viernes, 14 de noviembre de 2014

LA PERSPECTIVA FILOSÓFICO - PRÁCTICA DE LA DIGNIDAD Y LOS DERECHOS*








Gonzalo Gamio Gehri

El último 27 de octubre, los familiares de ochenta víctimas de la violencia terrorista y de la represión estatal recuperaron los cuerpos de sus seres queridos en Ayacucho. El hecho fue prácticamente ignorado por los principales medios de comunicación, fue pasado por alto por amplios sectores de la “clase política”, y apenas fue recogido por una minoría de ciudadanos. Esta situación no sorprende, aunque resulta particularmente lamentable. Hace tiempo que los casos de derechos humanos no son noticia. Cabe preguntarse si el “Perú oficial” – el conformado por las élites políticas y empresariales que habita nuestras ciudades más prósperas – ha elegido la amnesia moral y política como proyecto.

Desde los años del conflicto armado interno, el discurso de defensa de los derechos humanos ha sido asociado incorrectamente con el imaginario social de la izquierda. Es cierto que en nuestro país los sectores progresistas – desde los movimientos políticos y sociales y desde las instituciones de la sociedad civil, incluidas las Iglesias – han contribuido decisivamente a la protección de los derechos básicos de los más débiles, pero la causa de los derechos humanos trasciende cualquier cantera intelectual o ideológica. Es un derrotero práctico de la democracia. La noción de “derechos naturales” – el ancestro de los derechos humanos – fue originalmente una categoría liberal, desarrollada por Locke en el Segundo tratado y por otros después de él, que se convirtió luego en un estandarte de batalla en la lucha por la independencia estadounidense y por la Revolución Francesa.

Kant, por su parte, planteó como un principio moral incondicional la exigencia de tratar a todo individuo racional siempre como fin y nunca exclusivamente como medio. Este principio estipula que los seres humanos no tienen un mero valor de utilidad – como los objetos del mundo -, sino un valor de dignidad, que los identifica como personas merecedoras de respeto, por el hecho de ser personas. Ello implica que los animales humanos no deben ser objeto de negociación o de sacrificio en nombre de ideales presuntamente “superiores” como lograr la salvación eterna, proteger la doctrina correcta o propiciar la Revolución. No existe propósito que pueda anteponerse al cuidado de la dignidad. Este principio permite examinar críticamente los diversos proyectos políticos y socioculturales que compiten por nuestra adhesión y lealtad en los espacios de formación de opinión pública.

La tesis de la dignidad intrínseca de los seres humanos es perfectamente compatible con los argumentos que sustentaron quienes impulsaron la abolición de la esclavitud, así como los movimientos sociales en favor de los derechos de las mujeres a participar en la vida pública y aquellos grupos de trabajadores que defendieron la jornada laboral de ocho horas. Hoy, de una manera similar, es invocado también en términos de la defensa de las minorías sexuales y culturales que invocan hoy igualdad de derechos y el reconocimiento de sus formas de vida al interior de un Estado de derecho constitucional. El respeto de los derechos individuales resulta convergente con el cultivo de la identidad en la medida en que ésta involucra el ejercicio de la crítica y la libertad de conciencia, así como la observancia de los principios básicos de la justicia.

La historia de los derechos humanos tal y como los conocemos es indesligable de un terrible hecho, el Holocausto de judíos, gitanos, comunistas durante los años de la segunda guerra mundial. Los nazis condenaron a muerte a millones de personas sólo por el hecho de poseer un determinado origen étnico o por suscribir un credo o un sistema de creencias específico, o por llevar un estilo de vida diferente a los que predicaban los representantes de la supuesta “raza superior” que heredaría el dominio sobre la tierra. Este proyecto de destrucción del Otro pasaba por llevar a cabo el esfuerzo sistemático e institucionalizado por privar a sus víctimas del más leve signo de condición humana; ese era el propósito de los campos de concentración. Primo Levi lo señala con especial lucidez en Si esto es un hombre.


  “Entonces por primera vez nos dimos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse”[1].

El hallazgo de los campos de concentración reveló una realidad dolorosa e insoportable: que en plena época de la ciencia, los seres humanos se dañaran y destruyeran con una desencarnada crueldad a causa del odio racial y la más vesánica represión de la diversidad. La creación de la ONU y la elaboración de la Declaración universal de los derechos humanos – encargada a un Comité intercultural y multidisciplinario – han de ser entendidos desde los esfuerzos coordinados por las naciones por establecer garantías de no repetición, el diseño e implementación de reformas institucionales y legales de alcance internacional conducentes a impedir que una catástrofe humana de similar gravedad vuelva a producirse en el mundo. Con el tiempo, alrededor de estas iniciativas se ha ido construyendo una verdadera cultura ética, un complejo entramado de prácticas sociales, mentalidades, preceptos e instituciones que ha contribuido a que la idea de los derechos humanos se arraigue sólidamente en el mundo social y político contemporáneo.











Este es un primer borrador del inicio de un ensayo que aparecerá en la publicación Intercambio.
[1] Levi, Primo Si esto es un hombre Barcelona, Nuchnik Editores 2002 p. 13.

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