Gonzalo Gamio Gehri
En 1985, un grupo de científicos sociales y filósofos de la política liderados por Robert Bellah publicaron Hábitos del corazón, un libro que procuraba reactualizar los estudios de Alexis de Tocqueville ciento cincuenta años después, en el mismo espacio geográfico en el que el autor francés desarrolló sus investigaciones y en otras localidades cercanas. A lo largo de cinco años Bellah y su equipo realizaron más de doscientas entrevistas a personas adultas que versaban sobre sus compromisos afectivos, laborales, políticos y religiosos, en vínculo con sus maneras de entender y vivir la vida, esto es, por sus visiones de la vida buena[1]. El texto resulta enormemente valioso por su rigurosidad conceptual y por la riqueza de los testimonios recogidos, así como por la agudeza de sus consideraciones finales. Aunque el análisis crítico de Hábitos merecería por sí mismo una tesis, me gustaría reseñar brevemente algunas de las conclusiones del libro que tienen que ver con nuestro tema de discusión.
Luego de discutir los argumentos prácticos y las expresiones de sensibilidad subyacentes a los testimonios y opiniones de las personas entrevistadas en torno a temas como el amor, el compromiso comunitario, la religión y la vida cívica, los autores del libro concluyen que las concepciones de la vida del ciudadano estadounidense “promedio” – tomando en cuenta el universo de los entrevistados oscila entre dos “lenguajes” de valor a partir del cual articula su orientación en la vida y sus relaciones con el entorno. El lenguaje dominante es, definitivamente, el del individualismo, en el que expresa su compromiso con la autonomía y la realización personal (esto no tendría porqué sorprendernos, si tomamos en cuenta que el “abandono del hogar” y la “búsqueda de la propia vida” forman parte de una vieja tradición puritana). De acuerdo a las personas entrevistadas, el valor fundamental a respetar es la capacidad de elegir (el propio estilo de vida, las convicciones éticas religiosas, las opciones sexuales, etc.), importa menos qué sea lo que se elija; cada cual tiene derecho a elegir su propio modo de vivir, hay que saber tolerar entonces la manera como cada cual ejerce su propia libertad (siempre y cuando la libertad de los otros no se vea conculcada). El acceso al éxito constituye asimismo un importante fin, entendido como la consecución de bienestar económico y familiar y reconocimiento social de los logros personales. Una sociedad es reconocida como “buena” cuando cumple con dos objetivos, “proporcionar seguridad física y bienestar material a sus ciudadanos, y, al mismo tiempo, fomentar todas las posibilidades de elección personal en relación a los fines de la actividad”[2]. La promoción de la autonomía privada y el bienestar.
En Hábitos del corazón encontramos un interesante tratamiento del “primer lenguaje” - el lenguaje moral del individualismo – descrito en dos facetas que el libro distingue claramente. Tenemos por un lado el “individualismo utilitario” y por otro un “individualismo expresivo” (al que me gustaría llamar más bien “terapéutico” – tomando en cuenta la identificación, señalada por el mismo Bellah, con el caso de la terapia psicológica – para diferenciarlo de la preocupación romántica por la expresividad personal, a la que me referiré más tarde). Por “individualismo utilitario” los autores entienden aquellas ideologías centradas en la maximización del propio interés como imperativo vital, de modo que la sociedad es contemplada desde tal enfoque a la manera del mercado, como un gigantesco escenario en donde tiene lugar la competencia generalizada por la satisfacción de las necesidades y la conquista del status socioeconómico. Ronald Reagan retrató claramente esta visión de la vida social al sostener con toda convicción que el pueblo norteamericano debe ser comprendido como “un grupo particular de intereses constituido por hombres y mujeres que cultivamos nuestros alimentos, patrullamos nuestras calles, servimos en nuestras minas y fábricas, educamos a nuestros hijos, mantenemos nuestros hogares y ponemos remedio a nuestras enfermedades”[3]. No es dificil percatarse como aquí se combinan la afirmación de la vida cotidiana, una concepción atomista de los bienes[4] y una visión instrumental de la razón práctica.
