jueves, 27 de marzo de 2008

MODERNIDAD, RELIGIÓN Y ESCEPTICISMO. LAS RAZONES DEL "ECLIPSE"*



Gonzalo Gamio Gehri


En términos ideológicos, la cultura moderna – al menos en una de sus versiones más influyentes - se ha definido a sí misma como una civilización post-religiosa. En ella, el centro de gravedad en lo relativo a la configuración y justificación de las creencias – trátese del conocimiento de la realidad, de la conducción de la vida o de la construcción de la identidad – se ha desplazado del discurso teísta y de la experiencia comunitaria hacia el reino de la libertad subjetiva. Es hoy el individuo (entendido como elector racional o como sujeto de emociones) la genuina fuente de certezas en torno al sentido de la realidad, sus instituciones y valores. La famosa expresión de Kant acerca de que la esencia de la Ilustración consiste en la emancipación del “tutelaje” de la razón individual resuena una y otra vez en los oídos de los teóricos de la modernidad. La nuestra es la autoproclamada civilización de la Libertad, cuyo acto fundacional ha sido la declaratoria de guerra contra toda forma de superstición.

En muchos casos, el surgimiento y desarrollo de la modernidad han descrito un movimiento efectivamente liberador. Por poner tan sólo dos ejemplos, la nueva ciencia médica ha logrado efectivamente vencer enfermedades que otrora eran consideradas incurables y letales. En otro ámbito de la vida, la cultura contemporánea de los Derechos Humanos ha generado conquistas sociales importantes en materia de vindicaciones de la dignidad incondicional de la persona, así como ha configurado formas institucionales de control democrático del poder político. Estos y muchos otros fenómenos han implicado el severo cuestionamiento y el abandono efectivo de una gran cantidad de prejuicios y creencias infundadas. No obstante, la tesis de la “moderna liberación de la religión” encierra no pocos malentendidos teórico – prácticos respecto a la especificidad de la experiencia y la cultura religiosa, en especial en torno al carácter crítico de una genuina conciencia de la religión. Podría sostenerse sólidamente que la experiencia religiosa busca ante todo desmantelar las cuestionables imágenes de autosuficiencia humana –las figuras de nuestro moderno antropocentrismo - de manera que los agentes finitos puedan situarse en un mundo vivo que aún genera asombro y perplejidad, un mundo que aun nos interpela y remece nuestros modos de saber y creer. Esta pretensión es, sin lugar a dudas, radicalmente desenmascaradora. “Cuando se comenta la difícil situación del espíritu religioso – señala con agudeza el teórico social Christopher Lasch – se suele tratar a la religión como una fuente de seguridad, intelectual y emocional, no como un desafío a la complacencia y al orgullo”1. La religión también puede constituirse en un relato emancipador.

La modernidad ha engendrado sus propios mitos. La idea de una techné que pudiera hacer del hombre un ser inmune a las contingencias de la vida, a la acción imprevisible de la Fortuna (tyché) y a la fragilidad constitutiva de sus capacidades de cálculo y deliberación es un tópico ilustrado de larga data[1]. La religión – en tanto experiencia y reflexión - le devuelve, en contraste, la conciencia de su ineludible finitud e inscripción en un horizonte mundano - vital. Le recuerda al hombre concreto que la fuente originaria del saber y de la acción no se halla exclusivamente en sus facultades cognitivas, y que no está exenta de misterio. En ese sentido, el talante desenmascarador no es en absoluto privilegio de la Ilustración y de su ciencia; antes bien, la religión revela ángulos importantes y esenciales del proceso de desmitificación, cuando éste se extiende al sujeto mismo que emprende la actividad crítica. En un sentido fundamental, la experiencia religiosa combate la hipertrofia del yo. En sus Ejercicios Espirituales, San Ignacio de Loyola consideraba que el Principio y Fundamento del camino hacia la experiencia de Dios consiste en el reconocimiento de la propia condición de criatura situada en medio de la infinitud de Dios y de la grandeza de su obra[2]. El creyente se pone así en presencia de un poder misterioso que conmueve, desconcierta e incluso avasalla sin remedio. El hombre – a la luz de esa experiencia – aparece como un ser vulnerable y necesitado, llamado gratuitamente a la vida, sostenido desde todo punto de vista por la gracia de su Creador.

