Gonzalo Gamio Gehri
Judith Shklar, filósofa norteamericana fallecida hace algunos años, ha elaborado una fenomenología del liberalismo a partir de sus prácticas y valores constitutivos. Señala en su libro Vicios ordinarios[1] que lo que caracteriza a la cultura liberal es el reconocer a la crueldad como el summum malum, “ el primero de todos los vicios”. A diferencia de las sociedades confesionales, en donde el más grave de los pecados se comete en contra de Dios – por ejemplo la soberbia – en las sociedades liberales, fundamentalmente antropocéntricas y secularizadas, es el atentado contra la vida humana la más inaceptable de las acciones. Una sociedad es liberal si considera que la crueldad es el peor de los males. Resulta interesante caer en la cuenta que, a diferencia de otros mundos de vida moral, como la Atenas clásica o la cristiandad medieval, los miembros de una sociedad liberal encuentran menor dificultad en llegar a un consenso acerca de los vicios que todos deben rechazar que respecto a las virtudes que hay que promover.
Creo que éste es un punto de partida plausible para hablar de una cultura de los derechos humanos. El rechazo a la crueldad proviene no de una teoría metafísica acerca de la naturaleza humana sino de la remisión a una experiencia histórica concreta, las guerras de religión. Las teorías contractualistas se han inspirado a su manera en el rechazo de la crueldad, pero esta conexión permanece inarticulada y el modelo de justificación supone un universo neutral y una antropología atomista que genera tres áreas problemáticas a nivel teórico: una concepción puramente abstracta de la idea de derechos naturales, una visión desarraigada del yo, y una percepción meramente instrumental de los vínculos sociales y la pertenencia cívica a las instituciones políticas. La estrategia fenomenológico – narrativa procura más bien reconstruir las configuraciones de sentido – traducidos en argumentos, instituciones, imágenes morales, actitudes vitales y en general disposiciones para actuar – que se remiten a aquella experiencia de irrespeto, discriminación y violencia y que han dado forma a lo que hoy conocemos como la cultura de los Derechos Humanos.
Pero volvamos a nuestro bosquejo. El hombre de los siglos XVI y XVII – Montaigne es para Shklar el autor que con mayor lucidez ha reflexionado sobre este tema – ha sufrido en carne propia los extremos a los que se ha podido llegar en el uso de la fuerza cuando se trata de enfrentar a los que no piensan como uno. La perspectiva del excluido y del perseguido ha sido fundamental para la articulación del relato liberal. La experiencia del temor y la crueldad ha desempeñado un rol fundamental en el diseño de instituciones y normas que protejan al individuo del uso indiscriminado de la fuerza por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas.
Construcciones sociales liberales como la separación entre la iglesia y el Estado y entre la esfera pública y la esfera privada sólo pueden ser entendidas en su relación con el mapa social de la modernidad que ha sido configurado desde el rechazo a la crueldad. No cabe duda que estas fronteras pueden y seguramente deben ser redefinidas o matizadas - siempre en el marco de los derechos individuales y las libertades cívicas -, pero comprendemos perfectamente las razones por las cuales fueron trazadas: por el enorme peligro que significaba tanto la politización de la fe como la mistificación del poder. En nuestras débiles repúblicas la alianza entre la "fe" y la política es todavía frecuente en el nivel de las jerarquías; se trata de un fenómeno que deberíamos examinar y enfrentar por el bien de lo cívico y de lo espiritual. La separación de fueros e instituciones para garantizar las libertades es una práctica de la que nuestros liberalismos contemporáneos tendrían mucho que aprender puesto que aquel ámbito social que hoy hemos mistificado y fortalecido más allá de todo límite – el mercado – también ha generado sus propias formas sutiles y dramáticas de crueldad y en ese sentido su poder debe ser limitado.
