Gonzalo Gamio Gehri
El ethos
cívico tiene que lidiar con dos poderosas dificultades de orden práctico. Uno
de estos obstáculos es el hecho de que las desigualdades conspiran contra el
sentido de comunidad política y la participación directa. La pobreza no es sólo
carencia de recursos, es ausencia de libertad; la extrema pobreza puede
convertirse, para usar las palabras de Gustavo Gutiérrez, en muerte prematura.
Las desigualdades sociales minan la política democrática en cuanto tal. En la
perspectiva de Amartya K. Sen, el desarrollo humano se evalúa tomando en cuenta
si todas las personas pueden poner en ejercicio sus capacidades fundamentales,
componentes básicos de una vida de calidad[1]. Los Estados y las
instituciones deben ofrecer el marco político y legal – y generar los espacios
– para que estas capacidades puedan desplegarse. No sólo lograr una vida
longeva y saludable y un empleo digno, sino también disfrutar de libertades y
oportunidades vinculadas a la expresión del pensamiento y los sentimientos, el
cuidado de vínculos sociales y relaciones con las especies naturales, la
igualdad civil, el respeto de los
derechos humanos, el cuidado de la autonomía pública y privada, etc. Cuando
tener dinero se convierte en un elemento decisivo para acceder a las
condiciones para el logro de dichas capacidades – por ejemplo recibir un
tratamiento médico eficaz o contar con servicios educativos que promuevan la
creatividad y la formación del juicio -,
la brecha entre las personas se hace más grande y los lugares de encuentro
ciudadano se tornan escasos y extraños. Si los espacios educativos, por
ejemplo, no son escenarios para interactuar y deliberar juntos, difícilmente
podremos encontrar actividades o metas comunes[2]. Requerimos lugares públicos
para el reconocimiento, el debate y la acción común. Espacios igualitarios,
abiertos a las diferencias y al ejercicio de las libertades sustanciales de la
vida cívica. Sin ellos – y sin las actividades que se llevan a cabo en y desde
ellos – no tenemos una genuina democracia.
El otro problema tiene que ver con el
debilitamiento de la acción política. Desde La Boetie hasta Dewey, Arendt
y Bellah – pasando por Tocqueville – se ha observado que la deserción de los
ciudadanos en materia de movilización y vigilancia genera formas de tutelaje o
de autoritarismo, a través de la acción de la autodenominada “clase dirigente”,
de los tecnócratas o incluso a través de la sujeción por parte de un tirano. La
idea es que en la sociedad moderna los individuos tienden a aislarse, a
dedicarse exclusivamente a las actividades propias de la esfera privada – el
trabajo, el consumo, los pequeños círculos de la familia y los amigos -,
concibiendo esta esfera como el lugar privilegiado de realización y libertad.
La consecuencia de esta actitud y su concreción es que las personas abandonan
el espacio público como foro de deliberación. De hecho, desatienden la acción
política, en materia de decisiones comunes y fiscalización. Esta elección no
deja las cosas tal como estaban en cuanto al ejercicio de la libertad. En
efecto, los individuos dejan el ruedo político y sus exigencias a favor de sus
metas privadas en el mercado y sus propósitos en la esfera de la vida personal.
Al actuar de esa manera, los agentes abjuran del cultivo de sus libertades
políticas y del ejercicio del poder cívico. Son los gobernantes y los políticos
en actividad quienes se ocuparán de los asuntos públicos: son ellos los que
tomarán las decisiones en representación de sus electores. Al replegarse en sus
círculos privados, los individuos entregan esa libertad para actuar a las
autoridades; renuncian a practicar la ciudadanía y se comportan como súbditos[3]. Esta
renuncia genera formas de alienación política que propician la configuración de
conductas autoritarias desde los gobiernos. Si los agentes no se preocupan por
vigilar a los gobernantes y por preservar la vigencia plena del Estado de
derecho, quienes ejercen la función pública pueden conculcar los derechos de
otros, e incluso generar formas autocráticas de conducción política. Nada de
esto se logra sin la complicidad de los propios individuos, que consienten la
presencia de este poder tutelar. Por desidia, falta de valor, o quizá
convencido por la promesa de eficacia, el ciudadano que renuncia a la acción
permite el fortalecimiento del autoritarismo y lo aplaude. No hay señor sin
siervo. En pleno renacimiento francés, La Boetie sostiene que “esta
obstinada voluntad de servir se ha enraizado tan profundamente que ya parece
que el amor mismo a la libertad no es tan natural”[4].
Ambos fenómenos son inquietantes y minan la
posibilidad de la democracia. Es preciso atacarlos a la vez, señalaría de
inmediato. El desaliento respecto de la capacidad de transformación que ostenta
el ciudadano fortalece las pretensiones de quienes prosperan en tiempos de
regímenes autoritarios. Es necesario recuperar la fe en la acción política del
ciudadano. Sólo se puede realizar la democracia produciéndola en diferentes
espacios sociales y políticos. Se recupera la libertad ejercitándola, no existe
otra salida. Combatir las desigualdades sociales implica comprometerse con
políticas de redistribución y con una mayor inversión estatal en los servicios
públicos de educación y salud. Propiciar la apertura de espacios para la
participación cívica, luchar por esa apertura. En el presente existen muchos
escenarios para la comunicación y el trabajo de la crítica, foros locales y
también virtuales; recurrir a ellos significa recuperar espacios para la
ciudadanía en cuanto sea posible hacerlos accesibles a todos. Vivimos una
suerte de eclipse de la política, no cabe duda, pero superar esa situación está
en nuestras manos.
[1] Véase Sen, Amartya K. Desarrollo y libertad Buenos Aires,
Planeta 2000; revísese asimismo Nussbaum, Martha Crear capacidades. Barcelona, Paidós 2012.
[2] Consúltese Sandel, Michael Justicia ¿Hacemos lo que debemos?
Barcelona, Debolsillo 2013 capítulo 4.
[3] Véase Tocqueville, Alexis de, La
democracia en América Madrid, Guadarrama 1969.
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