Gonzalo Gamio Gehri
La pretensión de fundamentar de modo apodíctico el Estado y los derechos universales proviene de la llamada “filosofía civil” del siglo XVII, a través de la obra de Hobbes y Locke y tiene su origen en la proyección del paradigma epistemológico de la física matemática galileana al terreno de la teoría social. Así como el giro matemático de la ciencia física había proporcionado a la investigación natural una base teórica que posibilitaba al hombre moderno el “descubrimiento” de la legalidad del 'orden natural', la intervención tecnológica y el control instrumental sobre la naturaleza, las ciencias de la praxis habrían de reproducir el esquema intuitivo – deductivo para obtener similares resultados respecto de los asuntos humanos. Así como Galileo había logrado acceder a un discurso universal y necesario sobre los fenómenos naturales distinguiendo en sus consideraciones sobre los objetos aquellos datos provenientes de la sensibilidad y de los horizontes de interpretación de la experiencia – “cualidades secundarias”- de aquellos atributos de las cosas captados como inmutables a través de la exclusiva inspección de la razón, la filosofía civil debía abstraer de su investigación toda dimensión cualitativa y contingente para asegurar de esta manera la objetividad de su reflexión. La validez de una teoría científica ya no dependía de la conformidad con un universo de Formas al modo de los griegos, sino de la autotransparencia de los procedimientos de la mente[1].
Con este decisivo giro conceptual, el hombre moderno busca dar forma a un lenguaje neutral que pueda dar cuenta de una perspectiva objetiva acerca de las cosas. Desde la perspectiva racionalista, la ciencia constituye una concepción verdadera acerca de lo real porque no encarna un punto de vista en particular, sino un punto de vista absolutamente ahistórico e impersonal, o como diría Thomas Nagel, una visión desde ningún lugar. El horizonte epistemológico de los principios de la ciencia se identifica con la perspectiva del ojo de Dios o de la estructura medular de la razón misma, siendo el punto de partida de cualquier cadena deductiva consistente. Si el método matemático de fundamentación racional había hecho posble el acceso al conocimiento de las leyes inmutables de la naturaleza, bien podría hacer lo mismo con la vida del hombre.
Los teóricos sociales del siglo XVII tenían poderosos motivos – además de su común entusiasmo por la nueva ciencia natural - para abrigar tales esperanzas y buscar normas neutrales y objetivas que regulen el comportamiento social. Vivían en tiempos de las guerras de religión, en una época en que por cuestiones de doctrina y tradición los hombres no dudaban en utilizar la violencia para resolver – o disolver – sus discrepancias teológicas y morales. La anarquía y el caos amenazaban sin cesar la vida de las naciones europeas. Postular principios que pudiesen garantizar la coexistencia pacífica de los miembros de la sociedad con independencia de sus creencias particulares bien podría ser la salida teórico – práctica a tales enfrentamientos, puesto que se trataría de principios que todos los seres racionales podrían reconocer como universalmente válidos para cualquier sociedad que pueda ser considerada “justa” y bien ordenada. La racionalidad de tales principios se funda justamente en que todo individuo – de hallarse en condiciones de imparcialidad – estaría en capacidad de reconstruir los procedimientos que los constituyen y por supuesto elegir los mismos principios de justicia como criterios fundamentales en materia de legislación y gobierno.
Esta es la imagen moral de la estructura de la sociedad como resultado de un acuerdo básico entre todos los individuos, como fruto de un contrato social, un experimento teórico que puede ser reproducido intelectualmente y que sirve como instancia crítica respecto de cualquier interacción social real en la esfera pública. Si seguimos la lógica de esta concepción, tenemos que es posible acceder a estos principios de justicia universales si es que asumimos un punto de vista imparcial, basado únicamente en la facultad humana de elegir racionalmente. La formulación condicional de esta frase no es casual. Una perspectiva semejante – análoga al de la objetividad científica – nos remite además a una situación idealmente igualitaria, pues todos los hombres tendríamos en común la condición de ser electores racionales. No obstante, uno podría preguntarse cómo sería posible acceder a este punto de vista imparcial.
