(REFLEXIONES SOBRE EL MULTICULTURALISMO)
Gonzalo Gamio Gehri
1.- Introducción. Mario Vargas Llosa y el velo islámico.
El último domingo, El Comercio publicó El velo no es el velo, un artículo de Mario Vargas Llosa – escrito originalmente para El País de España – en el que el autor lamenta que la Generalitat de Cataluña admitiera, en la discusión de sus políticas para la educación pública, el penoso tema del “multiculturalismo o comunitarismo”[1]. Vargas Llosa nos describe el caso de Shaima, una niña marroquí de 8 años a la que el gobierno autonómico catalán ha permitido finalmente el uso del velo islámico en el colegio, luego de que la dirección se lo prohibiera conforme a las normas internas contra la discriminación. La razón esgrimida por las autoridades catalanas ha sido que el derecho a la escolarización debe primar sobre el reglamento interno de las escuelas.
A Vargas Llosa esta concesión le parece innecesaria y nefasta. Considera que la introducción de la agenda multiculturalista pone en riesgo “el futuro de la cultura de la libertad en España”. A su juicio, la cuestión del uso del velo no es en absoluto anecdótica; el velo es más que sólo una prenda con obvias connotaciones culturales, “es el símbolo de una religión donde la discriminación de la mujer es todavía, por desgracia, más fuerte que en ninguna otra”. El autor del artículo asevera que las naciones occidentales sólo pueden conjurar la posibilidad de que los inmigrantes reproduzcan en el seno de sus sociedades prácticas lesivas de la dignidad promoviendo radicalmente los ideales de la vida republicana occidental: el laicismo, las libertades individuales, los principios del Estado de Derecho. Declara su admiración por el modelo francés, que reivindica la figura de un ethos libertario, contrario a cualquier manifestación religiosa en las instituciones públicas. Está convencido que en esta conducta “no hay etnocentrismo alguno, sino universalismo y pluralismo estrictos”, advierte, pues se trata de “no hacer concesiones en la defensa de los derechos humanos y de la libertad”.
Al promover que los Estados democráticos admitan en sus espacios públicos las prácticas y discursos de las culturas foráneas, el multiculturalismo estaría minando las bases mismas de la democracia. Vargas Llosa señala que permitir el uso del velo en los colegios catalanes puede desencadenar una serie de inaceptables concesiones que erosionen la cultura liberal que sostiene a las sociedades modernas. Este es un argumento que comparte con la prédica conservadora, y que se ha denominado la ley del plano inclinado: cedemos hoy con el uso del velo, mañana serán las piscinas municipales sólo para mujeres, pasado mañana, quizá los inmigrantes musulmanes exijan a las autoridades catalanas se permita la celebración de rituales en honor a las tradiciones que impliquen la restricción de la libertad o la práctica de la mutilación. “Si se trata de respetar todas las culturas y las costumbres”, continúa Vargas Llosa, “¿Por Qué la democracia no admitiría también los matrimonios negociados por los padres, y en última instancia, hasta la ablación del clítoris de las niñas que practican tantos millones de creyentes en el África y otros lugares del mundo?”.
El autor remata el breve texto ensayando una tesis filosófica: “El multiculturalismo parte de un supuesto falso, que hay que rechazar sin equívocos: que todas las culturas, por el simple hecho de existir, son equivalentes y respetables”. Así Vargas Llosa identifica la tesis del multiculturalismo con el puro y simple relativismo cultural.
He empezado mi intervención reseñando el artículo de Vargas Llosa siguiendo un doble propósito. En primer lugar, poner de manifiesto en qué medida las cuestiones que estamos discutiendo son planteadas y sometidas a discusión en la esfera de la opinión pública en la hora presente. En segundo lugar, para destacar la propia posición de Vargas Llosa, quien se declara un lector y admirador de la obra de Amartya Sen – en particular de Identidad y violencia – pero que al mismo tiempo en su propio enfoque sobre el problema de la diversidad cultural proclama una especie de nueva Kulturkampf: Vargas Llosa opone la libertad cultural a la cultura de la libertad - a su juicio básicamente ilustrada -, e identifica el multiculturalismo como una propuesta que disuelve la frontera conceptual y moral entre ambas (en el camino, identifica multiculturalismo y comunitarismo). Nosotros los occidentales, sugiere Vargas Llosa, hemos construido el concepto de libertad; su defensa no requiere de ninguna atención a las políticas de diferencia en materia cultural. No puedo reconocer en esta sesgada tesis la influencia de Sen.
A Vargas Llosa esta concesión le parece innecesaria y nefasta. Considera que la introducción de la agenda multiculturalista pone en riesgo “el futuro de la cultura de la libertad en España”. A su juicio, la cuestión del uso del velo no es en absoluto anecdótica; el velo es más que sólo una prenda con obvias connotaciones culturales, “es el símbolo de una religión donde la discriminación de la mujer es todavía, por desgracia, más fuerte que en ninguna otra”. El autor del artículo asevera que las naciones occidentales sólo pueden conjurar la posibilidad de que los inmigrantes reproduzcan en el seno de sus sociedades prácticas lesivas de la dignidad promoviendo radicalmente los ideales de la vida republicana occidental: el laicismo, las libertades individuales, los principios del Estado de Derecho. Declara su admiración por el modelo francés, que reivindica la figura de un ethos libertario, contrario a cualquier manifestación religiosa en las instituciones públicas. Está convencido que en esta conducta “no hay etnocentrismo alguno, sino universalismo y pluralismo estrictos”, advierte, pues se trata de “no hacer concesiones en la defensa de los derechos humanos y de la libertad”.
Al promover que los Estados democráticos admitan en sus espacios públicos las prácticas y discursos de las culturas foráneas, el multiculturalismo estaría minando las bases mismas de la democracia. Vargas Llosa señala que permitir el uso del velo en los colegios catalanes puede desencadenar una serie de inaceptables concesiones que erosionen la cultura liberal que sostiene a las sociedades modernas. Este es un argumento que comparte con la prédica conservadora, y que se ha denominado la ley del plano inclinado: cedemos hoy con el uso del velo, mañana serán las piscinas municipales sólo para mujeres, pasado mañana, quizá los inmigrantes musulmanes exijan a las autoridades catalanas se permita la celebración de rituales en honor a las tradiciones que impliquen la restricción de la libertad o la práctica de la mutilación. “Si se trata de respetar todas las culturas y las costumbres”, continúa Vargas Llosa, “¿Por Qué la democracia no admitiría también los matrimonios negociados por los padres, y en última instancia, hasta la ablación del clítoris de las niñas que practican tantos millones de creyentes en el África y otros lugares del mundo?”.
El autor remata el breve texto ensayando una tesis filosófica: “El multiculturalismo parte de un supuesto falso, que hay que rechazar sin equívocos: que todas las culturas, por el simple hecho de existir, son equivalentes y respetables”. Así Vargas Llosa identifica la tesis del multiculturalismo con el puro y simple relativismo cultural.
