Recientes debates sobre ética, teología conservadora y metafísica dentro de este blog - en el espacio de los comentarios - me animan a publicar este texto. Se trata de los pasajes finales de un artículo mío sobre el relativismo (titulado Otro fantasma recorre Europa) publicado en mi libro Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007), en donde aclaro mi punto sobre la cuestión ética frente a las pretensiones del integrismo. Es en este sentido, una continuación de la entrada En torno al mito del "relativismo".
HACIA UNA ÉTICA DE LA AUTODETERMINACIÓN
Es en este punto que se pone de manifiesto la estrechez de miras en la que frecuentemente incurre el enfoque conservador cuando somete a crítica el pluralismo ético – político, presente en la cultura moderna, y lo confunde sin más con el esquemático “relativismo”. Se entiende por “pluralismo” – citando a uno de sus intérpretes más agudos, John Gray - el reconocimiento de que existen “muchas diferentes maneras de florecimiento humano” y que “a pesar de ello, pueden haber buenas razones para preferir unos bienes inconmensurables a otros”[1]. La idea es que no existe un único modo de ‘llevar una vida racional’ o ‘llena de significado’; esto es algo que pueden reconocer las culturas que entran en contacto y en debate, pero también se trata de algo que puede percibir un mismo individuo que constata que, en determinadas circunstancias, diferentes demandas éticas que encuentra razonables e intrínsecamente valiosas pueden chocar entre sí. Ninguna de estas experiencias nos lleva por ella misma a concluir que “todo valga lo mismo”. Un juicio como ése desconocería la complejidad de la diversidad de valores que plantea la vivencia de los conflictos éticos. Esta complejidad nos invita al ejercicio racional del diálogo y del discernimiento libre, no nos empuja a la autocomplacencia de la ausencia del pensar. La experiencia de los conflictos nos lleva a sopesar y a discutir el valor de las distintas opciones para emitir un juicio y tomar decisiones. Podemos encontrar argumentos sensatos que orienten nuestra deliberación, pero ello no implica en absoluto la existencia de una única fuente de valor que facilite nuestra elección o de un recetario moral que nos ofrezca respuestas que nos liberen de conflictos o situaciones dilemáticas. Tenemos que razonar y elegir.
“El bien humano se manifiesta en modos de vida rivales. Este
argumento ya no es sólo un planteamiento de la filosofía moral. Es un hecho de
la vida ética. En la actualidad sabemos que los seres humanos florecen de
maneras conflictivas y lo sabemos no desde el punto de vista poco comprometido
de un observador ideal sino a partir de la experiencia corriente. A medida que
las migraciones y las comunicaciones han mezclado modos de vida que estaban
separados y claramente diferenciados, la contienda de valores se ha ido
convirtiendo en nuestro estado natural. El pluralismo es nuestro destino
histórico”[2].
No puedo dejar de pensar que detrás de la problemática del relativismo podemos identificar una cuestión filosófica y política vinculada a la valoración de la libertad individual en los tiempos modernos. Considero que tras esta obsesión conservadora por la intelección de la inmutable verdad puede vislumbrarse el viejo miedo a la libertad. Sea concebida como autonomía o como autodeterminación (lo que los griegos denominaban autarkéia[3]), la libertad implica el ejercicio de la capacidad de elegir por uno mismo los valores o fines de la vida que habrían de orientarnos en el espacio y en el tiempo de las relaciones humanas. Lo que puede mortificar a determinados sectores restauradores es el hecho que nuestra época – en una medida importante secularizada y liberal - presuponga que en materia de la dirección del curso de la vida estemos “condenados a ser libres” y que ya no sea evidente, para muchos de nuestros contemporáneos, que la fuente de los bienes humanos provenga de una matriz objetiva y absoluta, invulnerable a toda objeción o cuestionamiento, trátese de la estructura inmutable del “orden natural”, de la arquitectónica de la razón pura práctica o de la legalidad interna de la historia.
