Gonzalo Gamio Gehri
Uno de los grandes desafíos de la
democracia consiste en mostrar que ella es un instrumento eficaz para lograr la
inclusión y el desarrollo. Con frecuencia, el imaginario autoritario asocia la
labor de los regímenes autocráticos con la disposición de los caudillos a
llegar a diferentes regiones del país – lugares generalmente desdeñados por los
políticos tradicionales – para realizar obras de infraestructura y dispensar
beneficios materiales entre la población. Con frecuencia, estas acciones son
bien recibidas por un sector importante de los habitantes de la localidad. Sin
duda, estas actitudes están vinculadas a la práctica de políticas clientelistas.
Sin embargo, debe quebrarse - en el terreno de la práctica - el mito de que las
políticas democráticas son compatibles con el desamparo de las comunidades más
alejadas del país.
La democracia tiene una dimensión
social, consistente en el diseño, la discusión y la ejecución de políticas
públicas que permitan promover una ciudadanía
efectiva, a saber, que todos los miembros de la sociedad – en especial la
población más vulnerable – pueda acceder al ejercicio de sus derechos
fundamentales, incluyendo aquellos que entrañan el logro de bienestar, salud y
seguridad. Hace poco tiempo, el economista Javier Iguíñiz señaló que uno de los problemas cruciales que
nos toca enfrentar como sociedad es el de luchar para garantizar para todas las
personas es el derecho a la vida, el derecho a no morir de hambre, y a contar con atención
médica; en suma, el derecho a no estar expuesto a una muerte prematura. La
pobreza se revela como una absoluta situación de indefensión como carencia real
de derechos y de libertades básicas.
Constituye un profundo error
identificar el desarrollo con el mero ‘crecimiento económico’, vale decir, el
exclusivo incremento del PBI per capita.
Este indicador no da razón acerca de cómo se distribuye el ingreso, no precisa
cuán grande es la brecha entre los que más tienen y los que tienen menos, entre
otras cuestiones elementales de justicia social. El compromiso con el derecho a
la vida implica la necesidad de establecer los mecanismos institucionales y las
políticas que posibiliten que el bienestar llegue a todos, dando prioridad al
sector más vulnerable de la sociedad. La inclusión socioeconómica y política
que se pretende alcanzar plantea promover un principio de igualdad de
oportunidades que permita que las circunstancias vinculadas al nacimiento, la
crianza o la clase social no sean criterios decisivos para el logro de una vida
plena para las personas.
Necesitamos concebir el desarrollo de una
manera más amplia, o más precisamente,
multidimensional. Hace décadas que Amartya K. Sen y Martha C. Nussbaum
han construido un enfoque de desarrollo humano articulado no desde lo que las
personas ‘tienen’, sino el tipo de actividades que pueden realizar con lo que
tienen, así como la clase de vida que pueden elegir llevar con sus semejantes.
Este enfoque interdisciplinario está basado en las diversas capacidades que las personas pueden
adquirir y ejercer en el curso de sus vidas con el apoyo de las instituciones
sociales y políticas[1].
Estas capacidades sólo pueden cultivarse en la medida en que existan
condiciones sociales para ello, oportunidades que un sistema legal y político
propicio podría justificar y promover en diferentes espacios de la vida social.
En la versión que Martha Nussbaum
elabora de este enfoque, se propone una lista de diez capacidades que
constituyen áreas básicas del funcionamiento humano: Vida; salud física; integridad física; sensibilidad, imaginación,
pensamiento; afiliación; emociones; razón práctica / agencia; vínculo con las otras
especies; ocio y juego; control sobre el entorno (económico y político). Se trata de una lista que ha sido
confeccionada a partir de un riguroso diálogo intercultural e
interdisciplinario, que establece que estas capacidades son componentes de una
vida plena. El Estado democrático - liberal ha de constituir el trasfondo
público que promueva la adquisición y el ejercicio libre de estas disposiciones
distintivamente humanas. Nuestras instituciones sociales y políticas podrán ser
entendidas como justas en la medida
en que propicie el cuidado de estas capacidades centrales[2].
De tal manera que el desarrollo humano no consiste exclusivamente en la
asignación de bienes y recursos, sino en la promoción de capacidades. Se trata
de propiciar contextos en los que las personas elijan conscientemente el modo de
llevar a la práctica estas capacidades (lo que propiamente es descrito por
Amartya Sen como “funcionamientos”). Un régimen político fundado en el sistema
de derechos impulsa capacidades, no funcionamientos, dado que deja espacio al
discernimiento y la decisión de los agentes acerca de cómo realizar sus
capacidades. El desarrollo es concebido en esta clave de reflexión en términos
de ampliación de libertades sustanciales.
La estructura de la democracia
liberal converge estrictamente con el enfoque de capacidades. Este enfoque está
conectado éticamente con la perspectiva de los derechos. Por principio, si X es una capacidad sustancial, entonces
las personas deberíamos tener derecho a realizar X. El reto social y político estriba precisamente en darle concreción
a este principio. En la lista de Nussbaum, la vigencia cabal de la democracia
implica la defensa del acceso universal a todas las capacidades. En el ámbito
propiamente político, la democracia como forma de vida – como héxis, es decir, como “hábito” – está
comprometida con el cultivo de la afiliación, la razón práctica y el control
sobre el entorno. Un sistema público basado en el autogobierno ciudadano y en
los derechos fundamentales requiere personas dispuestas a asociarse con otros
para generar organizaciones vertebradas a la luz de propósitos comunes, así
como personas que deliberan juntas para elegir cursos de acción compartida que
les permitan hacerse cargo de su destino[3].
En este horizonte de pensamiento
y de práctica, el acceso a los servicios de salud y educación de calidad
resulta fundamental. Una vida orientada por la libertad requiere de la
satisfacción de la vida, la salud y la integridad física, así como el cuidado
de las disposiciones de orden cognitivo. Si el contar con un tratamiento médico
eficaz y una formación ética e intelectual de calidad requiere de tener dinero,
entonces el proyecto de edificar una comunidad de ciudadanos está condenado al
fracaso. Como Michael J. Sandel ha señalado con agudeza, la escuela pública
tiene que convertirse en un espacio de encuentro dialógico de niños y jóvenes
de diversos orígenes y culturas, de modo que descubran en los procesos de
aprendizaje los múltiples aspectos de una identidad política común y deliberar
sobre sus fuentes y metas para la existencia de las instituciones[4]. Sin esa identidad colectiva
y plural, difícilmente podremos cimentar una vida pública inclusiva.
NOTA: Esta es la primera sección de un escrito más largo - aparecido en el último Número de Páginas - , que iré publicando aquí.
[1] Cfr. Sen, Amartya Desarrollo
y libertad Buenos Aires, Planeta 2000; Nussbaum, Martha C. Crear
capacidades. Barcelona, Paidós 2012.
[2]
Consultar en este punto Nussbaum, Martha C. Fronteras de la justicia. Barcelona,
Paidós 2007 capítulo V.
[3] He
discutido el concepto de ciudadanía en Gamio, Gonzalo “El cultivo de las
Humanidades y la construcción de ciudadanía” en Miscelánea Comillas. Revista
de Ciencias Humanas y Sociales Vol. 66 (2008) Nº 29 pp. 237 – 54.
[4] Consúltese Sandel, Michael
J. Justicia ¿Hacemos lo que debemos? Barcelona, Debolsillo 2013 capítulo
4.
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