Gonzalo Gamio Gehri
El compromiso que
guarda la fe católica con la memoria está fuera de discusión. En Semana Santa
esto se pone particularmente de manifiesto. La propia Misa constituye un acto
de rememoración del magisterio, pasión y muerte de Jesús. La lectura del
Evangelio busca actualizar el mensaje de Jesús, rescatar su sentido, e invitar
a los creyentes a hacerlo carne en los contextos de la vida ordinaria. La Eucaristía pretende
re-vivir los misterios del Pan y el Vino, recreando la última cena a petición
del propio Jesús, si tomamos en cuenta lo señalado en la Escritura. Se trata no sólo de
un acto de rememoración de la historia sagrada, o de un ejercicio de
hermenéutica bíblica, sino también del re-cuerdo del sufrimiento de un ser
humano inocente. Efectivamente, evocamos
el sacrificio de un hombre que fue condenado a muerte acusado de hereje, siendo
víctima de una muerte cruel fuera de los límites de la comunidad a la que
pertenecía. La Iglesia
re-cuerda un acto injusto y llama la atención sobre él de diferentes formas.
Este acto de
memoria tiene una clara intención ética.
Centra su atención en el reconocimiento de la violencia, allí donde ésta se
practique, con ánimo de combatirla con las herramientas del amor y de la
justicia. Esta clase de trabajo requiere del necesario concurso de la memoria. La Iglesia Católica
lo ha reconocido así en repetidas oportunidades a partir de múltiples
documentos; como la intensa exhortación
de Juan Pablo II Reconciliatio et
paenitentia y el estudio de la Comisión Teológica
Internacional Memoria y reconciliación.
Desde el horizonte del Concilio Vaticano II han surgido diferentes formas de
teología política centradas en el hecho del sufrimiento del inocente: es el
caso de J. B. Metz y G. Gutiérrez. Se trata de enfoques que concentran su
atención en los débiles y las víctimas – los pobres, las mujeres, los
extranjeros – como ‘sujeto’ de la historia. Mientras las filosofías de la
historia que la moderna tradición occidental tiene a veces por “canónicas”
identifican la fuente de sentido de la historia en el Estado (Hegel), la
sociedad civil (Marx), los héroes (Carlyle), los conflictos de poder
(Foucault), el pensamiento judeo-cristiano se ocupa de aquellos que las
“historias oficiales” consideran insignificantes. La teología política
cristiana,, sostiene Metz, “nos obliga a
contemplar el theatrum mundi no sólo
partiendo de quienes han logrado sus objetivos, sino también desde el punto de
vista de los vencidos y de las víctimas”[1].Esta
perspectiva a veces ha sido descrita como “contra-histórica” o “antihistórica”.
Esta clase de
reflexiones y disposiciones pondrían de manifiesto una determinada actitud –
como hemos visto, planteada tanto en el Evangelio como en el Magisterio de la Iglesia como en algunos
desarrollos importantes de la teología política – frente a la vivencia de la
violencia y de la injusticia: asumir la perspectiva de las víctimas, reconocer
el daño e intentar revertir recurriendo al ágape
y los instrumentos de la justicia. Esta clase de modos de actuar honran a un
Dios que pide misericordia antes que sacrificios. “ Si vas, pues, a presentar
una ofrenda al altar”, dice la
Escritura , “y allí te
acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el
altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu
ofrenda” (Mateo 5: 23 - 24). La reconciliación y la reparación del daño en el
ámbito de las relaciones humanas cotidianas constituyen una condición para el
establecimiento de una relación armónica con lo divino.
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