Los 28 de julio suelo dedicarlos a descansar un poco – después de un tiempo de revisión de exámenes y trabajos -, pero también a examinar con interés tanto la homilía del Te Deum como el discurso presidencial anual. Llevo siguiendo este procedimiento cerca de veinte años (desde que era un adolescente) primero con mis padres (la política era en mi familia un tema importante en la conversación diaria) y se ha convertido desde entonces en una costumbre arraigada. La considero una costumbre importante, dado las circunstancias que vivimos, dado que contamos con una prensa servil y amarillista – producto del virus fujimontesinista – y una “clase política” de nivel bastante discreto. Qué mejor ocasión para el ciudadano que estas fechas para dedicarse a la escucha atenta de estos discursos y formarse un juicio propio sobre su contenido.
Vivimos, además, en un país que vive en una campaña permanente. Comentaba una antropóloga catalana que es probable que el Perú sea el único país en el que se aplican permanentemente encuestas sobre el voto presidencial “si las elecciones fueran mañana”, a pesar de que ese “mañana” tendrá lugar dentro de dos, tres o cinco años. Por supuesto, esa costumbre se presta a la manipulación de la opinión pública, cuando no a la corrupción de las “empresas” encuestadoras. Podría tratarse, pues, de una mala costumbre. Tendemos, en todo caso, a escuchar y discutir estos discursos como si estuviésemos inmersos en un clima electoral.
Una vez más, encuentro en el discurso de la homilía del Te Deum y en el discurso presidencial un “aire de familia”. Quienes me conocen y conocen este blog saben que yo no estoy de acuerdo con que el Te Deum sea una ceremonia “oficial” de carácter público – en el sentido teórico-político de “público” -, puesto que ello tiene resonancias virreinales escasamente democráticas. Siendo católico, tengo objeciones de principio, inspiradas en la separación liberal entre Estado e Iglesias. En mi ensayo ¿Qué es la secularización? expongo las razones filosóficas que sostienen mi punto de vista sobre este asunto.
En el discurso de Alan García he encontrado un tenor similar. Como se trata de un discurso extenso, en el que se presentan cifras, no es posible hacer aquí un análisis del detalle. Encontramos en su mensaje algunas ideas que podrían resultar interesantes - como la renovación de la mitad del parlamento a la mitad de su mandato - sino estuvieran revestidas de un manto de demagogia. Sobre el tema de la corrupción y las políticas de DDHH el presidente de la República no dijo nada, hecho que no sorprende para nada. García también apela al “alma nacional”, pero con un talante más “contemporáneo”, por así decirlo, menos "venerable". El referente no es Faustino Sánchez Carrión, sino Miguel Ángel Cornejo, el “espíritu de emprendimiento”, la “calidad total”. El “destino del país”, en el discurso del presidente, no es la recuperación de sus raíces (como supuestamente pretendería la homilía) sino la conquista del desarrollo, el ingreso del Perú en el Primer Mundo (con pronóstico y todo). García no ha tratado de ser grandilocuente en sus citas (salvo algún guiño descuidado a Vallejo y a Haya de la Torre), pero sí efectista. La idea es que los peruanos hemos descubierto el camino unívoco del crecimiento económico y la libertad – evidentemente, García es más asertivo y menos ambiguo cundo habla de democracia, aunque sus conceptos sean también discutibles -, pero el gran obstáculo frente al camino visible es (sorpresa), el “enemigo ideológico extranjero”, el eje hispanoamericano del Mal.
Los lectores saben que Chávez y Morales no son santos de mi devoción; habita en ellos un espíritu claramente autoritario, muchas veces invasivo en los asuntos nacionales. Humala tiene un discurso que no encuentro ni consistente ni creíble, que no encuentro democrático, ni tampoco – en absoluto – de “izquierda” ni “progresista”. De hecho, propone un proyecto que encuentro insensato en diversos frentes. Sin embargo, estoy convencido de que hay que desconfiar de estos discursos contradistintivos sobre “el eje del Mal”. El problema de Bagua tiene poco que ver con la “intromisión bolivariana”; tiene que ver con la incapacidad del gobierno para consultar a los ciudadanos nativos acerca de decisiones que involucran a su relación con la tierra, y con la incapacidad oficialista para evitar o conjurar situaciones violentas. Identificar la protesta social en Bagua, en Moquegua y en otros lugares con la "injerencia chavista" supone no estar dispuesto a considerar realmente los problemas de fondo. Traducir la interpretación de los conflictos sociales desde un esquema exclusivamente geopolítico / estratégico / ideológico constituye un error, y quizá un pretexto para no ver lo que hay que ver. Los conflictos sociales también se deben a temas de distribución económica y reconocimiento cultural. Si no resolvemos eso, los conflictos continuarán sacudiendo el país (y no faltarán los agentes políticos que los aprovecharán, de un lado o del otro en el esquema ideológico). Como ha dicho lúcidamente el historiador Nelson Manrique, el gobierno es tan ciego y discriminador con el indígena andino y amazónico que piensa que, cuando él protesta, lo hace porque es manipulado. En otras palabras, le niega la condición de sujeto. Es esta suerte de “ceguera voluntaria” la que preocupa. Por eso las alusiones mordaces a los efectos seductores del “diálogo dulzón” y “equívoco”, son realmente inquietantes. Nos dan la impresión de que nuestras autoridades no están realmente dispuestas a dialogar, o que ven en el diálogo una concesión inaceptable a quienes sencillamente están en el error, o se comportan como revoltosos. Aparentemente, no se ha logrado sopesar que está realmente en juego aquí y ahora. Sino dialogamos – evidentemente desde el respeto elemental de la ley y a los derechos del otro – no es viable ningún proyecto de país.