Gonzalo Gamio Gehri“Ciudadanía” es una categoría eminentemente política en tanto pretende determinar con claridad la posición del agente frente al poder constituido. Esta noción pone de manifiesto el grado de acceso a cierto tipo de libertades y derechos, y la posibilidad de intervención en los asuntos públicos. El concepto de ciudadanía redefine el mapa de nuestros espacios institucionales, así como la ubicación y la movilidad de los individuos en su interior. Ese puede ser nuestro punto de partida. No obstante, no se trata de un concepto unívoco. Desde el punto de vista de la teoría política, contamos al menos con dos concepciones de la ciudadanía, que el pensamiento liberal y el cívico-republicano han hecho suyas, configurando ambas el sentido contemporáneo de lo que significa ser un agente político. Bosquejaré brevemente ambas concepciones, concentrándome en sus elementos sistemáticos y destacando su complementariedad en el contexto de una genuina democracia constitucional.
A.- La primera acepción de ciudadanía alude a una cierta condición jurídica y política que los individuos adquieren a través del nacimiento o en virtud de procesos de naturalización. Ciudadano aquí es fundamentalmente
titular de derechos. Este
status encuentra su justificación teórica en la
hipótesis del contrato social como procedimiento que da origen a la ley y el sistema de instituciones políticas. La tesis más poderosa que está implícita en esta perspectiva sostiene que la fuente de legitimidad del cuerpo legal y de cualquier forma de autoridad política es tanto el consentimiento de los individuos – que son las “partes” del contrato – como la protección de las libertades y los derechos de las personas.
Los ciudadanos son
iguales ante la ley. A veces este principio es llamado con cierto desdén “igualdad formal”; dicho desdén se debe al hecho que no suelen extraerse los valiosos argumentos e intuiciones morales que ella entraña. Se trata de un principio que cuestiona severamente toda forma de discriminación por razones de origen, cultura, mérito, credo, condición económica, ideología, género o identidad sexual que pueda impedir a los individuos la configuración y el desarrollo de sus proyectos de vida en el nivel del cuerpo, las creencias, las relaciones intersubjetivas y los vínculos con el mundo. El acceso individual a la libertad y al bienestar que pretende garantizar (o al menos proteger) el Estado de Derecho, no está supeditado a los logros o méritos de los agentes
[1]. A diferencia de los tiempos premodernos - en los que el
status de las personas estaba determinado por el lugar que ocupaban en el ‘orden jerárquico del universo’, asignado por razones de parentesco -, los Derechos básicos que gozan los individuos son concebidos como universales, incondicionales e inalienables. Se desprenden de su dignidad, de su capacidad de ser agentes racionales independientes. La igualdad civil ha sustituido así al supuesto jerárquico de la sociedad premoderna, dividida tradicionalmente en estamentos: guerreros, sacerdotes y campesinos. El supuesto contractualista de una situación previa a la constitución de las bases de la ley y el gobierno – el
estado natural en los tratados de Locke y Rousseau, la
posición original en la filosofía política de John Rawls -, más que un experimento epistemológico, constituye el diseño de una imagen moral que echa luces en torno a la irrelevancia de las diferencias de origen, convicciones y méritos en la configuración de las libertades y los derechos fundamentales. Las inmunidades y prerrogativas que confiere la ley son las mismas para todos los miembros de una comunidad política.