Pero esta experiencia no deja las cosas como estaban. Ni el yo ni el mundo ordinario pueden quedar intactos bajo esta nueva perspectiva, radical en tanto remueve las raíces mismas de nuestro ser en el mundo. Llegar al umbral espiritual del Principio y Fundamento exige un proceso de desmontaje de aquellas “certezas inmediatas” que nos brindan una imagen falsa de autosuficiencia o de omnipotencia teórica o práctica. Cuando en el relato Bíblico se le permite a Jacob lograr la victoria sobre lo divino, el ángel derrotado hiere al hombre en el muslo, dejando esta lesión como un indeleble recuerdo de la ineluctable fragilidad de lo humano (Génesis 32, 25 – 26). Para el ser humano que no ha perdido su sentido de criatura, esta conciencia de su vulnerabilidad y finitud atraviesa todos los aspectos de su existencia, sus modos de ser y de pensar. Las creencias fundadas en las capacidades de la conciencia se hacen añicos frente al ímpetu negador del espíritu religioso, que sospecha de todo “saber” que pretenda ser “meramente humano”; este espíritu cuestiona toda “verdad” que fuese exclusivamente epistémica. Es por ello que el escepticismo constituye la actitud filosófica más consistente con la forma de vida centrada en los misterios de la experiencia de Dios. No se trata del escepticismo que considera imposible todo criterio de verdad – como es el caso del pensamiento que ha sido atribuido (de un modo por demás discutible) a Pirrón y a Sexto Empírico – sino más bien del hábito sistemático de considerar críticamente, de sobrepasar a través del “duro trabajo de lo negativo”[3], las vanas pretensiones del sujeto por afirmar su absoluta esencialidad en la constitución del sentido, supuestamente definitivo e inmutable, del saber o del obrar.

Este peculiar escepticismo justifica su actitud en el hecho de que, ante sus ojos, la verdad no aparece propiamente como un discurso, una doctrina (“ideológica”, “científica”, ni siquiera “religiosa”) o un sistema de pensamiento. Antes de entregar a Jesús a los judíos para su crucifixión – según un célebre pasaje del evangelio de Juan - Pilatos le confronta y le pregunta “¿Qué es la verdad?” (Juan 18, 38). El silencio de Jesús frente a la interrogante del gobernador de Palestina es bastante elocuente. Su actitud no constituye una evasión: es ella misma una respuesta. La verdad no resiste una formulación teórica, no consiste en un concepto que puede ser aprehendido o un conjunto de enunciados acerca de cómo son las cosas, a la manera de la teoría de la correspondencia entre los objetos del mundo y el intelecto. El silencio mismo señala - nos “dice” – que la verdad no es una episteme, un sistema fijo de conceptos que puedan “asirse”, una concepción de las cosas que pueda generar certezas indubitables en la mente (o en el “alma”). La verdad es una forma de vida, una manera de estar en el mundo y de actuar en él, es una práxis. Es en este sentido que puede entenderse la declaración de Jesús de ser “el Camino, la Verdad y la Vida”. El concepto es algo que la mente captura, controla, domina; no descubriremos allí asomo de infinitud. La verdad es ante todo una manera vivida – abierta - de entrar en contacto con los otros, no la encontraremos en la densa gramática de los enunciados metafísicos y teológico -especulativos.