He empezado mi intervención reseñando el artículo de Vargas Llosa siguiendo un doble propósito. En primer lugar, poner de manifiesto en qué medida las cuestiones que estamos discutiendo son planteadas y sometidas a discusión en la esfera de la opinión pública en la hora presente. En segundo lugar, para destacar la propia posición de Vargas Llosa, quien se declara un lector y admirador de la obra de Amartya Sen – en particular de Identidad y violencia – pero que al mismo tiempo en su propio enfoque sobre el problema de la diversidad cultural proclama una especie de nueva Kulturkampf: Vargas Llosa opone la libertad cultural a la cultura de la libertad - a su juicio básicamente ilustrada -, e identifica el multiculturalismo como una propuesta que disuelve la frontera conceptual y moral entre ambas (en el camino, identifica multiculturalismo y comunitarismo). Nosotros los occidentales, sugiere Vargas Llosa, hemos construido el concepto de libertad; su defensa no requiere de ninguna atención a las políticas de diferencia en materia cultural. No puedo reconocer en esta sesgada tesis la influencia de Sen.
2.- Contra la ilusión del destino. Amartya Sen y las identidades plurales.
Volveremos sobre el tema del velo al final de mi intervención. Revisemos primero la tesis central de Identidad y violencia, para luego discutir su postura frente al comunitarismo y al multiculturalismo. Sen sostiene que las situaciones actuales de violencia y exclusión motivadas por conflictos religiosos y étnicos se deben en parte a la difusión de una tesis culturalista que distorsiona y mutila las identidades humanas concretas. Los agentes poseen identidades que cuentan con diferentes facetas: nacionalidad, lengua, cultura, género, opción sexual, religión, profesión, opciones políticas, gustos estéticos, etc. Cada una de estas facetas revela diferentes formas de filiación: comunidades nacionales, culturas, Iglesias, círculos académicos, partidos políticos, instituciones de la sociedad civil, etc. La descripción de sus identidades en términos de una sola dimensión de la vida – cultura o religión – contribuye a empequeñecer a las personas, de modo que estas pueden ser finalmente encasilladas en las categorías amigo / enemigo – o quizá nosotros / ellos -, que sirven de justificación ideológica de los proyectos violentistas de inspiración cultural y religiosa.
A juicio de Sen, la prédica culturalista usurpa la potestad de los agentes de ponderar las diferentes dimensiones de su identidad y decidir los niveles de significación que ellas tienen en el diseño de sus proyectos de vida. Tal ejercicio deliberativo compete al cultivo de la razón práctica, y es responsabilidad exclusiva de los agentes: al fin y al cabo, se trata de sus propias vidas. Uno puede ser al mismo tiempo peruano, filósofo, heterosexual, católico progresista, liberal de izquierda en política y romántico en literatura, y considerar – finalmente – que son las cuestiones filosóficas y las preferencias literarias los ingredientes fundamentales en la configuración del relato complejo que le confiere sentido al curso de la vida. Uno puede optar por las asociaciones voluntarias – y no por las comunidades no elegidas – como los espacios fundamentales de autorrealización.
No obstante, la prédica culturalista puede aducir que este tipo de elección constituye una suerte de traición a lo que concibe como nuestra identidad dominante: la pertenencia cultural o la militancia religiosa. A su juicio, hemos cedido a la tentación del desarraigo, nos hemos entregado a la práctica liberal del individualismo, nos hemos alienado. Me parece fundamental que nos concentremos en esta última aseveración. El culturalista supone que la deliberación práctica en torno a la jerarquía de nuestras facetas identitarias es ficticia o es un síntoma de que somos objeto de manipulación ideológica. La identidad no se elige: se descubre. La pertenencia cultural constituye una condición inexorable de nuestra identidad; a esta perspectiva Sen la denomina la ilusión del destino, y la identifica como un discurso que ha generado y genera opresión y violencia. Sen señala acertadamente que el peor obstáculo para la afirmación de una cultura de paz proviene de “descuidar – y negar – el papel del razonamiento y de la elección, que se desprende de reconocer nuestras identidades plurales. La ilusión de una identidad única es mucho más disgregadora que el universo de clasificaciones plurales y diversas que caracterizan el mundo en el que en realidad vivimos. La debilidad descriptiva de la singularidad no elegida tiene el efecto de empobrecer el poder y el alcance de nuestro razonamiento social y político. La ilusión del destino impone un costo demasiado alto”.[2]
Uno de los objetivos de este libro consiste en destacar la importancia de la elección consciente de la identidad – tanto en el plano cultural como en cualquier otro – como una condición ineludible para llevar una vida razonable y sensata. Sen nos previene acerca de las corrientes de pensamiento contemporáneo que pretenden restringir los poderes de la razón práctica en la construcción de la identidad. Su debate con las tesis de Huntington en torno al choque de las civilizaciones forma parte del corazón mismo de la obra. No obstante, el autor considera que tanto el comunitarismo como el multiculturalismo constituyen posiciones que defienden sutilmente sus propias versiones de la ilusión del destino. Voy a detenerme en la descripción de estas concepciones, para intentar esclarecer algunos malos entendidos respecto de la obra de Charles Taylor.
Sen caracteriza al comunitarismo como una perspectiva ética que vindica la “supuesta prioridad de la identidad basada en la propia comunidad”, de modo que “tiende a ver la pertenencia a una comunidad como una especie de extensión del yo”[3]. Aquí la distinción entre nosotros y ellos sigue siendo altamente significativa, y la posibilidad del reconocimiento de las formas plurales de identidad, así como la posibilidad de rescatar formas de identidad y filiación humanas que trasciendan las fronteras culturales se ven debilitadas tanto en el plano teórico como en el práctico. Como las comunidades de memoria no son elegidas – uno simplemente nace en ellas, y adquiere en ellas un lenguaje y un sentido del yo -, la construcción de la identidad es concebida en términos de descubrimiento.
Sen bosqueja esta posición con grandes trazos que preparan la crítica. “En algunas de las versiones más fervientes de la tesis”, advierte Sen, “se nos dice que no es posible invocar ningún criterio de conducta racional distinto de los que imperan en la comunidad a la que pertenece la persona involucrada. Cualquier referencia a la racionalidad provoca la respuesta, “¿Qué racionalidad?” o “¿La racionalidad de quién?” También se argumenta no sólo que la explicación de los juicios morales de una persona debe basarse en los valores y las normas de la comunidad a la que ella pertenece, sino también que estos juicios pueden ser evaluados éticamente sólo dentro de esos valores y normas, lo que supone negar la apelación a otras normas que compiten por la atención de la persona”[4].
Tal y como Sen describe el comunitarismo, es evidente que las pretensiones desmesuradas de la pertenencia comunitaria sobre la identidad y el pensamiento le cierran el paso a la libre elección y minan el concepto mismo de racionalidad. El agente está inserto en las tradiciones, está condenado a practicarlas y se ve imposibilitado de ponerlas en cuestión. Se convierte así en rehén de su propia cultura, un ethos reacio a la crítica y al cambio social. El autor, como es natural, está dispuesto a reconocer que la cultura influye sobre el ejercicio mismo del razonamiento, pero que esta condición encarnada de la reflexión no la anula fatalmente, y no suprime los márgenes de la libertad: “Influencia no es lo mismo que determinación total, y las elecciones siguen siendo posibles a pesar de la existencia – y la importancia – de las influencias culturales”[5].
