Gonzalo Gamio Gehri
Benedicto XVI ha renunciado a
su cargo como sumo pontífice de la Iglesia Católica. La carta en la que anuncia
esta decisión, dirigida a los cardenales y a los fieles católicos, señala que
esta renuncia es fruto de un largo tiempo de meditación, que corresponde a lo
que dicta su conciencia, y que obedece a la falta de fuerza física y espiritual,
situación que no le permitiría seguir en la conducción de la Iglesia. La
alusión al debilitamiento de la “fuerza espiritual” lleva a pensar que la
decisión no tiene que ver exclusivamente con el envejecimiento del cuerpo y con
el decrecimiento del vigor físico. Las alusiones posteriores a las “divisiones
en el clero", que lesionan a la Iglesia, indican que el Papa está sumamente consternado y dolido por los conflictos existentes en la jerarquía eclesiástica.
Se sabe que la firmeza con la que Ratzinger ha enfrentado las denuncias de
pedofilia y el escándalo de los llamados “vatileaks” no ha sido bien recibida
por el ala más conservadora del clero.
El pontificado de Benedicto XVI
ha estado marcado por las reacciones frente a las denuncias vinculadas a estos
casos de abuso, los problemas financieros del Vaticano, y la filtración de
documentos que comprometen a personajes influyentes en la Santa Sede. La
actitud del Papa actual, a diferencia de otros tiempos, no ha sido de encubrimiento, sino de apertura a la acción de la justicia. Las encíclicas
de Ratzinger exhiben un rigor conceptual y metodológico novedoso, cuentan con
un peso teológico y bíblico importante, e introducen – para el pensamiento
económico y social – el tema del desarrollo humano en clave cualitativa (en una
línea convergente con Sen y Nussbaum). Por supuesto, en el polémicol tema
de la moral sexual los avances no han sido considerables, pues existe una
conversación (cívica y científica) pendiente sobre este asunto. No es lo que se describiría como un "progresista", pero es un intelectual sólido que escucha atentamente diversas voces, y que ha contado con un entorno plural (que, por ejemplo, incluye al teólogo progresista Gerhard Muller y a otros obispos que promueven una mayor apertura hacia la sociedad contemporánea). Es un teólogo dialogante, pero tampoco es un liberal cristiano. No obstante, en los últimos días, el
Papa Benedicto ha puesto énfasis en la necesidad de la Iglesia de retomar las
reformas propuestas por el Concilio Vaticano II. El diálogo con el mundo
moderno es imprescindible para que la Iglesia se aproxime realmente a los
problemas de los seres humanos de hoy, particularmente la violencia, la atomización sociopolítica y la pobreza. Este diálogo se ha visto truncado en múltiples
ocasiones por la penosa estrechez de miras del sector más conservador de la Iglesia, que todavía percibe con actitud sospecha la perspectiva de los derechos humanos y la secularización de la cultura y de la política.
No han faltado los
comentaristas que se han esforzado por interpretar esta renuncia no como una
decisión enmarcada en el contexto de una Iglesia en crisis, sino en el registro
del discurso una “Iglesia triunfante”. Esta clase de análisis es delirante y carente de rigor. El Papa ha
aludido en más de una ocasión al triste espectáculo del juego de fuerzas del
clero vaticano, completamente de espaldas al Pueblo de Dios. Incluso un
sacerdote – entrevistado en el canal Willax, medio cuya “línea política” todos
conocemos – advirtió que la Iglesia “no tiene mácula ni arrugas” un juicio
absurdo que no resiste un mínimo análisis histórico. Sin embargo, el prelado repitió esta expresión cuestionable una y otra vez, como si se tratara de un mantra. Es preciso decirle que la gente tiene sentido crítico y no se conforma con las frases hechas y perfumadas. La Iglesia es nuestra, y
cargamos con sus múltiples aciertos y errores, pero no tiene sentido alguno
desconocer la realidad. Amar a la Iglesia implica reconocer el amor y el pecado
presente en su historia, potenciar el amor con la propia vida, pero también
combatir la corrupción en su interior. Me
parece mucho más lúcida la palabra de monseñor Strotmann, obispo de Chosica,
quien sugirió que hoy la Iglesia requiere la espiritualidad de Martín de
Porras, quien siempre tenía a su disposición la escoba, para hacer limpieza.
Más claro, el agua.
Respeto profundamente el gesto
de Benedicto XVI. Revela coraje y humildad. En un mundo que le rinde culto al
poder, renunciar a él constituye un acto de veras excelente, vale decir, virtuoso. Si se trata –
como es en este caso – de un poder casi absoluto, esta acción resulta
especialmente ejemplar y tiene una expresa dimensión espiritual; la Iglesia
tiene una estructura jerárquica que en algunos aspectos es comparable, lamentablemente, a la de las
antiguas monarquías europeas, de modo que las potestades del Papa en su jurisdicción son las de una suerte de autoridad imperial. Soltar el poder es un acto realmente libre, sobre
todo si las razones que animan tal acto son tan contundentes. Joseph Ratzinger
está allí, dejando el trono de Pedro, pero transmitiendo un mensaje claro y muy crítico
acerca de cómo marcha la Iglesia, un juicio basado, tal vez, en el espíritu del Dios del
Evangelio, aquel que haciéndose finito eligió la solidaridad y no el poder, aquel que cultivo el
amor a los pobres e insignificantes de la historia. Se trata de un gesto que desde todo punto de vista llama a la reflexión.