Martin Buber, notable filósofo de la religión, ha señalado en sus investigaciones en qué medida el camino del concepto puro distorsiona gravemente la posibilidad del camino de la re-ligión. A lo largo de toda su obra, defiende la idea según la cual la experiencia religiosa constituye un encuentro dialógico con Dios, quien se revela como un Tú con el que el agente puede entrar en contacto, un encuentro análogo al que tiene lugar cuando dos personas entran en auténtica comunicación; de hecho, no es posible el diálogo con el Supremo Tú para el que no ha tenido la experiencia de un genuino contacto interhumano[4]: en el encuentro con los otros finitos se prefigura y anticipa el contacto con el Tú Divino. En contraste, en el sendero de la metafísica se profundiza – a través del pensamiento puro - en la relación entre yo y ello, concebido como una cosa, trátese de un objeto de percepción, de un útil o de un concepto[5]. El saber pragmático – instrumental, la ciencia y el pensamiento especulativo corresponden al camino metafísico. En su peldaño más alto, este camino conduce a la comprensión de lo universal a través del progresivo abandono de la perspectiva de la experiencia ordinaria. No obstante, este resultado tiende a borrar los contornos y las determinaciones de aquello que justamente es relevante para la religión: las dimensiones concretas – narrativas, somáticas, históricas y sociales - del encuentro vivido, encarnado, entre Yo y Tú. En sentido estricto, el encuentro dialógico con Dios constituye lo religioso. En esta línea de pensamiento, aun la investigación racional de las “esencias” (en sus facetas metafísica y teológico - dogmática) representa la observancia rigurosa de la correlación yo – ello y un franco, aunque a menudo involuntario, alejamiento del horizonte propio de la experiencia religiosa.

El privilegio de la perspectiva metafísica y sus desarrollos tecnociéntíficos en el seno de la cultura moderna sobre el elemento interhumano oscurece la posibilidad misma de la experiencia religiosa y con frecuencia impide que el hombre concreto vislumbre con claridad su relevancia para la vida humana. Buber caracteriza nuestro tiempo en términos de la experiencia de la “ausencia de lo divino”, como la época del eclipse de Dios. La vocación moderna por el hallazgo de “certezas” centradas en las facultades cognitivas del individuo cuestiona severamente cualquier aproximación religiosa al misterio de lo Divino. Cuando, por ejemplo, el problema “religioso” que nos inquieta es la determinación racional de las condiciones de la existencia de Dios – incluso en el sentido “clásico” de la “teología natural” -, entonces estamos verdaderamente fuera de la perspectiva de la religión: andamos buscando un andamiaje conceptual, un criterio de conocimiento de lo absoluto, no anhelamos un Dios que conmueva nuestro espíritu o estremezca los cimientos de nuestro mundo significativo. Se trata de algo que no genera conflicto ni sobrecogimiento, algo con lo que no podemos luchar ni podemos amar. Entonces estamos en medio del eclipse. Como en el eclipse de sol, algo se ha interpuesto entre Dios y nosotros, impidiendo su visibilidad, obstaculizando la percepción de su presencia en nosotros y su irrupción en nuestro mundo ordinario. Lo que acontece en nuestra situación es la oclusión de nuestra experiencia de Dios y no necesariamente – como a veces se pretende – la oclusión de Dios, o su “muerte”. “Que el sol se eclipse “advierte Buber “es un acontecimiento entre él y nuestros, ojos, no algo que sucede dentro del sol mismo”[6].