Volveremos sobre el tema del velo al final de mi intervención. Revisemos primero la tesis central de Identidad y violencia, para luego discutir su postura frente al comunitarismo y al multiculturalismo. Sen sostiene que las situaciones actuales de violencia y exclusión motivadas por conflictos religiosos y étnicos se deben en parte a la difusión de una tesis culturalista que distorsiona y mutila las identidades humanas concretas. Los agentes poseen identidades que cuentan con diferentes facetas: nacionalidad, lengua, cultura, género, opción sexual, religión, profesión, opciones políticas, gustos estéticos, etc. Cada una de estas facetas revela diferentes formas de filiación: comunidades nacionales, culturas, Iglesias, círculos académicos, partidos políticos, instituciones de la sociedad civil, etc. La descripción de sus identidades en términos de una sola dimensión de la vida – cultura o religión – contribuye a empequeñecer a las personas, de modo que estas pueden ser finalmente encasilladas en las categorías amigo / enemigo – o quizá nosotros / ellos -, que sirven de justificación ideológica de los proyectos violentistas de inspiración cultural y religiosa.
A juicio de Sen, la prédica culturalista usurpa la potestad de los agentes de ponderar las diferentes dimensiones de su identidad y decidir los niveles de significación que ellas tienen en el diseño de sus proyectos de vida. Tal ejercicio deliberativo compete al cultivo de la razón práctica, y es responsabilidad exclusiva de los agentes: al fin y al cabo, se trata de sus propias vidas. Uno puede ser al mismo tiempo peruano, filósofo, heterosexual, católico progresista, liberal de izquierda en política y romántico en literatura, y considerar – finalmente – que son las cuestiones filosóficas y las preferencias literarias los ingredientes fundamentales en la configuración del relato complejo que le confiere sentido al curso de la vida. Uno puede optar por las asociaciones voluntarias – y no por las comunidades no elegidas – como los espacios fundamentales de autorrealización.
No obstante, la prédica culturalista puede aducir que este tipo de elección constituye una suerte de traición a lo que concibe como nuestra identidad dominante: la pertenencia cultural o la militancia religiosa. A su juicio, hemos cedido a la tentación del desarraigo, nos hemos entregado a la práctica liberal del individualismo, nos hemos alienado. Me parece fundamental que nos concentremos en esta última aseveración. El culturalista supone que la deliberación práctica en torno a la jerarquía de nuestras facetas identitarias es ficticia o es un síntoma de que somos objeto de manipulación ideológica. La identidad no se elige: se descubre. La pertenencia cultural constituye una condición inexorable de nuestra identidad; a esta perspectiva Sen la denomina la ilusión del destino, y la identifica como un discurso que ha generado y genera opresión y violencia. Sen señala acertadamente que el peor obstáculo para la afirmación de una cultura de paz proviene de “descuidar – y negar – el papel del razonamiento y de la elección, que se desprende de reconocer nuestras identidades plurales. La ilusión de una identidad única es mucho más disgregadora que el universo de clasificaciones plurales y diversas que caracterizan el mundo en el que en realidad vivimos. La debilidad descriptiva de la singularidad no elegida tiene el efecto de empobrecer el poder y el alcance de nuestro razonamiento social y político. La ilusión del destino impone un costo demasiado alto”.[2]
Uno de los objetivos de este libro consiste en destacar la importancia de la elección consciente de la identidad – tanto en el plano cultural como en cualquier otro – como una condición ineludible para llevar una vida razonable y sensata. Sen nos previene acerca de las corrientes de pensamiento contemporáneo que pretenden restringir los poderes de la razón práctica en la construcción de la identidad. Su debate con las tesis de Huntington en torno al choque de las civilizaciones forma parte del corazón mismo de la obra. No obstante, el autor considera que tanto el comunitarismo como el multiculturalismo constituyen posiciones que defienden sutilmente sus propias versiones de la ilusión del destino. Voy a detenerme en la descripción de estas concepciones, para intentar esclarecer algunos malos entendidos respecto de la obra de Charles Taylor.
Sen caracteriza al comunitarismo como una perspectiva ética que vindica la “supuesta prioridad de la identidad basada en la propia comunidad”, de modo que “tiende a ver la pertenencia a una comunidad como una especie de extensión del yo”[3]. Aquí la distinción entre nosotros y ellos sigue siendo altamente significativa, y la posibilidad del reconocimiento de las formas plurales de identidad, así como la posibilidad de rescatar formas de identidad y filiación humanas que trasciendan las fronteras culturales se ven debilitadas tanto en el plano teórico como en el práctico. Como las comunidades de memoria no son elegidas – uno simplemente nace en ellas, y adquiere en ellas un lenguaje y un sentido del yo -, la construcción de la identidad es concebida en términos de descubrimiento.
Sen bosqueja esta posición con grandes trazos que preparan la crítica. “En algunas de las versiones más fervientes de la tesis”, advierte Sen, “se nos dice que no es posible invocar ningún criterio de conducta racional distinto de los que imperan en la comunidad a la que pertenece la persona involucrada. Cualquier referencia a la racionalidad provoca la respuesta, “¿Qué racionalidad?” o “¿La racionalidad de quién?” También se argumenta no sólo que la explicación de los juicios morales de una persona debe basarse en los valores y las normas de la comunidad a la que ella pertenece, sino también que estos juicios pueden ser evaluados éticamente sólo dentro de esos valores y normas, lo que supone negar la apelación a otras normas que compiten por la atención de la persona”[4].
Tal y como Sen describe el comunitarismo, es evidente que las pretensiones desmesuradas de la pertenencia comunitaria sobre la identidad y el pensamiento le cierran el paso a la libre elección y minan el concepto mismo de racionalidad. El agente está inserto en las tradiciones, está condenado a practicarlas y se ve imposibilitado de ponerlas en cuestión. Se convierte así en rehén de su propia cultura, un ethos reacio a la crítica y al cambio social. El autor, como es natural, está dispuesto a reconocer que la cultura influye sobre el ejercicio mismo del razonamiento, pero que esta condición encarnada de la reflexión no la anula fatalmente, y no suprime los márgenes de la libertad: “Influencia no es lo mismo que determinación total, y las elecciones siguen siendo posibles a pesar de la existencia – y la importancia – de las influencias culturales”[5].
3.- Razón práctica, pertenencia al ethos y sentido del yo. Charles Taylor y Amartya Sen sobre la libertad cultural.
