Gonzalo Gamio
Gehri
El
último 27 de octubre, los familiares de ochenta víctimas de la violencia
terrorista y de la represión estatal recuperaron los cuerpos de sus seres
queridos en Ayacucho. El hecho fue prácticamente ignorado por los principales
medios de comunicación, fue pasado por alto por amplios sectores de la “clase
política”, y apenas fue recogido por una minoría de ciudadanos. Esta situación
no sorprende, aunque resulta particularmente lamentable. Hace tiempo que los
casos de derechos humanos no son noticia. Cabe preguntarse si el “Perú oficial”
– el conformado por las élites políticas y empresariales que habita nuestras
ciudades más prósperas – ha elegido la amnesia moral y política como proyecto.
Desde
los años del conflicto armado interno, el discurso de defensa de los derechos
humanos ha sido asociado incorrectamente con el imaginario social de la
izquierda. Es cierto que en nuestro país los sectores progresistas – desde los
movimientos políticos y sociales y desde las instituciones de la sociedad civil,
incluidas las Iglesias – han contribuido decisivamente a la protección de los
derechos básicos de los más débiles, pero la causa de los derechos humanos
trasciende cualquier cantera intelectual o ideológica. Es un derrotero práctico
de la democracia. La noción de “derechos naturales” – el ancestro de los
derechos humanos – fue originalmente una categoría liberal, desarrollada por
Locke en el Segundo tratado y por
otros después de él, que se convirtió luego en un estandarte de batalla en la
lucha por la independencia estadounidense y por la Revolución Francesa.
Kant,
por su parte, planteó como un principio moral incondicional la exigencia de
tratar a todo individuo racional siempre como fin y nunca exclusivamente como
medio. Este principio estipula que los seres humanos no tienen un mero valor de
utilidad – como los objetos del mundo -, sino un valor de dignidad, que los
identifica como personas merecedoras de respeto, por el hecho de ser personas.
Ello implica que los animales humanos no deben ser objeto de negociación o de
sacrificio en nombre de ideales presuntamente “superiores” como lograr la
salvación eterna, proteger la doctrina correcta o propiciar la Revolución. No
existe propósito que pueda anteponerse al cuidado de la dignidad. Este
principio permite examinar críticamente los diversos proyectos políticos y
socioculturales que compiten por nuestra adhesión y lealtad en los espacios de
formación de opinión pública.
La
tesis de la dignidad intrínseca de los seres humanos es perfectamente
compatible con los argumentos que sustentaron quienes impulsaron la abolición
de la esclavitud, así como los movimientos sociales en favor de los derechos de
las mujeres a participar en la vida pública y aquellos grupos de trabajadores
que defendieron la jornada laboral de ocho horas. Hoy, de una manera similar,
es invocado también en términos de la defensa de las minorías sexuales y
culturales que invocan hoy igualdad de derechos y el reconocimiento de sus
formas de vida al interior de un Estado de derecho constitucional. El respeto
de los derechos individuales resulta convergente con el cultivo de la identidad
en la medida en que ésta involucra el ejercicio de la crítica y la libertad de
conciencia, así como la observancia de los principios básicos de la justicia.
La
historia de los derechos humanos tal y como los conocemos es indesligable de un
terrible hecho, el Holocausto de judíos, gitanos, comunistas durante los años
de la segunda guerra mundial. Los nazis condenaron a muerte a millones de
personas sólo por el hecho de poseer un determinado origen étnico o por
suscribir un credo o un sistema de creencias específico, o por llevar un estilo
de vida diferente a los que predicaban los representantes de la supuesta “raza
superior” que heredaría el dominio sobre la tierra. Este proyecto de
destrucción del Otro pasaba por llevar a cabo el esfuerzo sistemático e
institucionalizado por privar a sus víctimas del más leve signo de condición
humana; ese era el propósito de los campos de concentración. Primo Levi lo
señala con especial lucidez en Si esto es
un hombre.
“Entonces por
primera vez nos dimos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para
expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante, con
intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al
fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no
existe, y no puede imaginarse”[1].
El
hallazgo de los campos de concentración reveló una realidad dolorosa e
insoportable: que en plena época de la ciencia, los seres humanos se dañaran y
destruyeran con una desencarnada crueldad a causa del odio racial y la más
vesánica represión de la diversidad. La creación de la ONU y la elaboración de
la Declaración universal de los derechos humanos – encargada a un Comité
intercultural y multidisciplinario – han de ser entendidos desde los esfuerzos
coordinados por las naciones por establecer garantías
de no repetición, el diseño e implementación de reformas institucionales y
legales de alcance internacional conducentes a impedir que una catástrofe
humana de similar gravedad vuelva a producirse en el mundo. Con el tiempo,
alrededor de estas iniciativas se ha ido construyendo una verdadera cultura ética, un complejo entramado de prácticas sociales, mentalidades,
preceptos e instituciones que ha contribuido a que la idea de los derechos
humanos se arraigue sólidamente en el mundo social y político contemporáneo.
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