Un eclipse de Sol es un fenómeno natural que se genera y revierte por la acción de fuerzas que responden a una legalidad – o mejor, a una necesidad - que el hombre ha aprendido a conocer y explicar por medio de la ciencia. Es posible calcular con precisión cuando el eclipse tiene lugar, cuando se inicia y cuando efectivamente culmina. En contraste, el eclipse de Dios es un fenómeno humano que cobra sentido no en el mundo de la causalidad sino en el de la libertad: un fenómeno que involucra al hombre en el pensamiento y en el corazón. Resulta claro que el cuerpo que hemos puesto entre Dios y nosotros es el hombre mismo, concebido como ser omnipotente e ilimitado; hemos colocado entre Él y nosotros una cierta manera de concebirnos a nosotros mismos y a nuestros deseos e intereses, el conjunto de imágenes “certeras” que proclaman la autotransparencia y objetividad de nuestras facultades cognoscitivas y nuestra capacidad de control instrumental sobre el mundo natural y social. Desde la óptica de la experiencia religiosa, hemos usurpado el lugar de Dios, ungiéndonos a nosotros mismos como señores del universo y electores imparciales de principios de eficacia o justicia, o incluso – desde sectores conservadores, tradicionalmente “religiosos” - como “supremos intérpretes” del Plan de Dios y su mensaje[7], convirtiendo a Dios en una especie de máscara de nuestro propio arbitrio y anhelo de control social. Es nuestra autosuficiencia teórica y práctica la que ha configurado las condiciones de este complejo eclipse espiritual. No obstante, este es un fenómeno reversible, pues se rige bajo principios diferentes a los de la causalidad física. Apela a nuestra voluntad y a nuestra responsabilidad como agentes éticos, a nuestro anhelo y esfuerzo por recuperar el encuentro con el Tú. Se trata de un proceso histórico contingente que, habiendo tenido un inicio, podría tener un final, rehabilitando así la posibilidad de una genuina experiencia religiosa.




*Este texto corresponde a la primera sección de mi artículo "Ética y eclipse de Dios", que ha sido publicado en Sal Terrae Nº 91, Julio – Agosto 2003 pp. 559 – 575 . El texto completo ha aparecido asímismo en mi libro Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007).


NOTAS.-

1 Lasch, Christopher La Rebelión de las élites Barcelona, Paidós 1996 p. 206.
[1] He discutido esta tesis en Gamio, Gonzalo “Ética, contacto humano y utopía tecnológica” en: Miscelánea Comillas Nº 60 Madrid, UPCo 2002 pp. 515-543.
[2] Ignacio de Loyola EE 23.
[3] En el sentido (neo)hegeliano de la “negación determinada”. No el escepticismo absoluto, próximo al nihilismo, si no más bien la actitud de permanente sospecha frente al saber aparente. Cfr. Hegel, G. W.F. Fenomenología del espíritu México 1987.
[4] Cfr. Buber, Martin Diálogo y otros escritos Barcelona, Riopiedras 1997.
[5] He incorporado el uso de la expresión “el camino de la metafísica”, allí donde Martin Buber utiliza “el camino de la filosofía”. A mi juicio, Buber va demasiado lejos al identificar el ejercicio de la filosofía con la exploración de la dualidad sujeto – objeto. Esta idea es aplicable a lo que Heidegger denominaba el “proyecto metafísico” y su carácter onto – teológico, pero no parece hacer justicia al sentido de la actividad filosófica después del giro lingüístico y el rechazo del paradigma de la conciencia. Tanto la filosofía postanalítica como la hermenéutica y la fenomenología insisten en el carácter dialógico – intersubjetivo de la racionalidad, y destacan la dimensión práctica de la verdad que he señalado supra.
[6] Buber, Martin Eclipse de Dios Salamanca, Sígueme 2003 p. 55.
[7] Buber advierte sobre la tentación objetivista y fundamentalista - poco religiosa poco religiosa en realidad -de algunas ortodoxias religiosas, que pretenden para sí mismas el monopolio de la verdad. Señala que no entiende por religión “la enorme cantidad de afirmaciones, representaciones y manifestaciones a las que habitualmente se les da este nombre – hechos estos a los que los hombres anhelan a veces más que al mismo Dios - sino que la religión esencialmente es el mismo hecho de aferrarse a Dios. Y esto no debe significar aferrarse a la imagen que nos hemos construido de Dios, ni tampoco aferrarse a la fe en Dios que hemos concebido, sino que debe significar aferrarse al Dios que existe”. Ibid., p. 145.

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