Al leer estos pasajes de Identidad y violencia, uno se pregunta seriamente qué filósofos pueden efectivamente ser considerados “comunitaristas” en el sentido de la descripción de Sen. Es preciso señalar que todos los autores sindicados como “comunitaristas” (Michael Walzer, Charles Taylor, Michael Sandel y Alasdair MacIntyre) han rechazado sistemáticamente esta incómoda etiqueta (quizá con la solitaria excepción de Sandel). Se trata de autores que han desarrollado individualmente una línea de reflexión, y que difieren sustancialmente en temas tan importantes como la vigencia del proyecto moderno, el valor de la libertad individual o sobre la validez de los principios procedimentales de la justicia distributiva.
En dos notas de las páginas 60 y 61 de Identidad y violencia, Sen cita a Charles Taylor como uno de los más emblemáticos exponentes del comunitarismo. Creo que en esto Sen se equivoca, porque Taylor constituye un poderoso aliado en lo relativo al diseño de una concepción pluralista del yo. El pensador quebequense ha desarrollado una fenomenología de la construcción de la identidad, y ha dedicado muchos de sus escritos al esclarecimiento de la compleja relación existente entre el sentido del yo, la pertenencia cultural y la libertad individual. Podría decirse que Taylor y Sen son pensadores cercanos en su tratamiento de la mutua mediación entre la libertad cultural y la razón práctica. Discutir esta relación permitirá esclarecer el malentendido mayor del texto de Vargas Llosa que hemos citado al inicio de nuestra exposición.
Como se sabe, Taylor es un entusiasta defensor de la tesis – tomada de Hegel y de G. H. Mead – según la cual el sentido de nuestra identidad se forja a través del diálogo con los demás y con los mundos vitales que habitamos. “No poseemos yos de la misma manera que poseemos hígados o corazones”, escribe en Fuentes del yo[6]. Es en el intercambio comunicativo con los otros significativos, aquellas personas que han contribuido – a veces de manera conflictiva – a que yo disponga del acervo de experiencias y creencias desde el cual doy forma a aquellos propósitos, valores y actividades que dan sentido a mi vida. Este diálogo tiene lugar en un trasfondo de cuestiones importantes, un fondo plural de inteligibilidad de cara al cual examino y pondero aquello que le confiere significación a mis acciones y proyectos. Taylor denomina a estos espacios horizontes, recogiendo el legado de la tradición fenomenológica. Las culturas que habito – en plural – y las actividades que realizo constituyen el horizonte desde el cual la identidad se construye. “Mi identidad se define por los compromisos e identificaciones que proporcionan el marco u horizonte desde el cual yo intento determinar, caso a caso, lo que es bueno, valioso, lo que se debe hacer, lo que apruebo o a lo que me opongo. En otras palabras. Es el horizonte dentro del cual puedo adoptar una postura”[7], señala Taylor.
Un lector precipitado podría llegar a sospechar que las afirmaciones del párrafo anterior acerca de la relevancia de la cultura y de los vínculos comunitarios en la configuración de la identidad convierten al filósofo canadiense en un “comunitarista” en el sentido de Sen. Pero se equivocaría. Taylor piensa que estas confusiones respecto al sentido del debate liberal – comunitarista se fundan en que los interlocutores – y los comentaristas – de esta discusión no han prestado suficiente atención a una distinción conceptual entre consideraciones ontológicas y cuestiones vindicativas (advocacy issues)[8]. El autor sostiene que la observancia de dicha distinción haría posible reordenar la discusión contemporánea de manera fructífera, aunque supusiese abandonar de una vez por todas los “términos – paquete” (como “liberal” y “comunitarista”) que tienden a malinterpretar las posiciones en conflicto. De hecho, la mayoría de los comentaristas se aproximan conceptualmente al debate como si se tratase de una confrontación entre posiciones individualistas y colectivistas, cosmovisiones sociales que pugnan por imponer modelos excluyentes de instituciones políticas.
Por cuestiones ontológicas entiende Taylor el conjunto de argumentos relativos al orden de la explicación en lo que concierne específicamente al problema de la configuración del yo y a la descripción conceptual de su inscripción en la sociedad. Señala nuestro autor que el debate actual, en este nivel de problemas se enfrentan “atomistas” y “holistas”; esto es, aquellos filósofos que consideran que los bienes sociales se dividen en bienes individuales básicos y asumen una concepción autorreferencial de la identidad y quienes, en contra de esta posición, piensan que el individuo se define por un sistema de relaciones sociales de reconocimiento y comprensiones compartidas de vida buena. Evidentemente, entre los interlocutores clásicos de este debate, autores como Hobbes y Locke militan en esta posición, mientras que Hegel y Vico se identificarían con la segunda. Taylor no duda en sindicar a Popper como heredero de la tradición atomista.
Las cuestiones vindicativas aluden más bien a las consideraciones normativas – tanto éticas como político – jurídicas – que los participantes en la controversia defienden como razonables. Esta vez en el debate se puede distinguir a los “individualistas”, que suscriben el carácter vinculante del respeto a la dignidad de la persona y al cuerpo de derechos que están relacionados con dicho principio, y los “colectivistas” que consideran que es preciso subordinar en todo momento las aspiraciones individuales a los fines del grupo humano (sea este la comunidad local, una “clase” social o la “humanidad” entera). Lo que primero que se nos viene a la mente son los duros combates ideológicos de los últimos siglos entre socialistas y liberales, tanto en el Hemisferio Norte como en Latinoamérica.
Taylor cree firmemente que es necesario mantener separados ambos órdenes de argumentos para entender qué es lo que realmente está en juego en el debate entre comunitaristas y liberales. No niega que uno pueda establecer legítimas conexiones entre ambos – como veremos – pero insiste en que asumir ciertas explicaciones ontológicas sobre la naturaleza del yo o la epistemología moral, “no equivalen a la defensa de nada”[9]. Los argumentos ontológicos marcan la pauta respecto de las opciones posibles en el plano vindicativo, pero no nos empujan de modo inmediato hacia una posición en particular. Pueden, eso sí ofrecer las razones para invalidar algún argumento ontológico rival – como una teoría fenomenológica de la identidad hace con el yo desarraigado – y limitar las alternativas en el aspecto defensivo de la teoría social – como la idea de un estado de derecho basado únicamente en principios estratégicos –. Asumir una posición holista en un nivel ontológico no nos obliga necesariamente a suscribir una postura vindicativa de tipo colectivista, como la perspectiva de Sen parece sugerir.
Es probable que Sen sindique a Taylor como un suscriptor del “comunitarismo” debido a que confunde ambos planos de argumentación. En efecto, Taylor considera que la identidad se construye socialmente y desde horizontes compartidos, pero esta es una tesis ontológico – social que no involucra la restricción de las libertades ni la erosión de la razón práctica. Este autor se considera un ‘individualista holista’ un defensor de la democracia liberal que ha edificado su concepción política sobre la base de una antropología del reconocimiento. No olvidemos que Taylor señala que el desarrollo de la identidad implica el trabajo de la articulación, que es una actividad eminentemente reflexiva en la que se ponen en juego las capacidades del agente para la argumentación y la expresión. Articular algo - una experiencia valiosa, por ejemplo – implica redescribirlo con claridad, revelando sus sentidos ocultos, explicitándolos para el escrutinio racional y para la interpretación. Articular un objeto supone abrirlo a nuevas posibilidades de sentido. En el caso de las cuestiones éticas, este procedimiento echa luces sobre los horizontes que sostienen nuestras opciones vitales: “la articulación puede acercarnos al bien como fuente moral, puede darle poder”[10].
