Gonzalo Gamio Gehri
Uno de los errores más comunes en
la teoría política que converge con temas de ética pública consiste en suponer
que cuando delibera el agente hace abstracción de las emociones, en tanto estas
podrían contaminar la elaboración del juicio político. Esa es una posición que
comparten los enfoques procedimentalistas – el neokantismo, el utilitarismo y
el contractualismo clásico – y también la célebre teoría de la rational choice. En una perspectiva más
bien aristotélica, las emociones moduladas por el agente que sabe cultivar la
razón práctica se manifiestan desde el proceso mismo de la deliberación, como
una forma de percepción de la peculiaridad de los contextos en los que ha de
elegirse un curso de acción. El ideal ético de la constitución de un agente
práctico independiente implicaba el logro de una especie de “equilibrio
dialógico” entre las exigencias del lógos
y las condiciones que establecen las
emociones. No basta con construir una deliberación consistente y lúcida – que
desemboque en una elección acertada -: es preciso poner de manifiesto las
emociones que una situación compleja exige. Las reacciones de ira, indignación,
temor, simpatía, etc., son legítimas cuando un análisis sutil de las circunstancias
así lo justifica.
Las emociones son, entre otras
cosas, expresión de una deliberación que reconoce la precariedad y contingencia
de los escenarios en los que juzgamos y elegimos. Actuamos con otros, y
nuestras decisiones les afectan tanto como las elecciones de otros repercuten
en nuestras vidas. Estamos expuestos incluso a las circunstancias externas de
la vida, que los griegos denominaban tyché
(la fortuna). Los antiguos describían a la pequeña Tyché como una niña de
cabello azabache y brillantes ojos negros, como una deidad que decidía
irreflexivamente la salud, la prosperidad, los honores y la seguridad de los
mortales dando bote a una pelota; no hacía cálculos ni intentaba acumular un
puntaje. El bote de la pelota y su dirección resultan completamente aleatorios,
pues forman parte de un juego espontáneo, no planeado. La presencia de la
fortuna define parcialmente los escenarios vitales con los que el agente debe
lidiar. Un agente práctico independiente sabe a ciencia cierta que es un ser interdependiente,
y que él, su cuerpo y capacidades, pero también sus propósitos y sus
valoraciones, son vulnerables.
En los seres humanos, la
articulación de emociones éticamente relevantes constituye un modo de encarar
la vulnerabilidad que les es constitutiva. Estamos expuestos a la muerte, al
dolor físico y psicológico, a la enfermedad, a la vejez, a la violencia y
muchas otras circunstancias que merman nuestras capacidades y revelan
diferentes aspectos de nuestra finitud. Incluso podríamos decir que los seres
humanos precisamos de una ética porque somos seres frágiles, porque lo que
hacemos con nosotros mismos y con los demás nos modifica y afecta a otros.
Requerimos reglas y prácticas comunes que nos permitan desarrollar nuestras
vidas con cierto orden y cierto grado de libertad. No todo está permitido
precisamente porque somos mortales[1]. El
célebre coro de Antígona clama que el ser humano es extraordinario porque
cuenta con grandes capacidades e instrumentos que le permiten lograr grandes
cosas (también cosas sobrecogedoras), pero que no puede superar su condición
natural de mortal. He allí la clave del sentido de su existencia. En la Estrofa segunda – después
de pasar revista las innovaciones tecnológicas que han permitido al ser humano
dominar diversas fuerzas naturales y especies animales -, Sófocles alude al
poder que confiere el uso del lógos
en la vida ética.
“Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado
pensamiento, así como las civilizadas maneras de comportarse, y también,
fecundo en recursos, aprendió a esquivar bajo el cielo los dardos de los
desapacibles hielos y los de las lluvias inclementes. Nada de lo porvenir le encuentra falto de recursos. Sólo del Hades no
tendrá escapatoria. De enfermedades que no tenían remedio ya ha discurrido
posibles evasiones”[2].