El Estado de Derecho no sólo protege a los individuos de la violencia ejercida por otros agentes o por la autoridad política misma, sienta las bases de un sistema de coexistencia social. Pretende ofrecer espacios abiertos a las diferentes expresiones personales y colectivas en materia de cultura, religión, género y sexualidad, siempre que no minen la tolerancia o atenten contra el derecho del otro a creer (o a no creer) y a vivir o no conforme a esa creencia. En principio, se trata de espacios privados en los que los agentes cultivan relaciones – afectivas, familiares, laborales – compatibles con sus visiones de la felicidad. En ellos, el individuo se dedica a las actividades que ha elegido como portadoras de sentido o vehículos de realización, se entrega al cuidado de sus tradiciones locales o a la crítica de sus cimientos. Uno de los rasgos fundamentales de la ciudadanía como condición reside en el hecho de que, si bien el ejercicio de los derechos supone la cultura como horizonte vital ineludible, las culturas no constituyen determinaciones inexorables de la identidad, que no son susceptibles de elección. El individuo tiene derecho a desarrollar vínculos de pertenencia a tradiciones o a visiones densas de la vida, pero también puede abandonarlas si con el tiempo estas se tornan opresivas o inconsistentes
[2]. El Estado debe garantizar que estas elecciones sean posibles, pero no debe pretender intervenir en los procesos de decisión, que corren a cuenta y riesgo de los ciudadanos.
B.- La segunda concepción de la ciudadanía corresponde, en contraste, al cultivo de una cierta
actividad humana, la
política. Nos remite directamente a la célebre definición de Aristóteles, según la cual los ciudadanos son aquellos agentes que a la vez gobiernan y son gobernados
[3]. Son gobernados, porque acatan las decisiones que toman las autoridades políticas legalmente elegidas, y se someten a las decisiones que se han acordado tomar en la asamblea. Pero a la vez gobiernan, en tanto participan en la elección concertada de las autoridades políticas así como en los procesos de deliberación pública en materia de justicia y legislación. Aristóteles pone énfasis en el hecho según el cual la ciudadanía no puede desligarse del compromiso de los agentes con el ejercicio de las funciones judiciales y los asuntos de gobierno
[4]. Mientras en el sentido liberal de ciudadanía el individuo puede elegir intervenir o no en la “cosa pública”, el ciudadano en este segundo sentido – eminentemente ateniense – es propiamente un agente: si no actúa con otros en la arena pública la dimensión política de su vida queda en suspenso. Desde Esquilo y Aristóteles hasta Alexis de Tocqueville y Hannah Arendt se ha ido configurando la tesis que sostiene que a través de la acción política se re-vela un aspecto medular de lo estrictamente humano.
La presencia en el ámbito público pone de manifiesto las capacidades distintivamente humanas del “decir” y del “actuar”. Hannah Arendt sostiene incluso que la pólis – en tanto constituye el mundo configurado a partir de la acción común – constituye el “espacio de aparición” del ser humano como tal
[5]. La política inaugura escenarios en los que los agentes se encuentran para forjar consensos a través del discurso, pero también se trata de foros en los que se expresan libremente disensos que puedan ser valiosos para señalar los límites y los riesgos de los proyectos que la mayoría ha admitido o promovido. La política activa permite al ciudadano convertirse en coautor de la ley, hecho que redefine la relación entre los miembros de la comunidad y el cuerpo de reglas e instituciones del que es usuario. El respeto a la ley no brota del miedo al castigo resultado de su trasgresión: dicho respeto proviene del reconocimiento ciudadano de la legalidad como una creación colectiva que involucra el esfuerzo y el juicio de cada uno de los agentes políticos.
En su versión contemporánea, el cuidado de las virtudes cívicas al interior del ágora ha sufrido importantes transformaciones. Como muchos objetores de la espiritualidad de la pólis han argumentado, la exaltación ateniense de la vida pública suponía la vigencia de formas de exclusión – la existencia de esclavos, el confinamiento de las mujeres al ámbito doméstico – que son inaceptables desde la cultura de la libertad que ha inaugurado la modernidad. El compromiso cívico con el bien común compite con otros propósitos de carácter privado (como el éxito laboral o la autoexpresión estética) que ejercen un poderoso atractivo entre los individuos. La ciudadanía ya no puede ser el elemento medular de la identidad de las personas. No obstante, la ética de la acción política ha encontrado nuevos espacios públicos en los cuales desarrollarse: los partidos políticos, como organizaciones que aspiran a tomar las riendas del Estado merced a las condiciones de la democracia representativa, y la sociedad civil, el conjunto de instituciones voluntarias que promueven la formación de opinión pública, y la configuración de formas de vigilancia ciudadana del poder estatal.