Lo mismo podríamos decir de la perspectiva multiculturalista elaborada por Taylor. En lugar de asignarle un lugar privilegiado a las tradiciones heredadas sobre otros modos de filiación – como teme Sen -, buscando lograr para ellas una parcela inexpugnable en el seno de las democracias, Taylor postula orientar el contacto intercultural desde el ejercicio de lo que Gadamer llamaba interacción de horizontes. Comprender al otro implica interpretar las prácticas y creencias extrañas desde expresiones e imágenes que nos son familiares. No obstante, tal contacto no deja las cosas como están; las dos perspectivas se abren recíprocamente, dejándose tocar e interrogar la una por la otra, exponiéndose de este modo al cambio conceptual y al discernimiento de otros modos de concebir el mundo o la vida. El encuentro con el otro sólo puede ser inteligible para mí desde mi propio vocabulario crítico, pero tal encuentro puede interpelar mis propios supuestos y aún contribuir a modificarlos, situación que mi interlocutor también puede experimentar[11]. Se trata de una operación comunicativa que no es ajena a la crítica y a la autocrítica.
El contacto intercultural pone de manifiesto nuevos sentidos de concebir el mundo y la vida, así como nuevas prácticas sociales disponibles a los usuarios de las diversas culturas. Esta experiencia permite el reconocimiento explícito de las identidades plurales que de hecho tenemos. De este modo nos abrimos a la libertad cultural, que nos permite – siguiendo a Sen – conservar o modificar nuestras prioridades identitarias sobre la base del cultivo de la razón práctica. Nos deja un espacio para elegir conscientemente mantenerse en la cultura originaria, o abandonarla, o asignarle un mayor peso a otras dimensiones de la identidad.
4.- A modo de conclusión. Palabras finales sobre el caso de Shaima.
Esto nos devuelve al artículo de Vargas Llosa y el problema del uso del velo en las escuelas. El articulista de El País considera que el permiso que la la Generalitat de Cataluña le confiere a Shaima para ir al colegio usando el velo constituye una concesión política que puede derivar en la introducción del monoculturalismo plural en la sociedad española. Advierte con tono apocalíptico que ceder a este pedido nos puede llevar a la admisión de la clitoridectomia. No concibe la medida como una expresión de libertad cultural. Por definición una de las opciones de la libre elección es la de preservar las prácticas de la propia cultura. “La decisión de mantenerse firmemente dentro del modo tradicional”, afirma Sen, “sería un ejercicio de libertad si la elección se hiciera luego de considerar otras alternativas”[12]. Se trataría de permitir a Shaima el uso del velo, pero convirtiendo la escuela – u otros escenarios – en espacios de diálogo que permitan ofrecerle otras alternativas susceptibles de elección, espacios que hagan posible asimismo la redescripción (articulación) del velo no únicamente como símbolo tradicional de subordinación de las mujeres; estos escenarios permitirían el ejercicio riguroso de la crítica racional de las descripciones culturales que encubran o promuevan prácticas discriminadoras contrarias a una ética de la dignidad igualitaria. En una palabra, esta perspectiva pluralista nos invita a buscar con Shaima las herramientas interculturales que nos permitan combatir la ilusión del destino.
¿Cómo podría tener lugar esta clase de interacción dialógica? Se me ocurren un par de posibilidades. La primera – y la más evidente – es la clase de contacto que Shaima tendrá con el modo de vida implícito en las democracias liberales – el valor de la autonomía, una deliberación práctica más o menos horizontal, la separación (casi intuitiva) entre lo secular y lo religioso, etc. – como parte de su regreso a la escuela. Ese es uno de los puntos que me llevan a suscribir la decisión de la Generalitat catalana de aceptar el uso del velo, pensando en la prioridad de la educación de la niña. Shaima tendrá la oportunidad, al asistir a la escuela, de toparse con otros rostros, otros credos, otros modos de pensar y sentir la vida y sus posibles sentidos. Ese encuentro con lo diverso puede potenciar un cambio de perspectiva en lo relativo a la valoración de las propias tradiciones. Presionar a su familia para que asista con el cabello descubierto podría tener como consecuencia el que se le prive – por disposición de sus padres – de una educación que podría liberarla del yugo del fundamentalismo.
La segunda posibilidad está vinculada a la crítica interna de la discriminación sexual, desarrollada en algunos contextos islámicos. Cada vez son más los intelectuales musulmanes que se remiten al Corán y a ciertos períodos “liberales” de la historia islámica – como los reinos españoles de Al Andalus – para combatir el fundamentalismo. Pienso por ejemplo en el documental Dinner with the President (2007), dirigido por Sachithanandam Sathananthan y Sabiha Sumar, ambos originarios de Pakistán. La cinta examina las tensiones presentes en un régimen como el pakistaní, sensible a golpes de Estado, crímenes políticos y conspiraciones internacionales. Y concentra parte de su atención en el agudo problema de la subordinación de la mujer, situación avalada por los sectores integristas.
En diversos pasajes, del documental, Sabiha Sumar se enfrenta a personajes – camioneros, líderes tribales, miembros del Partido Islámico – que se remiten al Corán para legitimar la subordinación de la mujer respecto del varón (la prohibición de que las mujeres salgan a trabajar, que se cubran la cabeza, etc.). En contra de la idea según la cual la doctrina de la igualdad de género proviene de la adopción artificial de creencias foráneas, ajenas a las creencias religiosas locales – el típico argumento de los integristas musulmanes (pero también de algunos conservadores católicos, dicho sea de paso) - , Sumar se remite al Corán para defender la igualdad sexual: sostiene que ella aprendió árabe para leerlo directamente, y señala que no encontró nada que justifique su confinamiento en la vida doméstica, o la obligatoriedad del uso del velo. Añade que el texto sagrado está abierto a las interpretaciones de los hombres. Dirigiéndose a un líder tribal tradicionalista, dice “tú eres un ser humano, yo también: ambos pertenecemos a Alá. Yo leo el Corán y encuentro razones para justificar la igualdad entre hombres y mujeres; tú lo lees y pretendes que el texto avala la subordinación ¿Quién decide qué interpretación es más razonable?" Sus palabras sitúan esta importante cuestión en el marco cívico de la discusión racional y del conflicto de interpretaciones rivales. Se trata de un notable punto de partida para el ejercicio de la hermenéutica política.