Lo que el ser humano construye o
lleva a cabo constituye una forma de lidiar con la finitud. Lo mismo podemos
decir, por supuesto, de la política. El sistema de prácticas y acuerdos (así
como desacuerdos) que constituye la política busca erigir un conjunto de leyes
e instituciones cuya razón de ser es la protección de los ciudadanos frente a
diferentes formas de violencia que dañe su vida o su libertad, incluidas la
agresión física y la pobreza extrema. Los dioses no necesitan, en sentido estricto,
de política, pues son invulnerables y no conocen la muerte ni el dolor (al
menos tal y como nosotros lo conocemos). Las emociones humanas son
disposiciones intencionales que procuran – cuando se ponen al servicio de la
deliberación práctica – retratar e identificar situaciones que ponen de
manifiesto nuestra fragilidad y nuestra exposición a la alteridad.
Es lo que sucede, por ejemplo,
con el temor. En la Retórica , Aristóteles
describe el temor como el sufrimiento provocado por la percepción de real o
posible mal futuro[3]. El temor tiene una clara
utilidad ética y política: nos ayuda a reconocer situaciones de peligro que
amenazan nuestra integridad y la de los demás, y a tomar medidas al respecto.
Aristóteles es enfático en señalar que no se puede ser valiente sino se siente
miedo, y que la insensibilidad frente al temor constituye un vicio. El temor – conducido por la
virtud – contribuye a la construcción de una comprensión adecuada de nuestro
entorno, así como de nuestra condición, recursos y necesidades. La legislación
y la edificación de instituciones buscan ejercer cierto control sobre aquellos
males que son objeto de temor. En un famoso pasaje de Ricardo II, William Shakespeare parece recoger el tratamiento
aristotélico del temor. La Reina
ha dejado partir a su esposo, y una intensa inquietud agita su alma. No puede
todavía describir las determinaciones concretas de la amenaza que se cierne
sobre Inglaterra, pero intuye la inminencia del mal. Con el tiempo, asociará
esa turbulenta percepción con el avance de Bolingbroke, duque de Hereford, que
intenta derrocar con su ejército al último de los reyes de la casa de los Plantagenet.
“REINA
Aunque no sé por qué acojo el pesar como huésped, si
no es por despedir a un huésped tan dulce como mi Ricardo. Y, con todo, siento acercarse algún dolor que va a nacer
del vientre de Fortuna, y mi alma tiembla por nada y se apena por algo, más aún
por la ausencia de mi esposo”[4].
Bushy, uno de los nobles cercanos
al rey, intenta tranquilizarla, aduciendo que su preocupación se debe al viaje
de Ricardo, y que cualquier tristeza diferente sólo es fruto de su imaginación
y de su carácter aprensivo. Ella no está
de acuerdo con aquella hipótesis.
“Puede ser, pero en el fondo de mi alma yo lo siento
de otro modo. Sea como fuere, sólo puedo estar triste, muy triste, tanto que,
aunque en nada piense yo pensar, esta triste nada me hace flaquear”.
BUSHY
No es más que imaginación, augusta reina.
REINA
Nada de eso. Un dolor imaginario nace siempre de uno
real. El mío, no, pues nada me ha engendrado este algo o algo hay en la nada
que me aflige, y sólo lo poseo en expectativa. Mas este algo que yo aún no
conozco, si algún nombre tiene, es ‘dolor anónimo’”[5]
El camino de esclarecimiento de
la experiencia del temor, que va de la consciencia de un temor acaso aparente a
uno real o fundado es un proceso de reflexión que consiste en el examen de la
propia visión del escenario y la disposición de los actores en el especio
específico de la acción. La reina considera que esa presunta “triste nada”
encierra algo objetivo que aflige, aún cuando no se conocen todas sus
determinaciones. Tiene entonces que investigar si el peligro que percibe, el
escenario de riesgo que le preocupa – el rey ausente peleando en Irlanda, el
duque enemigo volviendo del destierro, ávido de batalla contra Ricardo – tiene
un asidero real. Ella describe la primera etapa del discernimiento del temor
razonable ante un temor meramente imaginario. Como el espectador de la obra
sabe, la aflicción de la reina tiene un contenido verdadero: los conspiradores
están prácticamente a punto de capturar el trono, y no descansarán hasta tomar
la vida del propio rey Ricardo. El “dolor anónimo” mencionado asumirá un
rostro, y extenderá sus tentáculos hasta hacerse del poder en toda la isla.
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