La comprensión de la libertad como la capacidad de elegir por sí mismo el sentido del curso de la propia vida abre un espacio de sano escepticismo respecto de la condición de ‘instituciones tutelares’ que han detentado por siglos los Estados, los partidos políticos y las organizaciones religiosas como supremos “administradores de la verdad” sobre las cuestiones últimas que inquietan a los seres humanos. Estas instituciones vigilaban celosamente los preceptos de la ética verdadera, y en ocasiones usaban su poder para lograr que los individuos retomen el único camino que los conduciría hacia su felicidad. Frente a este programa, la libertad individual constituye un peligroso escollo. Isaiah Berlin lo ha expresado de manera convincente en los siguientes términos:
“Puesto que yo conozco el único camino verdadero para solucionar
definitivamente los problemas de la sociedad, sé en qué dirección debo guiar la
caravana humana; y puesto que usted ignora lo que yo sé, no se le puede permitir
que tenga libertad de elección ni aun de un ámbito mínimo, si es que se quiere
lograr el objetivo. Usted afirma que cierta política determinada le haría más
feliz o más libre o le dará más espacio para respirar; pero yo sé que está usted
equivocado, sé lo que necesita usted, lo que necesitan todos los
hombres”[4].
Aquí bien puede residir el núcleo del problema ético – político que acabo de mencionar: la libertad del individuo (entendida como hemos reseñado) colisiona con la ‘verdadera felicidad’ (concebida con arreglo a su naturaleza esencial). Incluso los seguidores de esta posición aseguran que la “auténtica libertad” consiste realmente en desear lograr esa y sólo esa felicidad, que es la ‘verdadera’, en tanto logro de la perfección humana; anhelar la consecución de otro télos implicaría ir en contra de la “naturaleza”. Y casualmente las ‘instituciones tutelares’ pretenden ser las depositarias del saber acerca de este orden cosmológico (que supuestamente determina la dirección de la ética). En esta perspectiva, la autonomía (y acaso la autarchéia) constituiría una perversión de aquello que estipula la agencia humana de acuerdo con su estructura más profunda: parafraseando a Mustafá Mond – el “supremo interventor” de Un mundo feliz de Huxley – ella permitiría garantizar exclusivamente la “libertad para ser un ineficiente y un desgraciado. (La) libertad par ser una clavija redonda en un agujero cuadrado"[5].
Como puede apreciarse, el tradicionalismo metafísico suele asumir una perspectiva paternalista y autoritaria: sus suscriptores consideran que deben guiar al hombre – aún en contra de su voluntad – hacia el logro de la felicidad, cuya “esencia” con frecuencia éste desconoce: en determinadas circunstancias, el uso del poder político o la apelación a la fuerza pueden encontrar una ‘justificación’ para no dejar caer al ser humano en el pavoroso abismo del Mal. El ejercicio de la libertad individual – tantas veces caricaturizada bajo el burdo rótulo de “libertinaje” – puede empujarnos hacia el ‘error’, o hacia la admisión de ciertas creencias o actitudes “inadecuadas” que podrían conducirnos a la “corrupción” de nuestras mentes (de acuerdo con un supuesto principio moral denominado “ley del plano inclinado”). Desde aquella perspectiva, las personas son consideradas seres en permanente minoría de edad, destinatarios de la Ley Moral, pero nunca sujetos prácticos en capacidad de participar en el proceso deliberativo que le da forma o la cuestiona. Es importante resaltar que esta actitud de inspiración fundamentalista contrasta con el principio cristiano – reconocido más tarde por el propio Tomás de Aquino – de la libertad de conciencia como referente último de la moral (precedente inmediato del concepto moderno de libertad)[6]. El mismo argumento es esgrimido por el entonces joven teólogo alemán Joseph Ratzinger, quien lo expresa con singular agudeza en los términos siguientes:
“En esta determinación del individuo, que encuentra en la
conciencia la instancia suprema y última, libre en último término frente a las
pretensiones de cualquier comunidad externa, incluida la iglesia oficial, se