Alguien podría pensar – con razón – que estoy recargando prematuramente la agenda de la pequeña Shaima. Después de todo, tiene solamente ocho años. Tiene un padre fundamentalista que no la dejará asistir a la escuela sin el velo. Las dos estrategias que he bosquejado rápidamente aquí – el cambio de mentalidad fruto del contacto intercultural, y el producido por la crítica interna de la propia tradición – suponen que pueda acceder a la educación. El trabajo en la escuela le permitirá desarrollar sus capacidades de agencia, pensamiento, imaginación y sensibilidad, de modo que pueda des-cubrir nuevos conceptos, imágenes y metáforas para examinar su situación y perspectivas de vida futura. Ello le permitirá evaluar sus tradiciones, valorar la pertenencia comunitaria, y deliberar en torno a las ataduras y formas de subordinación que ella puede entrañar. Podrá – una vez llegado a la edad adulta – confrontar públicamente su ethos, o abandonarlo, en abierto ejercicio de su libertad cultural. O intentar empoderar a otras mujeres marroquíes, actuando a través de las instituciones de la sociedad civil y propiciando cambios más profundos. En efecto, como sugería Vargas Llosa, el velo no es sólo el velo, hay mucho más en juego. No obstante, la mayoría de las posibilidades de acción que Shaima puede asumir presuponen que se le permita asistir a la escuela.
Al leer estos pasajes de Identidad y violencia, uno se pregunta seriamente qué filósofos pueden efectivamente ser considerados “comunitaristas” en el sentido de la descripción de Sen. Es preciso señalar que todos los autores sindicados como “comunitaristas” (Michael Walzer, Charles Taylor, Michael Sandel y Alasdair MacIntyre) han rechazado sistemáticamente esta incómoda etiqueta (quizá con la solitaria excepción de Sandel). Se trata de autores que han desarrollado individualmente una línea de reflexión, y que difieren sustancialmente en temas tan importantes como la vigencia del proyecto moderno, el valor de la libertad individual o sobre la validez de los principios procedimentales de la justicia distributiva.
En dos notas de las páginas 60 y 61 de Identidad y violencia, Sen cita a Charles Taylor como uno de los más emblemáticos exponentes del comunitarismo. Creo que en esto Sen se equivoca, porque Taylor constituye un poderoso aliado en lo relativo al diseño de una concepción pluralista del yo. El pensador quebequense ha desarrollado una fenomenología de la construcción de la identidad, y ha dedicado muchos de sus escritos al esclarecimiento de la compleja relación existente entre el sentido del yo, la pertenencia cultural y la libertad individual. Podría decirse que Taylor y Sen son pensadores cercanos en su tratamiento de la mutua mediación entre la libertad cultural y la razón práctica. Discutir esta relación permitirá esclarecer el malentendido mayor del texto de Vargas Llosa que hemos citado al inicio de nuestra exposición.
Como se sabe, Taylor es un entusiasta defensor de la tesis – tomada de Hegel y de G. H. Mead – según la cual el sentido de nuestra identidad se forja a través del diálogo con los demás y con los mundos vitales que habitamos. “No poseemos yos de la misma manera que poseemos hígados o corazones”, escribe en Fuentes del yo[6]. Es en el intercambio comunicativo con los otros significativos, aquellas personas que han contribuido – a veces de manera conflictiva – a que yo disponga del acervo de experiencias y creencias desde el cual doy forma a aquellos propósitos, valores y actividades que dan sentido a mi vida. Este diálogo tiene lugar en un trasfondo de cuestiones importantes, un fondo plural de inteligibilidad de cara al cual examino y pondero aquello que le confiere significación a mis acciones y proyectos. Taylor denomina a estos espacios horizontes, recogiendo el legado de la tradición fenomenológica. Las culturas que habito – en plural – y las actividades que realizo constituyen el horizonte desde el cual la identidad se construye. “Mi identidad se define por los compromisos e identificaciones que proporcionan el marco u horizonte desde el cual yo intento determinar, caso a caso, lo que es bueno, valioso, lo que se debe hacer, lo que apruebo o a lo que me opongo. En otras palabras. Es el horizonte dentro del cual puedo adoptar una postura”[7], señala Taylor.
Un lector precipitado podría llegar a sospechar que las afirmaciones del párrafo anterior acerca de la relevancia de la cultura y de los vínculos comunitarios en la configuración de la identidad convierten al filósofo canadiense en un “comunitarista” en el sentido de Sen. Pero se equivocaría. Taylor piensa que estas confusiones respecto al sentido del debate liberal – comunitarista se fundan en que los interlocutores – y los comentaristas – de esta discusión no han prestado suficiente atención a una distinción conceptual entre consideraciones ontológicas y cuestiones vindicativas (advocacy issues)[8]. El autor sostiene que la observancia de dicha distinción haría posible reordenar la discusión contemporánea de manera fructífera, aunque supusiese abandonar de una vez por todas los “términos – paquete” (como “liberal” y “comunitarista”) que tienden a malinterpretar las posiciones en conflicto. De hecho, la mayoría de los comentaristas se aproximan conceptualmente al debate como si se tratase de una confrontación entre posiciones individualistas y colectivistas, cosmovisiones sociales que pugnan por imponer modelos excluyentes de instituciones políticas.
Por cuestiones ontológicas entiende Taylor el conjunto de argumentos relativos al orden de la explicación en lo que concierne específicamente al problema de la configuración del yo y a la descripción conceptual de su inscripción en la sociedad. Señala nuestro autor que el debate actual, en este nivel de problemas se enfrentan “atomistas” y “holistas”; esto es, aquellos filósofos que consideran que los bienes sociales se dividen en bienes individuales básicos y asumen una concepción autorreferencial de la identidad y quienes, en contra de esta posición, piensan que el individuo se define por un sistema de relaciones sociales de reconocimiento y comprensiones compartidas de vida buena. Evidentemente, entre los interlocutores clásicos de este debate, autores como Hobbes y Locke militan en esta posición, mientras que Hegel y Vico se identificarían con la segunda. Taylor no duda en sindicar a Popper como heredero de la tradición atomista.
Las cuestiones vindicativas aluden más bien a las consideraciones normativas – tanto éticas como político – jurídicas – que los participantes en la controversia defienden como razonables. Esta vez en el debate se puede distinguir a los “individualistas”, que suscriben el carácter vinculante del respeto a la dignidad de la persona y al cuerpo de derechos que están relacionados con dicho principio, y los “colectivistas” que consideran que es preciso subordinar en todo momento las aspiraciones individuales a los fines del grupo humano (sea este la comunidad local, una “clase” social o la “humanidad” entera). Lo que primero que se nos viene a la mente son los duros combates ideológicos de los últimos siglos entre socialistas y liberales, tanto en el Hemisferio Norte como en Latinoamérica.