Otro de los valores públicos liberales – la distribución democrática del poder – habría de ser entendido en esta perspectiva. Mientras más mediaciones existan en el ejercicio del poder y la toma de decisiones menos peligro hay de que un solo individuo o un grupo reducido de individuos pueda hacerse de las riendas del gobierno y atente contra las libertades ciudadanas y la integridad de las personas. La división de poderes, la mediación de instituciones libres y la elección de representantes son articulaciones políticas dirigidas a contener posibles abusos del estado. Pero estas construcciones sociales no son suficientes sin la existencia de un ethos de la participación cívica, sin compromisos con la esfera pública. Esta es una dimensión que los liberalismos de Montesquieu y Mill consideraron imprescindible, y que las teorías procedimentales de inspiración atomista no han recogido; ellos reconocieron que el actuar concertado de la ciudadanía sostenía el conjunto de las instituciones liberales, y que el retiro de la política – que de hecho se ha ido gestando en las democracias modernas con la complicidad de ideologías sociales de inspiración atomista – introducía sutilmente formas de conducta despóticas en el seno de estas sociedades. Una cierta mitología civil resulta – si mi argumentación es correcta en este punto –imprescindible para la viabilidad de una sociedad liberal. En este sentido, la acción política de los miembros de la sociedad funciona siempre como un mecanismo de control contra cualquier tentación totalitaria. El olvido de la praxis política como condición de posibilidad de la libertad constituye una profunda incoherencia en la cultura liberal contemporánea y una muestra más de que el neoliberalismo de moda centrado exclusivamente en lo económico es profundamente antiliberal.
Este escueto retrato de las articulaciones valorativas subyacentes a la cultura liberal muestra hasta que punto las “cualidades secundarias” en filosofía práctica son fundamentales para dar razón de los compromisos que una cultura contrae con un sistema de reglas e instituciones. No necesitamos por ejemplo, construir un concepto desarraigado de subjetividad para justificar nuestros preceptos contra la discriminación. Un yo sin rostro, sin historia, sin sexo, sin conexiones con los demás y sin una comprensión de la vida buena no podría componer una narrativa que permita reconocer la experiencia concreta de la exclusión y la valoración del pluralismo que generaron, por ejemplo, la conquista de los Derechos civiles. Los derechos no son creación de individuos aislados viviendo en un universo neutral, sino batallas éticas y políticas libradas por comunidades concretas Para hacer inteligibles los principios de justicia que configuran las instituciones sociales democrático – liberales no necesitamos abstraer de nuestra comprensión las deliberaciones, los intereses comunes y las movilizaciones de los miembros de esa sociedad, una operación como esa oscurecería las determinaciones concretas de la construcción de derechos, así como no nos permitiría apreciar las reacciones y las acciones comunes que esas personas hacen efectivas cuando sienten que esos derechos están siendo vulnerados.
Creo que éste es un punto de partida plausible para hablar de una cultura de los derechos humanos. El rechazo a la crueldad proviene no de una teoría metafísica acerca de la naturaleza humana sino de la remisión a una experiencia histórica concreta, las guerras de religión. Las teorías contractualistas se han inspirado a su manera en el rechazo de la crueldad, pero esta conexión permanece inarticulada y el modelo de justificación supone un universo neutral y una antropología atomista que genera tres áreas problemáticas a nivel teórico: una concepción puramente abstracta de la idea de derechos naturales, una visión desarraigada del yo, y una percepción meramente instrumental de los vínculos sociales y la pertenencia cívica a las instituciones políticas. La estrategia fenomenológico – narrativa procura más bien reconstruir las configuraciones de sentido – traducidos en argumentos, instituciones, imágenes morales, actitudes vitales y en general disposiciones para actuar – que se remiten a aquella experiencia de irrespeto, discriminación y violencia y que han dado forma a lo que hoy conocemos como la cultura de los Derechos Humanos.
Pero volvamos a nuestro bosquejo. El hombre de los siglos XVI y XVII – Montaigne es para Shklar el autor que con mayor lucidez ha reflexionado sobre este tema – ha sufrido en carne propia los extremos a los que se ha podido llegar en el uso de la fuerza cuando se trata de enfrentar a los que no piensan como uno. La perspectiva del excluido y del perseguido ha sido fundamental para la articulación del relato liberal. La experiencia del temor y la crueldad ha desempeñado un rol fundamental en el diseño de instituciones y normas que protejan al individuo del uso indiscriminado de la fuerza por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas.