Si bien aquí el énfasis está puesto en el cálculo de intereses y el bienestar individual, en el individualismo expresivo / terapéutico el objetivo fundamental es la exploración de los sentimientos. El yo es vislumbrado como una realidad profunda que hay que descubrir. Nuestra manera particular de ver el mundo y de apreciar las cosas de la vida tiene que ser reconocida entre las diferentes voces provenientes del “exterior” quie se confunden en nosotros, haciendo manifiestas las demandas de los otros (la familia, la sociedad, etc.) y que en ocasiones obstaculizan nuestra voz más propia. Sin duda, estas ideas provienen – al menos en su forma originaria – del movimiento romántico y de su exaltación de la poiesis estética como vehículo por excelencia de la articulación de la identidad, como veremos en breve. De hecho, Novalis y Hölderlin y, en el contexto americano, Withman y Emerson son autores representativos en esta línea de pensamiento crítico – poético. Pero en la sociedad norteamericana contemporánea – y Bellah y su equipo documentan muy bien este fenómeno – la búsqueda de este yo interior ha pasado del plano del arte al de la psicoterapia. Atender a las voces ajenas, provenientes de los seres queridos o las convenciones sociales en desmedro de nuestro “sí - mismo” constituye una fuente de neurosis y dolor. La forma de vida social competitiva y la lógica de costo – beneficio tambien resulta afectivamente perjudicial: nos sumerge en la vorágine del mundo “externo”. La búsqueda de uno mismo constituye – tambien – un imperativo que involucra nuestra salud espiritual y no solo una forma de conocimiento. Sobre todo desde los años sesenta una gran cantidad de Best – sellers psicológicos y libros de autoayuda -así como numerosas guías de espiritualidad tipo New Age – prometen iniciarnos en este camino hacia el “verdadero” yo.
En un sentido importante, una y otra forma de individualismo aparecen como formas contrapuestas de entender y estar en la vida; la preocupación por la autoexploración pretende hacer manifiestas dimensiones de la vida humana que trascienden la dinámica propia de la satisfacción de las necesidades y la lucha por la supervivencia (aunque en algunos casos, como ha subrrayado Lipovetsky, la espiritualidad terapéutica puede funcionar como un mecanismo de escape de los “asuntos del mundo”[5], como la lucha política por el reconocimiento de los derechos). No obstante, hay dos aspectos en donde uno puede reconocer cierto aire de familia. Uno es la permanencia de cierta lógica instrumental – presente unicamente en la versión propiamente psicológica, no en el romanticismo original- que tiene lugar en virtud del rol de terapéuta en la exploración y en la finalidad que suele representarse la terapia misma. La lógica del cálculo y la eficacia en algún sentido se reproduce tanto como en el enfoque economicista, ya que lo que la terapia exploratoria busca es que las expectativas de placer sean mayores que las referentes al dolor, si dicho objetivo se cumple, el paciente puede considerarse “curado”[6]. Es cierto que en muchos casos la búsqueda de autoconocimiento trasciende esta relación placer / dolor, sobre todo en sus variantes más “espirituales”.
El otro aspecto que emparenta estas dos versiones del individualismo es el concepto de libertad que opera en ambos, expresión de lo que Isaiah Berlin llamaba “libertad negativa"[7]. La libertad es comprendida como liberación individual, la posibilidad de elegir sin interferencias externas, de modo que los otros, las convenciones sociales, las tradiciones, etc. son entendidos como obstáculos en el camino hacia el bienestar o la plenitud; las resonancias hobbesianas de este concepto son evidentes, pues fue Hobbes el primero en definir la libertad – en la segunda parte del Leviatán – como absentia impedimentorum[8]. En su faceta utilitaria, esta visión de la libertad aparece con matices épicos en la imagen del self-made- man, el hombre que edificó su propio proyecto personal en solitario, sin deberle nada a nadie; de hecho, en tanto la vida económica es entendida como esencialmente competitiva, el otro es un rival, o un sujeto de interés que accede a colaborar conmigo – concertando alguna transacción mutuamente ventajosa, o formando una empresa - porque a través de ello obtiene algún tipo de ventaja.personal. En el individualismo terapéutico la conquista del yo o la “adultez” implica la ruptura de los lazos con los demás (y, en términos prácticos, la suscripción implícita del subjetivismo): con la retórica clásica de los libros de autoayuda Gail Sheehy afirma que “no podrás llevarte todo contigo cuando inicies el viaje de la madurez. Te estás trasladando. Te estás alejando de laspretensiones institucionales y de las actividades de otra gente. Te estás apartando de las evaluaciones y los premios externos en busca de una validación interior. Estás saliendo de los roles y trasladándote al yo. Si yo pudiera darles a todos un regalo para iniciar este viaje, les regalaría una tienda de campaña. Para la experimentación. Les regalaría raíces portátiles”[9].