Taylor cree firmemente que es necesario mantener separados ambos órdenes de argumentos para entender qué es lo que realmente está en juego en el debate entre comunitaristas y liberales. No niega que uno pueda establecer legítimas conexiones entre ambos – como veremos – pero insiste en que asumir ciertas explicaciones ontológicas sobre la naturaleza del yo o la epistemología moral, “no equivalen a la defensa de nada”[9]. Los argumentos ontológicos marcan la pauta respecto de las opciones posibles en el plano vindicativo, pero no nos empujan de modo inmediato hacia una posición en particular. Pueden, eso sí ofrecer las razones para invalidar algún argumento ontológico rival – como una teoría fenomenológica de la identidad hace con el yo desarraigado – y limitar las alternativas en el aspecto defensivo de la teoría social – como la idea de un estado de derecho basado únicamente en principios estratégicos –. Asumir una posición holista en un nivel ontológico no nos obliga necesariamente a suscribir una postura vindicativa de tipo colectivista, como la perspectiva de Sen parece sugerir.
Es probable que Sen sindique a Taylor como un suscriptor del “comunitarismo” debido a que confunde ambos planos de argumentación. En efecto, Taylor considera que la identidad se construye socialmente y desde horizontes compartidos, pero esta es una tesis ontológico – social que no involucra la restricción de las libertades ni la erosión de la razón práctica. Este autor se considera un ‘individualista holista’ un defensor de la democracia liberal que ha edificado su concepción política sobre la base de una antropología del reconocimiento. No olvidemos que Taylor señala que el desarrollo de la identidad implica el trabajo de la articulación, que es una actividad eminentemente reflexiva en la que se ponen en juego las capacidades del agente para la argumentación y la expresión. Articular algo - una experiencia valiosa, por ejemplo – implica redescribirlo con claridad, revelando sus sentidos ocultos, explicitándolos para el escrutinio racional y para la interpretación. Articular un objeto supone abrirlo a nuevas posibilidades de sentido. En el caso de las cuestiones éticas, este procedimiento echa luces sobre los horizontes que sostienen nuestras opciones vitales: “la articulación puede acercarnos al bien como fuente moral, puede darle poder”[10].
Lo mismo podríamos decir de la perspectiva multiculturalista elaborada por Taylor. En lugar de asignarle un lugar privilegiado a las tradiciones heredadas sobre otros modos de filiación – como teme Sen -, buscando lograr para ellas una parcela inexpugnable en el seno de las democracias, Taylor postula orientar el contacto intercultural desde el ejercicio de lo que Gadamer llamaba interacción de horizontes. Comprender al otro implica interpretar las prácticas y creencias extrañas desde expresiones e imágenes que nos son familiares. No obstante, tal contacto no deja las cosas como están; las dos perspectivas se abren recíprocamente, dejándose tocar e interrogar la una por la otra, exponiéndose de este modo al cambio conceptual y al discernimiento de otros modos de concebir el mundo o la vida. El encuentro con el otro sólo puede ser inteligible para mí desde mi propio vocabulario crítico, pero tal encuentro puede interpelar mis propios supuestos y aún contribuir a modificarlos, situación que mi interlocutor también puede experimentar[11]. Se trata de una operación comunicativa que no es ajena a la crítica y a la autocrítica.
El contacto intercultural pone de manifiesto nuevos sentidos de concebir el mundo y la vida, así como nuevas prácticas sociales disponibles a los usuarios de las diversas culturas. Esta experiencia permite el reconocimiento explícito de las identidades plurales que de hecho tenemos. De este modo nos abrimos a la libertad cultural, que nos permite – siguiendo a Sen – conservar o modificar nuestras prioridades identitarias sobre la base del cultivo de la razón práctica. Nos deja un espacio para elegir conscientemente mantenerse en la cultura originaria, o abandonarla, o asignarle un mayor peso a otras dimensiones de la identidad.
4.- A modo de conclusión. Palabras finales sobre el caso de Shaima.
Esto nos devuelve al artículo de Vargas Llosa y el problema del uso del velo en las escuelas. El articulista de El País considera que el permiso que la la Generalitat de Cataluña le confiere a Shaima para ir al colegio usando el velo constituye una concesión política que puede derivar en la introducción del monoculturalismo plural en la sociedad española. Advierte con tono apocalíptico que ceder a este pedido nos puede llevar a la admisión de la clitoridectomia. No concibe la medida como una expresión de libertad cultural. Por definición una de las opciones de la libre elección es la de preservar las prácticas de la propia cultura. “La decisión de mantenerse firmemente dentro del modo tradicional”, afirma Sen, “sería un ejercicio de libertad si la elección se hiciera luego de considerar otras alternativas”[12]. Se trataría de permitir a Shaima el uso del velo, pero convirtiendo la escuela – u otros escenarios – en espacios de diálogo que permitan ofrecerle otras alternativas susceptibles de elección, espacios que hagan posible asimismo la redescripción (articulación) del velo no únicamente como símbolo tradicional de subordinación de las mujeres; estos escenarios permitirían el ejercicio riguroso de la crítica racional de las descripciones culturales que encubran o promuevan prácticas discriminadoras contrarias a una ética de la dignidad igualitaria. En una palabra, esta perspectiva pluralista nos invita a buscar con Shaima las herramientas interculturales que nos permitan combatir la ilusión del destino.
¿Cómo podría tener lugar esta clase de interacción dialógica? Se me ocurren un par de posibilidades. La primera – y la más evidente – es la clase de contacto que Shaima tendrá con el modo de vida implícito en las democracias liberales – el valor de la autonomía, una deliberación práctica más o menos horizontal, la separación (casi intuitiva) entre lo secular y lo religioso, etc. – como parte de su regreso a la escuela. Ese es uno de los puntos que me llevan a suscribir la decisión de la Generalitat catalana de aceptar el uso del velo, pensando en la prioridad de la educación de la niña. Shaima tendrá la oportunidad, al asistir a la escuela, de toparse con otros rostros, otros credos, otros modos de pensar y sentir la vida y sus posibles sentidos. Ese encuentro con lo diverso puede potenciar un cambio de perspectiva en lo relativo a la valoración de las propias tradiciones. Presionar a su familia para que asista con el cabello descubierto podría tener como consecuencia el que se le prive – por disposición de sus padres – de una educación que podría liberarla del yugo del fundamentalismo.
La segunda posibilidad está vinculada a la crítica interna de la discriminación sexual, desarrollada en algunos contextos islámicos. Cada vez son más los intelectuales musulmanes que se remiten al Corán y a ciertos períodos “liberales” de la historia islámica – como los reinos españoles de Al Andalus – para combatir el fundamentalismo. Pienso por ejemplo en el documental Dinner with the President (2007), dirigido por Sachithanandam Sathananthan y Sabiha Sumar, ambos originarios de Pakistán. La cinta examina las tensiones presentes en un régimen como el pakistaní, sensible a golpes de Estado, crímenes políticos y conspiraciones internacionales. Y concentra parte de su atención en el agudo problema de la subordinación de la mujer, situación avalada por los sectores integristas.
