Gonzalo Gamio Gehri
En estos días, el tema de la pena de muerte ha monopolizado el debate público. La propuesta de castigar con la pena capital a los violadores y asesinos de menores ha desatado pasiones entre nuestra “clase política”, que ha procurado “sintonizar” con un sector de la población que ha exigido que se aplique la Ley del Talión. Se han revelado no pocos sentimientos primarios de violencia y de prepotencia, (y considerable cálculo político) entre sus defensores: una congresista de Unidad Nacional ha gritado a los cuatro vientos que le importan muy poco los Derechos Humanos, un pastor–candidato ha intentado justificar la medida a partir de la Biblia (¿y el Dios de la vida?). El propio Presidente ha señalado – desde alguna suerte de Aleph - que estos terribles criminales “no tienen derecho a vivir”.
Es preciso llevar esta controversia al nivel de los argumentos. No cabe duda que los perpetradores de estos horrendos crímenes merecen el mayor castigo que determina la ley, y que evidentemente no deben contar con beneficios penitenciarios que los devuelvan a las calles. Sin embargo, ninguno de los protagonistas del debate se ha detenido en señalar qué poco se hace – desde el Estado y la sociedad – para prevenir estos crímenes al interior de la familia, el vecindario y la escuela; nada se ha dicho acerca de la atención social y psicológica que requieren las víctimas de agresión familiar y sexual. La polémica se ha concentrado en la punición, en la eliminación del criminal, siguiendo la tradición vengadora de las culturas primitivas. Parece que tuviésemos que sacrificar a los malvados una vez más en los altares de los antiguos dioses, sedientos de sangre.
Pero la nuestra es ya la moderna cultura de los Derechos Humanos, basada en el respeto de la dignidad incondicional de los individuos; por ello, la mayoría de las sociedades democráticas ha preferido recluir al criminal para rehabilitarlo (o aislarlo permanentemente). Se rechaza la pena de muerte porque es irreversible, puesto que un error judicial podría generar un daño irreparable; se ha demostrado que no es disuasiva, dado que en los lugares en los cuales se ha aplicado el número de crímenes contra la vida no ha decrecido. Si la pena capital no es la solución ¿Por Qué se insiste tanto en predicar esta singular campaña?
No olvidemos que aplicar esta medida llevaría al Perú a denunciar el Pacto de San José y a tomar distancia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (como pretendió hacer la dictadura fujimorista). No podemos descartar que esta obsesión con la pena de muerte sea un Caballo de Troya que encubra este objetivo. La CIDH constituye un organismo supranacional que garantiza la protección de los derechos básicos de los peruanos; se trata de una instancia a la que podemos apelar en el caso que la justicia local no se conduzca con imparcialidad e independencia. No olvidemos que gracias a la CIDH la vergonzante Ley de Amnistía fue declarada ilegal, y los criminales del grupo Colina pudieron ser juzgados nuevamente. Apartarnos de la CIDH no constituye sólo un gesto que desprestigiaría al Perú ante los ojos del mundo civilizado: una medida como esa nos dejaría desamparados frente a la violencia y la autocracia. Permitiría la impunidad de los perpetradores de los crímenes de lesa humanidad que enlutan nuestra historia reciente (el silencio oficial – cuando no la hostilidad – frente al trabajo de la CVR parece fortalecer esta hipótesis). Más que una operativo psicosocial puramente distractor, esta campaña podría interpretarse a la luz de un maquiavélico y subterráneo juego de ajedrez político. Esperemos que no sea el caso.
La tonalidad visceral y engañosamente moralizante de esta campaña en pro de la pena capital ha contaminado lo que debió ser en principio una discusión racional en materia ética y jurídica: darle de pronto una connotación religiosa ha sido impertinente y de mal gusto. Enrique Bernales ha señalado agudamente que el único gesto bíblico que le evoca todo esto es el consentimiento de Pilatos ante la Crucifixión para “no contravenir a las masas”. Lo que tenemos ante nosotros es una retrógrada iniciativa que entraña pura demagogia, o quizá algo peor.
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