Los lazos sociales y la raigambre comunitaria son concebidos entonces por las dos alas del individualismo como ostáculos o como determinaciones que en el mejor de los casos pueden ser utilizados instrumentalmente, a la manera del yo. Esta configuración individualista alcanza tambien a las asociaciones humanas. De acuerdo al análisis de Bellah y sus compañeros de investigación, en las sociedades modernas el individuo no suele integrarse a comunidades – grupos sociales en donde el vínculo entre los miembros remite a una historia compartida o la pertenencia a un propósito común de vida – sino tiende a formar lo que llaman énclaves de estilo de vida. Se trata de asociaciones que tienen que ver con el ámbito de la vida privada, con "el ocio y el consumo y por lo general, no tienen conexión alguna con el mundo del trabajo, unen a personas que se asemejan social, cultural y económicamente, y uno de sus objetivos principales es disfrutar de la compañía de aquellos que comparten un mismo estilo de vida"[10]. Aunque suene paradójico, podemos hablar en este contexto de “asociaciones individualistas”, pues lo que el individuo busca en tales grupos es reunirse con otras personas que se asemejen a uno en las facetas mencionadas. Los clubes sociales – por poner un ejemplo - responden perfectamente a esta descripción.
Hasta aquí el panorama social puede resultar dramático: de hecho, los autores de Hábitos del corazón consideran que los temores de Tocqueville de una progresiva “pérdida de lo político” en la sociedad norteamericana se han convertido en una preocupante realidad. No obstante, Bellah y su gente creen haber encontrado en el discurso de muchos de sus entrevistados los rezagos de un “segundo lenguaje” de valoración, en donde los compromisos colectivos tienen un lugar fundamental. Allí creen es posible recomendar la presencia de las tradiciones bíblica y republicana, que reaparece en la defensa de la cultura de derechos, la lucha por la preservación de las identidades culturales o religiosas de los inmigrantes. En el imaginario espiritual de estos sistemas de valores, figuras estadounidenses de nuestro siglo como Luther King o J. F.Kennedy ocupan un lugar importante. Lo que estos investigadores argumentan es que es posible repotenciar estos lenguajes de compromiso, logrando, por ejemplo, que algunos enclaves de estilo de vida puedan acoger progresivamente un “espíritu de comunidad” y que las comunidades locales que aún subsisten puedan reasumir un rol protagónico en la vida política norteamericana.
No obstante, la salida que proponen Bellah y sus compañeros no deja de tener un carácter contracultural; ellos mismos están convencidos de que el individualismo es inobjetablemente el lenguaje dominante entre sus compatriotas, un lenguaje que puede terminar devorando al lenguaje de las tradiciones si es que no tiene lugar una recuperación de este último, el libro mismo puede ser entendido como una defensa de estas tradiciones. Y si tomamos en cuenta los análisis de gente como Lipovetsky, Arendt o Habermas acerca de los efectos del individualismo y la disolución de lo “público” en el occidente moderno, el inquietante diagnóstico de Bellah dista mucho de ser una descripción de un problema local.
Si lo que estos estudiosos sociales afirman es cierto, entonces opera en nuestra cultura un vigoroso retiro de la comunidad – y de la esfera pública en general – hacia el ámbito privado, supuesto hogar de la genuina libertad. Aquí es donde el análisis empírico y la teoría social parecen coincidir plenamente. Según Bellah, las descripciones que muchos de los entrevistados hacen de sus valores en términos del individualismo se asemeja profundamente a las concepciones atomistas sobre el yo, la libertad y la justicia presentes en las teorías contractualistas y liberales de la sociedad[11]. Es la idea hobbesiana (y lockeana) del individuo como un sujeto egoísta, que busca sobrevivir y satisfacer sus necesidades sin la intromisión de los demás – pues los otros son concebidos como agresores potenciales – y que no encuentra otra forma de preservar su vida que suscribir el contrato social, un pacto de no agresión; las fronteras de la ley se encargarán de protegerlo de los demás. La búsqueda de la seguridad individual y el esclarecimiento del problema de la propiedad privada llevan al individuo a abandonar el estado natural y dar forma a la sociedad. Incluso el derecho a la propiedad se convierte – en Locke con toda claridad– en el paradigma de todos los derechos individuales: derecho a la disposición del propio cuerpo, al patrimonio personal y el derecho a la libre conciencia; el ser propietario se convierte en una especie de condición para la ciudadanía[12]. Toda consideración sobre la vita activa desaparece en la perspectiva del individualismo liberal Como asevera ácidamente el pensador norteamericano Benjamin Barber "al proponer al individuo solitario como ciudadano modelo, el liberalismo frustró las ideas de ciudadanía y comunidad y urdió un yo novelesco tan desentendido de la situación y del contexto que sólo era útil para desafiar a la idea misma de lo político"[13].