No es difícil darse cuenta que ambas concepciones de la ciudadanía son complementarias y se necesitan mutuamente en el seno de una democracia constitucional. La
ciudadanía como condición evoca y resume el catálogo de derechos y prerrogativas que protegen al individuo de la interferencia externa y le aseguran el acceso a formas particulares de libertad y bienestar. La
ciudadanía como actividad nos remite al tipo de compromisos y movilizaciones que debemos estar dispuestos a hacer en situaciones de crisis. El sistema de derechos individuales no se sostiene por sí mismo. Si no contamos con instituciones sólidas, y no encontramos ciudadanos capaces de ejercer formas de denuncia y resistencia a la arbitrariedad entonces las libertades básicas se tornarían vulnerables ante la acción de gobernantes autoritarios o políticos corruptos. Si los individuos se repliegan hacia sus hogares y recortan las posibilidades de acción común, la cuota de poder a la que renuncian termina inevitablemente en manos de quienes ejercen oficialmente la función pública. El individuo puede elegir actuar políticamente o no – puede percibirse como ciudadano en el primer sentido, y no en el segundo -, pero la completa ausencia de ciudadanía activa podría finalmente minar el sistema político que sostiene los procedimientos y las formas de protección que permiten a las personas entregarse al cuidado de sus proyectos personales. Incluso desde un punto de vista instrumental, el titular de derechos inalienables requiere de la acción cívica como una opción vital significativa para mantener operativa su condición legal y política.
Si mi argumento es correcto, entonces la buena salud de una democracia constitucional requiere de la articulación de estos dos sentido de ciudadanía, de modo que el segundo sentido funciona como complemento del primero. Podríamos expresarlo en los términos siguientes: el ciudadano se describe a sí mismo principalmente como sujeto de derechos en virtud de su pertenencia a la comunidad política, y en segunda instancia se percibe como un agente político. Verse privado del segundo sentido de ciudadanía constituiría un grave atentado contra la libertad, pero la exclusión de la ciudadanía como condición equivale a ser condenado a una verdadera
muerte civil [6]. Significa estar expuesto de modo permanente a toda forma de violencia –directa, estructural y simbólica -, estar sumido en una situación de radical indefensión en la que el individuo no podría invocar ninguna ley positiva que amparase sus demandas, no podría asociarse con otros para actuar políticamente - a través de los canales regulares – para hacer valer sus derechos más elementales
[7].
La historia nos muestra en qué medida determinados sectores de la humanidad – culturas y minorías étnicas, grupos religiosos, mujeres, homosexuales – se han visto privados sistemáticamente de los bienes que reporta la condición de ciudadano. En muchos casos, el argumento ideológico esgrimido para legitimar tal forma de exclusión ha consistido en la apelación a la
fatalidad: ese pueblo merece los maltratos que recibe porque padece las consecuencias de una maldición proferida por Dios; esas minorías raciales o sexuales deben ser tratadas como seres en situación de permanente minoría de edad dado que son por naturaleza propensos a la emotividad y no al uso de la razón, etc. Se trata de argumentos ad hoc fundados en prejuicios que contradicen impunemente los desarrollos de la antropología cultural y las ciencias biológicas; ellos han sido invocados para declarar la inaccesibilidad de los miembros de estos sectores de la sociedad a la ciudadanía en términos de derechos individuales. La intolerancia cultural o religiosa, el racismo, el machismo y la homofobia están entre las formas de violencia simbólica que se sostienen en esta clase de apelación falaz a la “naturaleza de las cosas”.