En las teorías atomistas del derecho, la pretensión de neutralidad nos remite a un estado de cosas previo al contrato – el famoso estado natural de Hobbes y Locke y la posición original en el primer Rawls – que constituye el locus trascendental de nuestra elección de los principios de la justicia. Para poder situarse en una posición conceptual como esa, los agentes racionales deberán poner entre paréntesis todos aquellos elementos que podrían establecer diferencias entre ellos y los demás sujetos y que orientarían sus decisiones fuera de la imparcialidad: nuestras concepciones acerca de la vida buena, la conciencia de nuestra ubicación económica y social, incluso el conocimiento nuestros talentos, no deben ser considerados como criterios para nuestra elección de los principios. Hemos de cubrirnos con el velo de la ignorancia.
Una vez consumada esta operación de abstracción, uno se pregunta a partir de qué disposiciones los agentes – las partes del contrato – efectivamente eligen los principios. Es preciso investigar qué clase de motivaciones y móviles que son – para la posición contractualista – compatibles con la imparcialidad y la neutralidad valorativa. Una vez que las visiones del bien, la pertenencia, los talentos y el status han sido dejados de lado como base de la elección, sólo nos queda la capacidad racional de decidir en conformidad con el interés propio. De Hobbes en adelante el egoísmo y la búsqueda de la autopreservación constituyen los móviles que llevan a los individuos a buscar establecer reglas claras que hagan posible la convivencia social. Las partes no buscan dar forma a un corpus legal que les permita vivir en comunidad, sino más bien tienen la esperanza de que dichos preceptos logren proteger su espacio privado de la interferencia de los demás, dado que conciben a los otros como agresores potenciales.
En todos sus desarrollos puntuales, las posiciones contractualistas han considerado el reconocimiento de la igualdad de derechos para todos los individuos como el primero y el más importante de los principios de la justicia (Rawls añade un segundo principio – el principio de diferencia – de donde se desprenden preceptos de asistencia social e imperativos de solidaridad que son de gran interés). Desde el punto de vista que venimos comentando, la búsqueda del interés individual puede gestar el sistema de derechos tal y como lo conocemos y con ello sentar las bases de una sociedad bien ordenada, guardiana celosa de la autonomía de sus miembros. Se trata aquí de derechos que han sido postulados a partir de representaciones imparciales, es por eso que son denominados derechos naturales, dado que han sido determinados (y pueden ser invocados) en virtud del uso exclusivo de la luz natural de la razón.
Con este decisivo giro conceptual, el hombre moderno busca dar forma a un lenguaje neutral que pueda dar cuenta de una perspectiva objetiva acerca de las cosas. Desde la perspectiva racionalista, la ciencia constituye una concepción verdadera acerca de lo real porque no encarna un punto de vista en particular, sino un punto de vista absolutamente ahistórico e impersonal, o como diría Thomas Nagel, una visión desde ningún lugar. El horizonte epistemológico de los principios de la ciencia se identifica con la perspectiva del ojo de Dios o de la estructura medular de la razón misma, siendo el punto de partida de cualquier cadena deductiva consistente. Si el método matemático de fundamentación racional había hecho posble el acceso al conocimiento de las leyes inmutables de la naturaleza, bien podría hacer lo mismo con la vida del hombre.
Los teóricos sociales del siglo XVII tenían poderosos motivos – además de su común entusiasmo por la nueva ciencia natural - para abrigar tales esperanzas y buscar normas neutrales y objetivas que regulen el comportamiento social. Vivían en tiempos de las guerras de religión, en una época en que por cuestiones de doctrina y tradición los hombres no dudaban en utilizar la violencia para resolver – o disolver – sus discrepancias teológicas y morales. La anarquía y el caos amenazaban sin cesar la vida de las naciones europeas. Postular principios que pudiesen garantizar la coexistencia pacífica de los miembros de la sociedad con independencia de sus creencias particulares bien podría ser la salida teórico – práctica a tales enfrentamientos, puesto que se trataría de principios que todos los seres racionales podrían reconocer como universalmente válidos para cualquier sociedad que pueda ser considerada “justa” y bien ordenada. La racionalidad de tales principios se funda justamente en que todo individuo – de hallarse en condiciones de imparcialidad – estaría en capacidad de reconstruir los procedimientos que los constituyen y por supuesto elegir los mismos principios de justicia como criterios fundamentales en materia de legislación y gobierno.