Como se sabe, para el ciudadano de las teorías del contrato el cuerpo político se encarga de garantizar la seguidad y libertad individuales, de modo que el individuo –una vez que estas garantías se hacen efectivas, queda libre de la política, pues el espacio de la libertad es fundamentalmente la esfera privada, un espacio delimitado por la ley y los derechos del individuo. Una vez suscrito el contrato y específicados los derechos fundamentales, el ciudadano podrá entregarse al diseño y realización de sus planes privados de vida. El tema de la vida buena se convierte en un asunto eminentemente individual, de modo que el ámbito público se restringe a la constitución de la estructura básica de la sociedad, a asuntos de justicia procedimental. Sobre esta liberación de lo político, Hannah Arendt afirmaba con razón que “…ha llegado a convertirse casi en un axioma, incluso en la teoría política, entender por libertad política no un fenómeno político, sino por el contrario, la serie más o menos amplia de actividades no políticas que son permitidas y garantizadas por el cuerpo político a sus miembros”[14] .
La imagen del contrato parece describir acertadamente las relaciones humanas en un mundo social marcado por la presencia del individualismo. Dado que el compromiso valorativo que el individuo contrae fundamentalmente es consigo mismo – con el propio progreso, con la realización del plan de vida, con el ejercicio de su libre arbitrio, etc. – entonces las relaciones con los otros son entendidas desde el esquema de la razón instrumental, como en el caso del individuo hobbesiano, que acepta el pacto social porque es útil para sus propios intereses. Para autores como el neoconservador Allan Bloom, la visión contractualista ha calado tan profundamente en la cultura moderna que no sólo ejerce un poderoso influjo en la teoría política liberal, sino que se ha convertido en el esquema conceptual desde el que suele mirarse otras formas de contacto humano, incluido el amor: “El aislamiento, la falta de contacto profundo con otros seres humanos, parece ser la enfermedad de nuestra época. Hay grandes industrias de psicoterapia que abordan nuestras dificultades “de relación “, otra insípida palabra seudocientífica cuya timidez ya constituye un obstáculo para los lazos sustanciales. Este modo de describir el contacto humano comienza con la precariedad de nuestros lazos, el supuesto de que naturalmente somos átomos que desean agruparse sin los inconvenientes que ello representa, una situación que a lo sumo permitiría las relaciones contractuales. Este término abstracto pone la ciudadanía, la familia, el amor y la amistad bajo la misma improvisada tienda y los abstrae de la diversidad de sus fundamentos y exigencias”[15] .
Luego de discutir los argumentos prácticos y las expresiones de sensibilidad subyacentes a los testimonios y opiniones de las personas entrevistadas en torno a temas como el amor, el compromiso comunitario, la religión y la vida cívica, los autores del libro concluyen que las concepciones de la vida del ciudadano estadounidense “promedio” – tomando en cuenta el universo de los entrevistados oscila entre dos “lenguajes” de valor a partir del cual articula su orientación en la vida y sus relaciones con el entorno. El lenguaje dominante es, definitivamente, el del individualismo, en el que expresa su compromiso con la autonomía y la realización personal (esto no tendría porqué sorprendernos, si tomamos en cuenta que el “abandono del hogar” y la “búsqueda de la propia vida” forman parte de una vieja tradición puritana). De acuerdo a las personas entrevistadas, el valor fundamental a respetar es la capacidad de elegir (el propio estilo de vida, las convicciones éticas religiosas, las opciones sexuales, etc.), importa menos qué sea lo que se elija; cada cual tiene derecho a elegir su propio modo de vivir, hay que saber tolerar entonces la manera como cada cual ejerce su propia libertad (siempre y cuando la libertad de los otros no se vea conculcada). El acceso al éxito constituye asimismo un importante fin, entendido como la consecución de bienestar económico y familiar y reconocimiento social de los logros personales. Una sociedad es reconocida como “buena” cuando cumple con dos objetivos, “proporcionar seguridad física y bienestar material a sus ciudadanos, y, al mismo tiempo, fomentar todas las posibilidades de elección personal en relación a los fines de la actividad”[2]. La promoción de la autonomía privada y el bienestar.