Corresponde a la cultura de los Derechos Humanos desenmascarar estos argumentos, falsos en la teoría y mutiladores en la práctica. Probablemente quien mejor ha desarrollado esta crítica sea Judith Shklar, notable profesora de Harvard, fallecida hace unos años. En su obra
The Faces of injustice (1988)
[8], ella sostiene que ofrecer una distinción consistente entre injusticias y fatalidades constituye uno de los propósitos básicos de la filosofía política y uno de los modos más plausibles de explicitar los rasgos distintivos de la violencia. Los asuntos humanos están constituidos por acciones, y no fundamentalmente por eventos, en los que por definición no interviene decisivamente la voluntad humana. Las injusticias y las fatalidades aluden a situaciones que producen experiencias de pérdida y dolor en los seres humanos; no obstante, difieren sustancialmente respecto al
principio que las produce. Las fatalidades corresponden a aquellas catástrofes que tienen su origen en un fenómeno natural que en principio la ciencia puede explicar. Un terremoto o la erupción de un volcán constituyen buenos ejemplos de aquello que estamos describiendo. Frente a los daños personales o materiales que pueden provocar, sólo resta lamentarse por estas circunstancias desafortunadas (y acaso prevenir situaciones similares en el futuro). En contraste, la injusticia es el resultado de una acción humana, con frecuencia motivada por el deseo o la negligencia de sujetos concretos que podemos identificar, y responsabilizar por lo ocurrido. Los crímenes contra la vida, la discriminación y la corrupción constituyen casos evidentes de este tipo de daño. Un terremoto es evidentemente un evento funesto, que muchas veces prevalece sobre nuestra capacidad de control sobre el entorno. Sin embargo, una vez desatado y producida la destrucción de vidas y propiedades, el diseño y la ejecución de planes de atención a las víctimas sí corresponden al de la justicia y la injusticia.
En un sentido importante, la filosofía se ocupa de explorar las diferentes dimensiones de la injusticia, así como sus repercusiones en la vida pública de las personas y en el sistema de instituciones que ellas reconocen como suyo. Siguiendo la tesis desarrollada por Cicerón en
Los Oficios – que Shklar hace suya en el texto antes citado -, uno puede ser injusto de dos maneras básicas. 1)
Activamente, cuando las propias acciones lesionan la integridad o el derecho de un tercero, o infringen la ley de alguna forma. 2)
Pasivamente, cuando los individuos asumen una actitud condescendiente con los actos delictivos o trasgresores del orden constitucional. A causa del egoísmo, la desidia o la indiferencia los individuos deciden mirar a otro lado cuando se vulnera el derecho de otro o se violan los principios del Estado de Derecho
[9]. De este modo, las personas renuncian a actuar como ciudadanos – denunciando el abuso o protestando contra la prepotencia de las autoridades – y eligen comportarse como
súbditos (o como meros agentes privados). Al renunciar a la acción solidaria, el sujeto pasivamente injusto no reconoce en el que sufre a un miembro real de la comunidad política, e incluso “prefiere ver sólo mala suerte donde las víctimas perciben injusticia”
[10]. La autora sostiene que la injusticia es una categoría eminentemente
cívica, de modo que su práctica sólo puede ser percibida en sociedades republicanas en las que la
ciudadanía como actividad constituye un valor compartido.
Las democracias constitucionales apuestan expresamente por la inclusión social y política de quienes habitan la comunidad; en ese sentido, ellas están abocadas – en el discurso, y con frecuencia en la práctica – a combatir la discriminación racial, cultural y sexual, así como las formas de violencia simbólica que ella entraña. Sin embargo, diversos modos de exclusión y discriminación perviven en las mentalidades de los ciudadanos de las repúblicas de hoy, minando silenciosamente las bases del pluralismo que es esencial en una sociedad democrática liberal. Ya hace más de dos siglos que Kant había afirmado que a veces ni siquiera las revoluciones políticas conseguían desterrar los viejos modos de pensar, que tienden a arraigarse en las conciencias de los individuos y a convertirse en parte del “sentido común” del grupo social. La exclusión es un hecho de nuestro tiempo, pero corresponde a los ciudadanos y a las instituciones de una democracia constitucional diseñar formas de pedagogía cívica y políticas públicas que apunten a erradicarla.