Esta es la imagen moral de la estructura de la sociedad como resultado de un acuerdo básico entre todos los individuos, como fruto de un contrato social, un experimento teórico que puede ser reproducido intelectualmente y que sirve como instancia crítica respecto de cualquier interacción social real en la esfera pública. Si seguimos la lógica de esta concepción, tenemos que es posible acceder a estos principios de justicia universales si es que asumimos un punto de vista imparcial, basado únicamente en la facultad humana de elegir racionalmente. La formulación condicional de esta frase no es casual. Una perspectiva semejante – análoga al de la objetividad científica – nos remite además a una situación idealmente igualitaria, pues todos los hombres tendríamos en común la condición de ser electores racionales. No obstante, uno podría preguntarse cómo sería posible acceder a este punto de vista imparcial.
En las teorías atomistas del derecho, la pretensión de neutralidad nos remite a un estado de cosas previo al contrato – el famoso estado natural de Hobbes y Locke y la posición original en el primer Rawls – que constituye el locus trascendental de nuestra elección de los principios de la justicia. Para poder situarse en una posición conceptual como esa, los agentes racionales deberán poner entre paréntesis todos aquellos elementos que podrían establecer diferencias entre ellos y los demás sujetos y que orientarían sus decisiones fuera de la imparcialidad: nuestras concepciones acerca de la vida buena, la conciencia de nuestra ubicación económica y social, incluso el conocimiento nuestros talentos, no deben ser considerados como criterios para nuestra elección de los principios. Hemos de cubrirnos con el velo de la ignorancia.
Una vez consumada esta operación de abstracción, uno se pregunta a partir de qué disposiciones los agentes – las partes del contrato – efectivamente eligen los principios. Es preciso investigar qué clase de motivaciones y móviles que son – para la posición contractualista – compatibles con la imparcialidad y la neutralidad valorativa. Una vez que las visiones del bien, la pertenencia, los talentos y el status han sido dejados de lado como base de la elección, sólo nos queda la capacidad racional de decidir en conformidad con el interés propio. De Hobbes en adelante el egoísmo y la búsqueda de la autopreservación constituyen los móviles que llevan a los individuos a buscar establecer reglas claras que hagan posible la convivencia social. Las partes no buscan dar forma a un corpus legal que les permita vivir en comunidad, sino más bien tienen la esperanza de que dichos preceptos logren proteger su espacio privado de la interferencia de los demás, dado que conciben a los otros como agresores potenciales.
En todos sus desarrollos puntuales, las posiciones contractualistas han considerado el reconocimiento de la igualdad de derechos para todos los individuos como el primero y el más importante de los principios de la justicia (Rawls añade un segundo principio – el principio de diferencia – de donde se desprenden preceptos de asistencia social e imperativos de solidaridad que son de gran interés). Desde el punto de vista que venimos comentando, la búsqueda del interés individual puede gestar el sistema de derechos tal y como lo conocemos y con ello sentar las bases de una sociedad bien ordenada, guardiana celosa de la autonomía de sus miembros. Se trata aquí de derechos que han sido postulados a partir de representaciones imparciales, es por eso que son denominados derechos naturales, dado que han sido determinados (y pueden ser invocados) en virtud del uso exclusivo de la luz natural de la razón.
Examinemos el concepto de agente racional que subyace al fundacionalismo. Hemos visto como los individuos han tenido que despojarse de sus determinaciones sustantivas para conseguir elevarse hacia el punto de vista imparcial. El precio de la objetividad ha sido, pues, el desarraigo, la ruptura con el mundo de vida al que pertenecemos. ¿Qué ha quedado del yo una vez que nos hemos cubierto con el velo de la ignorancia? Al prescindir de nuestras creencias particulares y determinaciones empíricas para elegir los principios de la justicia, nos hemos desentendido de los horizontes de significado con los que articulamos nuestras distinciones cualitativas y con los que constituimos nuestra propia identidad moral. Hemos condenado al agente racional a convertirse en una ficción conceptual: el sujeto práctico es ahora un yo sin atributos. El ser humano ya no parece requerir para su propia definición, tomar en cuenta sus roles sociales, sus proyectos de vida, sus lazos comunitarios, se ha convertido en un concepto puramente abstracto que carece de relevancia para la ética.