En Hábitos del corazón encontramos un interesante tratamiento del “primer lenguaje” - el lenguaje moral del individualismo – descrito en dos facetas que el libro distingue claramente. Tenemos por un lado el “individualismo utilitario” y por otro un “individualismo expresivo” (al que me gustaría llamar más bien “terapéutico” – tomando en cuenta la identificación, señalada por el mismo Bellah, con el caso de la terapia psicológica – para diferenciarlo de la preocupación romántica por la expresividad personal, a la que me referiré más tarde). Por “individualismo utilitario” los autores entienden aquellas ideologías centradas en la maximización del propio interés como imperativo vital, de modo que la sociedad es contemplada desde tal enfoque a la manera del mercado, como un gigantesco escenario en donde tiene lugar la competencia generalizada por la satisfacción de las necesidades y la conquista del status socioeconómico. Ronald Reagan retrató claramente esta visión de la vida social al sostener con toda convicción que el pueblo norteamericano debe ser comprendido como “un grupo particular de intereses constituido por hombres y mujeres que cultivamos nuestros alimentos, patrullamos nuestras calles, servimos en nuestras minas y fábricas, educamos a nuestros hijos, mantenemos nuestros hogares y ponemos remedio a nuestras enfermedades”[3]. No es dificil percatarse como aquí se combinan la afirmación de la vida cotidiana, una concepción atomista de los bienes[4] y una visión instrumental de la razón práctica.
Si bien aquí el énfasis está puesto en el cálculo de intereses y el bienestar individual, en el individualismo expresivo / terapéutico el objetivo fundamental es la exploración de los sentimientos. El yo es vislumbrado como una realidad profunda que hay que descubrir. Nuestra manera particular de ver el mundo y de apreciar las cosas de la vida tiene que ser reconocida entre las diferentes voces provenientes del “exterior” quie se confunden en nosotros, haciendo manifiestas las demandas de los otros (la familia, la sociedad, etc.) y que en ocasiones obstaculizan nuestra voz más propia. Sin duda, estas ideas provienen – al menos en su forma originaria – del movimiento romántico y de su exaltación de la poiesis estética como vehículo por excelencia de la articulación de la identidad, como veremos en breve. De hecho, Novalis y Hölderlin y, en el contexto americano, Withman y Emerson son autores representativos en esta línea de pensamiento crítico – poético. Pero en la sociedad norteamericana contemporánea – y Bellah y su equipo documentan muy bien este fenómeno – la búsqueda de este yo interior ha pasado del plano del arte al de la psicoterapia. Atender a las voces ajenas, provenientes de los seres queridos o las convenciones sociales en desmedro de nuestro “sí - mismo” constituye una fuente de neurosis y dolor. La forma de vida social competitiva y la lógica de costo – beneficio tambien resulta afectivamente perjudicial: nos sumerge en la vorágine del mundo “externo”. La búsqueda de uno mismo constituye – tambien – un imperativo que involucra nuestra salud espiritual y no solo una forma de conocimiento. Sobre todo desde los años sesenta una gran cantidad de Best – sellers psicológicos y libros de autoayuda -así como numerosas guías de espiritualidad tipo New Age – prometen iniciarnos en este camino hacia el “verdadero” yo.
En un sentido importante, una y otra forma de individualismo aparecen como formas contrapuestas de entender y estar en la vida; la preocupación por la autoexploración pretende hacer manifiestas dimensiones de la vida humana que trascienden la dinámica propia de la satisfacción de las necesidades y la lucha por la supervivencia (aunque en algunos casos, como ha subrrayado Lipovetsky, la espiritualidad terapéutica puede funcionar como un mecanismo de escape de los “asuntos del mundo”[5], como la lucha política por el reconocimiento de los derechos). No obstante, hay dos aspectos en donde uno puede reconocer cierto aire de familia. Uno es la permanencia de cierta lógica instrumental – presente unicamente en la versión propiamente psicológica, no en el romanticismo original- que tiene lugar en virtud del rol de terapéuta en la exploración y en la finalidad que suele representarse la terapia misma. La lógica del cálculo y la eficacia en algún sentido se reproduce tanto como en el enfoque economicista, ya que lo que la terapia exploratoria busca es que las expectativas de placer sean mayores que las referentes al dolor, si dicho objetivo se cumple, el paciente puede considerarse “curado”[6]. Es cierto que en muchos casos la búsqueda de autoconocimiento trasciende esta relación placer / dolor, sobre todo en sus variantes más “espirituales”.