halla a la vez el antídoto de cualquier totalitarismo en ciernes, y la verdadera
obediencia eclesial se zafa de cualquier tentación totalitaria que no podría
aceptar, enfrentada con su voluntad de poder, esa clase de vinculación
última.”[7]
Lúcidas palabras, sin duda, y dignas de ser citadas: ninguna institución puede legítimamente pretender minar las bases y el ejercicio de la autodeterminación del individuo. Pero no olvidemos el punto central del conflicto que reseñábamos hace un momento, la tensión entre la libertad individual frente a la doctrina de un ordo inmutable de las cosas, que rige sobre todas las clases de entes. El problema radica en que, como es evidente, el desarrollo de una actitud crítica frente a ese concepto integrista de “orden natural” es contemplado con sospecha; básicamente, como un síntoma de la "perversión moral" mencionada (incluso expresada en términos de pecado). El recurso a esta antropología metafísica puede tornarse dogmático si no se toma en serio el debate con otras interpretaciones acerca de la condición humana (por ejemplo, concepciones filosóficas más tenues que describen al hombre como proyecto o como un animal dúctil que se hace a sí mismo en el tejido histórico de sus relaciones y contextos). Sin esa clase de radical apertura al diálogo y al autoexamen, el deslizamiento hacia puntos de vista fundamentalistas se avizora con facilidad. Quien discrepa abiertamente con esta posición – convertida en pensamiento único - es señalado sin pudor alguno como relativista.
Hemos discutido en este ensayo las confusiones teóricas – y los mecanismos retóricos e ideológicos manipulatorios – que esta acusación entraña. A los argumentos que hemos bosquejado añadimos una nueva intuición: que el recurso al estigma de relativismo encubre las dificultades conceptuales y actitudinales que ciertas posiciones integristas experimentan frente al fenómeno de la vindicación de las libertades individuales en la modernidad. Con todo, es preciso recordar que el integrismo es fundamentalmente un credo defensivo: el derecho de las personas al diseño de sus proyectos de vida no puede anatemizarse sin más. La apelación a una concepción metafísica de la naturaleza – y en el plano formal, el uso del lenguaje propio de la escolástica - constituye un recurso que exige una justificación filosófica estricta, dado que su plausibilidad no resulta en absoluto evidente; existen buenas razones para dudar, por ejemplo, de que pueda enfrentar con éxito al citado problema escéptico (acaso prefigurado por Protágoras) del criterio de verdad. La disyunción entre el esencialismo y el relativismo se ha manifestado, pues, como un falso dilema, particularmente cargado de intenciones ideológicas, básicamente punitivas. De lo que se trata – en conclusión – es de afrontar abiertamente la discusión pública sobre el sentido de la ética y el carácter de la racionalidad práctica sin evocar caricaturas grotescas o innecesarios recursos a la autoridad, y de reflexionar sin restricciones – particularmente en lo político - acerca de los conflictos prácticos entre libertad y pertenencia.
[1] Gray es discípulo de Isaiah Berlin, el más importante cultor del pluralismo liberal. Gray, John Las dos caras del liberalismo Barcelona, Paidós 2001 p. 16 (las cursivas son mías).
[2] Ibid., p. 47. Evidentemente, Gray está usando las expresiones “estado natural” y “destino histórico” en un sentido liberal e historicista, no esencialista.
[3] Quizá con mayor propiedad, “autogobierno”.
[4] Berlin, Isaiah “La persecución del ideal” en: El fuste torcido de la humanidad Barcelona, Península 1998 pp. 33 – 34.
[5] Huxley, Aldous Un mundo feliz Barcelona, Plaza & Janés 1969 p. 52 (las cursivas son mías).
[6] En muchos sentidos, la reciente conferencia de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona explora las consecuencias teórico - políticas de esta perspectiva teológica de tan larga data e importancia.
[7] J. Ratsinger, citado por H. Küng, en Küng, Hans Libertad conquistada, Madrid, Trotta 2004 p. 568.
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