Pero sería erróneo pensar que esa imagen de un yo desarraigado y atomizado no posee una encarnación empírica. De hecho, esta imagen constituye el correlato teórico del agente social realmente existente en las sociedades individualistas. Se trata de un individuo que sólo reconoce compromisos con bienes individuales – a lo sumo convergentes – y que vuelca sus energías en la realización de sus planes de vida al interior de la esfera privada. Es desarraigado porque considera erróneamente que su propia identidad ha sido construida sin el concurso de sus lazos con los demás. Si esta impresión es correcta, el individuo atomizado no existiría solamente en las teorías lockeanas o kantianas del contrato sino que viviría cómodamente en las sociedades noratlánticas (y acaso en otras que viven bajo su influencia) en donde las ideologías del consumo se han convertido en sentido común y modo de vida ordinaria.
En el relato contractualista el móvil que lleva a los individuos a suscribir el contrato es la búsqueda de protección y el mero interés individual. Mis compromisos con la sociedad tienen sentido porque ésta, a partir de las fronteras del derecho ha creado un espacio de privacía y libertad para mí, un espacio inmune a la ingerencia de los otros. En una sociedad como la descrita por una teoría como esa los lazos con las instituciones y con el sistema de derechos son entendidos como puramente instrumentales, responden a la lógica de costos y beneficios, a la configuración de una libertad meramente individual, reacia al ejercicio de bienes compartidos. Compromisos sustantivos con alguna forma de actividad política y una historia comunitaria no tienen lugar aquí, por lo menos desde una concepción atomista de los derechos. Podríamos preguntarnos, sin lugar a dudas, si se trata de una lectura realista de los vínculos sociales.
Pero sería erróneo pensar que esa imagen de un yo desarraigado y atomizado no posee una encarnación empírica. De hecho, esta imagen constituye el correlato teórico del agente social realmente existente en las sociedades individualistas. Se trata de un individuo que sólo reconoce compromisos con bienes individuales – a lo sumo convergentes – y que vuelca sus energías en la realización de sus planes de vida al interior de la esfera privada. Es desarraigado porque considera erróneamente que su propia identidad ha sido construida sin el concurso de sus lazos con los demás. Si esta impresión es correcta, el individuo atomizado no existiría solamente en las teorías lockeanas o kantianas del contrato sino que viviría cómodamente en las sociedades noratlánticas (y acaso en otras que viven bajo su influencia) en donde las ideologías del consumo se han convertido en sentido común y modo de vida ordinaria.
En el relato contractualista el móvil que lleva a los individuos a suscribir el contrato es la búsqueda de protección y el mero interés individual. Mis compromisos con la sociedad tienen sentido porque ésta, a partir de las fronteras del derecho ha creado un espacio de privacía y libertad para mí, un espacio inmune a la ingerencia de los otros. En una sociedad como la descrita por una teoría como esa los lazos con las instituciones y con el sistema de derechos son entendidos como puramente instrumentales, responden a la lógica de costos y beneficios, a la configuración de una libertad meramente individual, reacia al ejercicio de bienes compartidos. Compromisos sustantivos con alguna forma de actividad política y una historia comunitaria no tienen lugar aquí, por lo menos desde una concepción atomista de los derechos. Podríamos preguntarnos, sin lugar a dudas, si se trata de una lectura realista de los vínculos sociales.
[1] Cfr. Heidegger, Martin “La época de la imagen del mundo” en: Caminos del bosque Madrid, Alianza Universidad 1996; Taylor, Charles “La superación de la epistemología” en: Argumentos filosóficos Barcelona, Paidós 1997 pp.19-42.
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