El otro aspecto que emparenta estas dos versiones del individualismo es el concepto de libertad que opera en ambos, expresión de lo que Isaiah Berlin llamaba “libertad negativa"[7]. La libertad es comprendida como liberación individual, la posibilidad de elegir sin interferencias externas, de modo que los otros, las convenciones sociales, las tradiciones, etc. son entendidos como obstáculos en el camino hacia el bienestar o la plenitud; las resonancias hobbesianas de este concepto son evidentes, pues fue Hobbes el primero en definir la libertad – en la segunda parte del Leviatán – como absentia impedimentorum[8]. En su faceta utilitaria, esta visión de la libertad aparece con matices épicos en la imagen del self-made- man, el hombre que edificó su propio proyecto personal en solitario, sin deberle nada a nadie; de hecho, en tanto la vida económica es entendida como esencialmente competitiva, el otro es un rival, o un sujeto de interés que accede a colaborar conmigo – concertando alguna transacción mutuamente ventajosa, o formando una empresa - porque a través de ello obtiene algún tipo de ventaja.personal. En el individualismo terapéutico la conquista del yo o la “adultez” implica la ruptura de los lazos con los demás (y, en términos prácticos, la suscripción implícita del subjetivismo): con la retórica clásica de los libros de autoayuda Gail Sheehy afirma que “no podrás llevarte todo contigo cuando inicies el viaje de la madurez. Te estás trasladando. Te estás alejando de laspretensiones institucionales y de las actividades de otra gente. Te estás apartando de las evaluaciones y los premios externos en busca de una validación interior. Estás saliendo de los roles y trasladándote al yo. Si yo pudiera darles a todos un regalo para iniciar este viaje, les regalaría una tienda de campaña. Para la experimentación. Les regalaría raíces portátiles”[9].
Los lazos sociales y la raigambre comunitaria son concebidos entonces por las dos alas del individualismo como ostáculos o como determinaciones que en el mejor de los casos pueden ser utilizados instrumentalmente, a la manera del yo. Esta configuración individualista alcanza tambien a las asociaciones humanas. De acuerdo al análisis de Bellah y sus compañeros de investigación, en las sociedades modernas el individuo no suele integrarse a comunidades – grupos sociales en donde el vínculo entre los miembros remite a una historia compartida o la pertenencia a un propósito común de vida – sino tiende a formar lo que llaman énclaves de estilo de vida. Se trata de asociaciones que tienen que ver con el ámbito de la vida privada, con "el ocio y el consumo y por lo general, no tienen conexión alguna con el mundo del trabajo, unen a personas que se asemejan social, cultural y económicamente, y uno de sus objetivos principales es disfrutar de la compañía de aquellos que comparten un mismo estilo de vida"[10]. Aunque suene paradójico, podemos hablar en este contexto de “asociaciones individualistas”, pues lo que el individuo busca en tales grupos es reunirse con otras personas que se asemejen a uno en las facetas mencionadas. Los clubes sociales – por poner un ejemplo - responden perfectamente a esta descripción.
Hasta aquí el panorama social puede resultar dramático: de hecho, los autores de Hábitos del corazón consideran que los temores de Tocqueville de una progresiva “pérdida de lo político” en la sociedad norteamericana se han convertido en una preocupante realidad. No obstante, Bellah y su gente creen haber encontrado en el discurso de muchos de sus entrevistados los rezagos de un “segundo lenguaje” de valoración, en donde los compromisos colectivos tienen un lugar fundamental. Allí creen es posible recomendar la presencia de las tradiciones bíblica y republicana, que reaparece en la defensa de la cultura de derechos, la lucha por la preservación de las identidades culturales o religiosas de los inmigrantes. En el imaginario espiritual de estos sistemas de valores, figuras estadounidenses de nuestro siglo como Luther King o J. F.Kennedy ocupan un lugar importante. Lo que estos investigadores argumentan es que es posible repotenciar estos lenguajes de compromiso, logrando, por ejemplo, que algunos enclaves de estilo de vida puedan acoger progresivamente un “espíritu de comunidad” y que las comunidades locales que aún subsisten puedan reasumir un rol protagónico en la vida política norteamericana.
