Gonzalo Gamio Gehri
Expondré aquí una reflexión que suelo presentar en clase. En tiempos de
campaña electoral, la apelación “al Pueblo” – con mayúsculas – es moneda común.
Los candidatos se conciben como preclaros intérpretes de sus intereses, sus
necesidades, sus simpatías. Creen saber si a la gente realmente le interesa o no la hoja de vida de los
postulantes, si la gente valora o no si son transparentes en torno a la obtención de sus grados académicos,
o toma en cuenta su trayectoria política, o considera significativas sus convicciones en torno a la institucionalidad y
los temas de derechos humanos.
Con frecuencia se
asume que el Pueblo tiene una (única) voz. Esa voz ‘tendría que ser’
incuestionable, casi infalible (¿?). Vox
Populi, Vox Dei, reza el conocido refrán latino. Esa presuposición lesiona
gravemente la democracia como idea y como forma de vida política.
Efectivamente, la política democrática se sostiene en la pluralidad de voces
que se expresan en argumentos y concepciones de lo que es correcto y compatible
con el bien común, voces que se encuentran y se contrastan en los espacios
públicos. No es el Pueblo el protagonista del régimen democrático, sino los ciudadanos, agentes que pueden exponer sus juicios en el espacio común, elegir
autoridades y ser elegidos como tales,
arribar a consensos políticos o expresar disensos a través de los canales que
señala la ley. Es por esto que la democracia no se funda solamente en las
decisiones de las mayorías, sino también en la observancia de los
procedimientos públicos, el seguimiento de la Constitución y las leyes, el respeto de
los derechos de las minorías.
La comprensión del Populus en términos de unanimidad
conduce a la disolución de la diversidad constitutiva de lo político (y de lo humano);
el obvio riesgo es la tendencia al totalitarismo. El joven Hegel cuestionó
acertadamente la idea de Rousseau de la “voluntad general” y su conexión con el
surgimiento del Terror jacobino. Nada más lejano al espíritu democrático que el
rechazo de las “voluntades particulares” y la persecución de quienes piensan de
otro modo. Es preciso añadir que la apelación al Pueblo no ha sido extraña al
proceder de numerosos tiranos y dictadores: todos ellos se han considerado
portavoces de las mayorías. Si la “voz del pueblo” es la “voz de Dios”,
entonces ellos son – pretenden ser – sus sumos sacerdotes. Todos ellos han
dicho alguna vez “El Pueblo soy yo”.
A todo esto hay que
añadir que todos los tiranos han sido en su momento “populares”; todos han
llegado al poder en "olor de multitud", entre los aplausos de numerosos seguidores. Algunos pueden seguir siéndolo incluso después de perder el “trono” o de perder la
libertad gracias a la sentencia de un tribunal independiente.La "añoranza del dictador" es un sentimiento que no es extraño en esta región; no faltan los individuos que asocian la concentración del poder con la posibilidad de eficacia y orden (la tesis de Ancton que advierte sobre la dimensión corruptora del poder absoluto no los moviliza a cuestionar sus convicciones ingenuas frente al talante autocrático de los presuntos “guías y líderes natos”) Los regímenes autoritarios
sólo pueden afirmarse con la complicidad de personas que renuncian gustosamente al ejercicio de sus libertades políticas, una tesis que se ha
formulado en siglos diferentes por Etienne de La Boetie y Alexis de Tocqueville.
Para decirlo en registro hegeliano, nunca hay señor sin siervo. Esta apelación
a la Vox Populi alimenta nuestra “tradición
autoritaria”. La precariedad de nuestras instituciones propicia tales actitudes
y afecciones ‘(anti) políticas’.
Pensar la
democracia desde sus raíces implica identificar y someter a una crítica severa
estos modos de pensar y de actuar proclives al autoritarismo que a menudo se
convierten en una suerte de nefasto “sentido común” que debilita cualquier
sentido nítido de ciudadanía. No existe forma de vida democrática sin debate cívico, sin procedimientos arraigados en el Estado de derecho, y espacios dialógicos plurales.
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