Gonzalo
Gamio Gehri
Acabo de volver a ver My name is Khan, un filme que significa
mucho para mí por muchas razones diferentes. La película tiene la virtud de
presentar de una manera lúcida y conmovedora la situación de violencia y
discriminación en los Estados Unidos y otros lugares después de los atentados
terroristas del 11 de septiembre. Rizvan Khan ha perdido a su hijastro –
asesinado por ser identificado como un musulmán – y ha hecho la promesa de
presentarse ante el Presidente para decirle que no es un terrorista. Su promesa
simboliza la lucha de muchos musulmanes honestos, residentes en los Estados
Unidos y en otras naciones occidentales, que se niegan a ser estigmatizados
como violentos o integristas y que reivindican al Islam como un credo basado en
la compasión y la solidaridad.
Khan es un hombre que padece una
forma de autismo, pero eso no le impide conducirse sabiamente – con la palabra
y con la acción – denunciando el poder destructor del odio y la intolerancia.
Muestra claramente que el silencio y la incomprensión dañan severamente las
relaciones humanas. El amor que puede entregar – en Georgia con las víctimas de
los vientos huracanados, y en diversos lugares – hace la diferencia. La
película destaca el hecho según el cual lo humano – la capacidad de amar y de
dañar, de pensar, de expresarse y establecer conexiones significativas con los
seres vivos – trasciende los orígenes culturales, las filiaciones y los papeles
que las personas cumplen en diferentes espacios. Y que es lo humano mismo lo
que es preciso buscar cuando se trata de comunicarse con las personas.
Cultivar lo humano a la vez que celebrar la diversidad. Esa es la idea que plantea la obra. Una fórmula para intentar combatir el odio cultural y religioso. Un alegato en favor de la solidaridad interhumana. No cabe ninguna duda.
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