No obstante, la salida que proponen Bellah y sus compañeros no deja de tener un carácter contracultural; ellos mismos están convencidos de que el individualismo es inobjetablemente el lenguaje dominante entre sus compatriotas, un lenguaje que puede terminar devorando al lenguaje de las tradiciones si es que no tiene lugar una recuperación de este último, el libro mismo puede ser entendido como una defensa de estas tradiciones. Y si tomamos en cuenta los análisis de gente como Lipovetsky, Arendt o Habermas acerca de los efectos del individualismo y la disolución de lo “público” en el occidente moderno, el inquietante diagnóstico de Bellah dista mucho de ser una descripción de un problema local.
Si lo que estos estudiosos sociales afirman es cierto, entonces opera en nuestra cultura un vigoroso retiro de la comunidad – y de la esfera pública en general – hacia el ámbito privado, supuesto hogar de la genuina libertad. Aquí es donde el análisis empírico y la teoría social parecen coincidir plenamente. Según Bellah, las descripciones que muchos de los entrevistados hacen de sus valores en términos del individualismo se asemeja profundamente a las concepciones atomistas sobre el yo, la libertad y la justicia presentes en las teorías contractualistas y liberales de la sociedad[11]. Es la idea hobbesiana (y lockeana) del individuo como un sujeto egoísta, que busca sobrevivir y satisfacer sus necesidades sin la intromisión de los demás – pues los otros son concebidos como agresores potenciales – y que no encuentra otra forma de preservar su vida que suscribir el contrato social, un pacto de no agresión; las fronteras de la ley se encargarán de protegerlo de los demás. La búsqueda de la seguridad individual y el esclarecimiento del problema de la propiedad privada llevan al individuo a abandonar el estado natural y dar forma a la sociedad. Incluso el derecho a la propiedad se convierte – en Locke con toda claridad– en el paradigma de todos los derechos individuales: derecho a la disposición del propio cuerpo, al patrimonio personal y el derecho a la libre conciencia; el ser propietario se convierte en una especie de condición para la ciudadanía[12]. Toda consideración sobre la vita activa desaparece en la perspectiva del individualismo liberal Como asevera ácidamente el pensador norteamericano Benjamin Barber "al proponer al individuo solitario como ciudadano modelo, el liberalismo frustró las ideas de ciudadanía y comunidad y urdió un yo novelesco tan desentendido de la situación y del contexto que sólo era útil para desafiar a la idea misma de lo político"[13].
Como se sabe, para el ciudadano de las teorías del contrato el cuerpo político se encarga de garantizar la seguidad y libertad individuales, de modo que el individuo –una vez que estas garantías se hacen efectivas, queda libre de la política, pues el espacio de la libertad es fundamentalmente la esfera privada, un espacio delimitado por la ley y los derechos del individuo. Una vez suscrito el contrato y específicados los derechos fundamentales, el ciudadano podrá entregarse al diseño y realización de sus planes privados de vida. El tema de la vida buena se convierte en un asunto eminentemente individual, de modo que el ámbito público se restringe a la constitución de la estructura básica de la sociedad, a asuntos de justicia procedimental. Sobre esta liberación de lo político, Hannah Arendt afirmaba con razón que “…ha llegado a convertirse casi en un axioma, incluso en la teoría política, entender por libertad política no un fenómeno político, sino por el contrario, la serie más o menos amplia de actividades no políticas que son permitidas y garantizadas por el cuerpo político a sus miembros”[14] .
