos, la derecha prefiere una izquierda menos radical, que
haya renunciado a su proyecto revolucionario, centrado en la superación
definitiva del capitalismo en una sociedad comunista. Para otros, ella anhela
una izquierda que permanezca en el esquema decimonónico del determinismo
histórico y la ideología de clase, una perspectiva que alegremente ceda a la
derecha el tema de la democracia y las libertades individuales. Lo que parece
cierto es que un sector de la derecha conservadora quiere una izquierda muerta
y sepultada. La izquierda liberal le
parece una versión edulcorada (o encubierta) del comunismo marxista. Recordemos
el categórico escrito de Vásquez Kunze publicado hace algún tiempo, en el que el
periodista señalaba que votaba “Sí” en la revocatoria no por alguna objeción
puntual a la gestión municipal, sino fundamentalmente porque rechazaba de plano
la concepción izquierdista del mundo, así como
“la “institucionalización” de una “ciudadanía” “construida” con sus desechos
ideológicos”. O evoquemos las patéticas notas de Santivañez, en las
que acostumbra estigmatizar el pensamiento progresista sin ofrecer un solo
argumento. Por supuesto, esta clase de cuestionamientos tendrían que ser
materia de discusión política.
Cierta derecha cree que
la izquierda ha muerto en el plano político y en el ámbito electoral. Desliza
la idea de que sólo se presenta fuerte en las instituciones de la sociedad
civil y en algunas organizaciones radicales que actúan en las zonas más conflictivas
del país. Sugiere que hace tiempo que no produce ningún pensamiento novedoso o
relevante. Estas afirmaciones revelan falsas suposiciones, medias verdades o
evidentes prejuicios. Corresponde a la izquierda salir de su letargo ideológico
y demostrar que esto no es así. En lugar de preguntarse qué clase de izquierda
resulta funcional a la reductiva estigmatización conservadora, los movimientos
de izquierda tendrían que indagar qué tipo de derrotero intelectual y político
pretenden asumir y si éste responde o no a las exigencias de justicia y
libertad de la sociedad peruana.