Construcciones sociales liberales como la separación entre la iglesia y el Estado y entre la esfera pública y la esfera privada sólo pueden ser entendidas en su relación con el mapa social de la modernidad que ha sido configurado desde el rechazo a la crueldad. No cabe duda que estas fronteras pueden y seguramente deben ser redefinidas o matizadas - siempre en el marco de los derechos individuales y las libertades cívicas -, pero comprendemos perfectamente las razones por las cuales fueron trazadas: por el enorme peligro que significaba tanto la politización de la fe como la mistificación del poder. En nuestras débiles repúblicas la alianza entre la "fe" y la política es todavía frecuente en el nivel de las jerarquías; se trata de un fenómeno que deberíamos examinar y enfrentar por el bien de lo cívico y de lo espiritual. La separación de fueros e instituciones para garantizar las libertades es una práctica de la que nuestros liberalismos contemporáneos tendrían mucho que aprender puesto que aquel ámbito social que hoy hemos mistificado y fortalecido más allá de todo límite – el mercado – también ha generado sus propias formas sutiles y dramáticas de crueldad y en ese sentido su poder debe ser limitado.
Otro de los valores públicos liberales – la distribución democrática del poder – habría de ser entendido en esta perspectiva. Mientras más mediaciones existan en el ejercicio del poder y la toma de decisiones menos peligro hay de que un solo individuo o un grupo reducido de individuos pueda hacerse de las riendas del gobierno y atente contra las libertades ciudadanas y la integridad de las personas. La división de poderes, la mediación de instituciones libres y la elección de representantes son articulaciones políticas dirigidas a contener posibles abusos del estado. Pero estas construcciones sociales no son suficientes sin la existencia de un ethos de la participación cívica, sin compromisos con la esfera pública. Esta es una dimensión que los liberalismos de Montesquieu y Mill consideraron imprescindible, y que las teorías procedimentales de inspiración atomista no han recogido; ellos reconocieron que el actuar concertado de la ciudadanía sostenía el conjunto de las instituciones liberales, y que el retiro de la política – que de hecho se ha ido gestando en las democracias modernas con la complicidad de ideologías sociales de inspiración atomista – introducía sutilmente formas de conducta despóticas en el seno de estas sociedades. Una cierta mitología civil resulta – si mi argumentación es correcta en este punto –imprescindible para la viabilidad de una sociedad liberal. En este sentido, la acción política de los miembros de la sociedad funciona siempre como un mecanismo de control contra cualquier tentación totalitaria. El olvido de la praxis política como condición de posibilidad de la libertad constituye una profunda incoherencia en la cultura liberal contemporánea y una muestra más de que el neoliberalismo de moda centrado exclusivamente en lo económico es profundamente antiliberal.
Este escueto retrato de las articulaciones valorativas subyacentes a la cultura liberal muestra hasta que punto las “cualidades secundarias” en filosofía práctica son fundamentales para dar razón de los compromisos que una cultura contrae con un sistema de reglas e instituciones. No necesitamos por ejemplo, construir un concepto desarraigado de subjetividad para justificar nuestros preceptos contra la discriminación. Un yo sin rostro, sin historia, sin sexo, sin conexiones con los demás y sin una comprensión de la vida buena no podría componer una narrativa que permita reconocer la experiencia concreta de la exclusión y la valoración del pluralismo que generaron, por ejemplo, la conquista de los Derechos civiles. Los derechos no son creación de individuos aislados viviendo en un universo neutral, sino batallas éticas y políticas libradas por comunidades concretas Para hacer inteligibles los principios de justicia que configuran las instituciones sociales democrático – liberales no necesitamos abstraer de nuestra comprensión las deliberaciones, los intereses comunes y las movilizaciones de los miembros de esa sociedad, una operación como esa oscurecería las determinaciones concretas de la construcción de derechos, así como no nos permitiría apreciar las reacciones y las acciones comunes que esas personas hacen efectivas cuando sienten que esos derechos están siendo vulnerados.
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