La imagen del contrato parece describir acertadamente las relaciones humanas en un mundo social marcado por la presencia del individualismo. Dado que el compromiso valorativo que el individuo contrae fundamentalmente es consigo mismo – con el propio progreso, con la realización del plan de vida, con el ejercicio de su libre arbitrio, etc. – entonces las relaciones con los otros son entendidas desde el esquema de la razón instrumental, como en el caso del individuo hobbesiano, que acepta el pacto social porque es útil para sus propios intereses. Para autores como el neoconservador Allan Bloom, la visión contractualista ha calado tan profundamente en la cultura moderna que no sólo ejerce un poderoso influjo en la teoría política liberal, sino que se ha convertido en el esquema conceptual desde el que suele mirarse otras formas de contacto humano, incluido el amor: “El aislamiento, la falta de contacto profundo con otros seres humanos, parece ser la enfermedad de nuestra época. Hay grandes industrias de psicoterapia que abordan nuestras dificultades “de relación “, otra insípida palabra seudocientífica cuya timidez ya constituye un obstáculo para los lazos sustanciales. Este modo de describir el contacto humano comienza con la precariedad de nuestros lazos, el supuesto de que naturalmente somos átomos que desean agruparse sin los inconvenientes que ello representa, una situación que a lo sumo permitiría las relaciones contractuales. Este término abstracto pone la ciudadanía, la familia, el amor y la amistad bajo la misma improvisada tienda y los abstrae de la diversidad de sus fundamentos y exigencias”[15] .
NOTAS.-
[1] De hecho, la expresión que da título al libro, “los hábitos del corazón”, alude a un término que utiliza Tocqueville en La democracia en América para hablar de las constumbres que definen el carácter del ciudadano norteamericano. Bellah y su equipo apelan una y otra vez a nociones claramente neoaristotélicas como “prácticas”, “tradiciones” y “sentido del curso de la vida” (la idea de una narrativa vital) para hacer un contraste con las ideologías individualistas. Estas categorías corresponden a las desarrolladas por MacIntyre en los capítulos 14 y 15 de Tras la virtud; ello no es del todo sorprendente si tomamos en cuenta que el mismo MacIntyre participó en algunas de las sesiones de discusión del equipo de investigadores. Cfr. Bellah, Robert y otros Hábitos del corazón Madrid, Alianza 1989 p. 16; véase los desarrollos del capítulo 2, titulado “Cultura y carácter”. Consúltese asimismo de los mismos autores, The Good Society Vintage Books, New York, 1992.
[2] Bellah, Robert y otros Hábitos del corazón op.cit..p. 334.
[3] Citado en Bellah, Robert y otros op.cit. Loc.cit. (Las cursivas son mías).
[4] Sobre este tema nos ocuoparemos con especial atención más adelante.
[5]Cfr. Lipovetsky, Gilles La era del vacío Barcelona, Anagrama 1987.
[6] Sobre esto consúltese MacIntyre, Alasdair Tras la virtud op.cit. el capítulo 3, la figura del “terapéuta”; Bellah, Robert y otros Hábitos del corazón op.cit..pp 75-76.
[7] Berlin, Isaiah “Dos conceptos de libertad” en: Cuatro ensayos sobre la libertad Madrid, Alianza Editorial 1984 pp. 187-243..
[8] Hobbes, Thomas Leviatán op.cit. p. 106.
[9] Sheehy, Gail Passages: Predictable Crises of Adult Life New York, Bantam Books 1977 p. 364 citado por Bellah, Robert y otros Hábitos del corazón op.cit..p 112, las cursivas son mías ( podemos encontrar la misma cita en los textos de Taylor; Taylor, Charles Fuentes del yo op.cit. p. 529; Idem, La ética de la autenticidad op.cit p. 77).
[10] Bellah, R. y otros, Hábitos del corazón op.cit. p.105.
[11] Ibid., p. 112-3.
[12] Locke, John Segundo tratado sobre el gobierno civil Madrid, Alianza Editorial 1990. Ver especialmente los capítulos 5-8. Pepi Patrón ha desarrollado una interesante reflexión sobre la correlación contemporánea de propiedad y ciudadanía, vinculación que es obviamente heredera de Locke. Cfr. Patrón, Pepi "Mercados abiertos e identidad cultural " en: Chamberlain, Francisco (Ed.) Neoliberalismo y desarrollo humano Lima, CEP 1997 pp.137-146.
[13] Véase Barber, Benjamin "La democracia liberal y los costos del consenso" en: Rosenblum, Nancy (Editora) El liberalismo y la vida moral Buenos Aires, Nueva Visión 1993. ; p. 63.
[14] Arendt, Hannah Sobre la revolución Madrid Alianza Universidad 1988 p.30. Para una crítica de la historia del concepto de libertad política desde los griegos hasta las sociedades liberales ver Patrón, Pepi “Libertad y Política” en: Areté vol. I N° 2 1989;pp. 407-414.
[15] Bloom, Allan Amor y amistad op.cit. p. 12.
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