En diversos pasajes, del documental, Sabiha Sumar se enfrenta a personajes – camioneros, líderes tribales, miembros del Partido Islámico – que se remiten al Corán para legitimar la subordinación de la mujer respecto del varón (la prohibición de que las mujeres salgan a trabajar, que se cubran la cabeza, etc.). En contra de la idea según la cual la doctrina de la igualdad de género proviene de la adopción artificial de creencias foráneas, ajenas a las creencias religiosas locales – el típico argumento de los integristas musulmanes (pero también de algunos conservadores católicos, dicho sea de paso) - , Sumar se remite al Corán para defender la igualdad sexual: sostiene que ella aprendió árabe para leerlo directamente, y señala que no encontró nada que justifique su confinamiento en la vida doméstica, o la obligatoriedad del uso del velo. Añade que el texto sagrado está abierto a las interpretaciones de los hombres. Dirigiéndose a un líder tribal tradicionalista, dice “tú eres un ser humano, yo también: ambos pertenecemos a Alá. Yo leo el Corán y encuentro razones para justificar la igualdad entre hombres y mujeres; tú lo lees y pretendes que el texto avala la subordinación ¿Quién decide qué interpretación es más razonable?" Sus palabras sitúan esta importante cuestión en el marco cívico de la discusión racional y del conflicto de interpretaciones rivales. Se trata de un notable punto de partida para el ejercicio de la hermenéutica política.
Alguien podría pensar – con razón – que estoy recargando prematuramente la agenda de la pequeña Shaima. Después de todo, tiene solamente ocho años. Tiene un padre fundamentalista que no la dejará asistir a la escuela sin el velo. Las dos estrategias que he bosquejado rápidamente aquí – el cambio de mentalidad fruto del contacto intercultural, y el producido por la crítica interna de la propia tradición – suponen que pueda acceder a la educación. El trabajo en la escuela le permitirá desarrollar sus capacidades de agencia, pensamiento, imaginación y sensibilidad, de modo que pueda des-cubrir nuevos conceptos, imágenes y metáforas para examinar su situación y perspectivas de vida futura. Ello le permitirá evaluar sus tradiciones, valorar la pertenencia comunitaria, y deliberar en torno a las ataduras y formas de subordinación que ella puede entrañar. Podrá – una vez llegado a la edad adulta – confrontar públicamente su ethos, o abandonarlo, en abierto ejercicio de su libertad cultural. O intentar empoderar a otras mujeres marroquíes, actuando a través de las instituciones de la sociedad civil y propiciando cambios más profundos. En efecto, como sugería Vargas Llosa, el velo no es sólo el velo, hay mucho más en juego. No obstante, la mayoría de las posibilidades de acción que Shaima puede asumir presuponen que se le permita asistir a la escuela.
NOTAS.-
[1] Vargas Llosa, Mario “El velo no es el velo” en: El Comercio Domingo 7 de octubre de 2007.
[2] Sen, Amartya Identidad y violencia Buenos Aires, Katz 2006 p. 41.
[3] Ibid., p. 60.
[4] Ibid., p. 62.
[5] Ibid., p. 63.
[6] Taylor, Charles Fuentes del yo Barcelona, Paidós 1996 . p. 50.
[7] Ibid., p. 43 (las cursivas son mías).
[8] [8] Taylor, Charles “Equívocos: el debate liberalismo – comunitarismo” en: Argumentos filosóficos Barcelona Paidós 1997 p. 239.
[9] Ibid., p. 241.
[10] Taylor, Charles Fuentes del yo op.cit. p. 103.
[11] Cfr. Gadamer, Hans–Georg, Verdad y método Salamanca, Sígume 1979.
[12] Sen, Amartya Identidad y violencia op.cit. p. 211.
2 comentarios:
Querido Gonzalo: desde hace unas semanas estoy siguiendo tu blog con interés y los comentarios que en él se vierten. Como sabes, no estoy muy familiarizado con los temas de ética política y filosofía política, ámbitos en los cuales has realizado contribuciones importantes en nuestro medio. Mis inclinaciones (y esto lo sabes también) van por el terreno de la estética y el arte en general. Sin embargo, a pesar de mis intereses, no dejo de preocuparme por los asuntos públicos y, sobre todo, por los que atañen al arte. He visto una serie de artículos y comentarios referentes al Ojo que Llora. Me gustaría dar algunas opinones sobre este asunto. En primer lugar,aunque con matices, comparto tus convicciones acerca de la necesidad de defender la verdad de lo ocurrido en el Perú y lo fundamental que resulta no olvidar a los muertos de la violencia, nuestros muertos al fin y al cabo. A pesar de las coincidencia me permito dar algunos alcances sobre esta intervención ecultórica que tanto revuelo ha causado.
Uno de los riesgos de las obras de arte, concebidas desde la conceptualización política es su debilidad ante la crítica conceptual. En el caso del Ojo que Llora, el debate ha sido político e ideológico. No ha habido ninguna referencia a la cuestión estética de este objeto. Esto es interesante. Pues al haber subordinado la obra de arte al concepto político, ideológico o moral, toda crítica a este objeto se realiza en los mismos términos, es decir, desde otra orientación política, ideológica y moral. He ahí la limitación del Ojo que Llora. Comparo la obra de Lika Mutal con el Guernica. El cuadro de Picasso tiene una evidente carga de denuncia, de compromiso ético y político. Sin embargo, a pesar de inclinación conceptual, sigue siendo una obra de arte, obra que puede ser valorada y enjuiciada estéticamente. Los valores artísticos no fueron sobordinados por los valores éticos. ¿A qué se debió ello? Considero que Picasso no pensó esta obra en tèrminos evidentes y específicos. Tuvo el talento de universalizar el dolor del bombardeo de Guernica, convirtiédolo en el porvenir de todas las guerras. Y, en ese afán de universalizar el dolor a niveles máximos, se vio obligado a recurrir a diversos recursos formales, recursos que potenciaron la dimensión conceptual de su gran obra. Pienso que Lika Mutal,a pesar de su encomiable trayectoria, no logró equilibrar lo conceptual y lo formal. En su caso, lo conceptual eclipsó en gran medida al objeto "Ojo que Llora". Cuando una obra evidencia de forma llana su contenido, pierde sutileza y apertura. ¿No hubiese sido más atinado no haber incluido nombre alguno? Cuando una obra de arte es denotativa, la reacción contra ésta es igualmente donotativa. Es que en la denotación, en la falta de connotación artística, la obra de arte pierde su caracter polisémico y abierto (y, por eso, crítico). Con esto no justifico la reacción bárbara de la ultraderecha. Creo que no debemos darles argumentos a los neofacistas. Pero debemos ser concientes que cuando la obra de arte se transforma esencialmente en alegato jurídico y pólitico, esa misma obra se convierte en objeto de crítica política ( y, eventualmente, de la furia de las hordas facistas).
La historia del arte es rica en ejemplos de cómo los artistas pudieron ejercer la crítica sin abandonar la dimensión estética. Encubrieron en destreza formal poderosos conceptos.
Un abrazo amistoso
Ricardo F.
Comparto tu opinión en torno a la ausencia de una discusión estética sobre El Ojo que llora. Sería interesante que escribas sobre este tema, tus reflexiones son muy interesantes.
entiendo perfectamente tu juicio sobre los nombres en las piedras.
Gonzalo.
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