Gonzalo Gamio Gehri[2]
1.- El reto de pensar la universidad peruana frente al “modelo empresarial”.
Por espacio de más de ocho siglos, la universidad ha sido una institución crucial para el desarrollo de las naciones y las personas. La libre discusión de las ideas y el cultivo de la investigación científica han convertido a la universidad en protagonista de los grandes cambios en la esfera de las mentalidades y en la de las formaciones políticas y sociales. En el Perú, la universidad ha sido un espacio privilegiado para el debate sobre nuestra identidad colectiva y nuestros problemas vinculados a la integración entre las culturas y los credos que nos habitan, y la configuración de programas sociales y políticos de largo alcance en aquella dirección. La universidad ha sufrido a lo largo de su historia múltiples transformaciones y propuestas de conversión, pero ninguna tan polémica – y tan poco discutida – como aquella que pretende constituirla en una institución bosquejada desde los esquemas teórico – prácticos del modelo de gestión característico de la empresa privada.
En nuestro país, esta propuesta de conversión ha sido impulsada por el Decreto Legislativo 882 – planteado y aprobado en pleno fujimorato, no lo olvidemos –, documento que deja la puerta abierta a la generación de universidades e institutos superiores ‘con fines de lucro’[3]. Este proyecto llegaba a la vida pública armado con toda la retórica de la “modernización”, las “reingenierías” y la “calidad total”. Un mundo nuevo, marcado por la presencia del libre mercado, requería de instituciones educativas “competitivas” y “eficaces”. Estas ideas pugnaban por desvelar el último “mito” de la educación “tradicional”: que la empresa no podía intervenir en la dinámica social de la formación de las mentes y los corazones. La apertura de la educación universitaria al mercado libre sentó las bases para la fundación de un enjambre de universidades nuevas, pero no necesariamente cumplió su promesa de elevar los estándares de calidad de la oferta educativa. Convirtió raudamente, eso sí, a numerosos empresarios en flamantes autoridades universitarias de primer nivel. A pesar de que el éxito de esta corriente es discutible, el discurso de esta nueva vertiente ideológica parece estar calando hondo incluso en otras instituciones universitarias dispuestas a lanzarse al ruedo, y entrar en la ‘competencia’ por captar los mejores ‘clientes’ del ‘mercado educativo’, particularmente en los sectores altos. Fascinadas por la novedad del ‘nuevo’ paradigma, estas instituciones parecen autodescribirse hoy como agentes económicos en lugar de reinterpretar o perseverar en su identidad como instituciones de la sociedad civil.
Creo que es preciso discutir la premisa de este “nuevo” enfoque y someter a crítica los supuestos básicos de esta ‘alianza’ – o asimilación – de la universidad a la empresa. Quiero defender aquí que el “lenguaje” y las “prácticas” propias de la institución universitaria son irreductibles al vocabulario instrumental y atomizado de los organismos económicos; cuando este proceso de conversión o adaptación pretende concretarse, no tiene lugar sin la distorsión de buena parte de los fines que las universidades han perseguido a lo largo de su historia.
Es obvio que una universidad seria tiene el deber de tomar decisiones eficaces y transparentes en materia de gastos, ingresos e inversión económica. Ella aspira en el aspecto administrativo a la estabilidad financiera y a cumplir con indicadores de rentabilidad económica que le permitan garantizar su propia viabilidad como proyecto institucional. Como una institución que promueve la excelencia académica y la difusión del saber y el espíritu crítico, ella asigna recursos para el crecimiento y mantenimiento de sus bibliotecas, e impulsa la investigación humanística y científica (fines que suelen olvidar alegremente las modernas universidades-empresa), así como la publicación de textos académicos de nivel. Pero esa es la tarea específica de una instancia de la universidad. No puede convertirse a toda la institución en un departamento administrativo que asume como un dogma que los asuntos académicos deben subordinarse a los temas económicos.
La universidad con vocación de negotium apela fundamentalmente – para legitimarse en el plano del discurso – a su radical “novedad”; estos son los tiempos de la globalización de la economía y las comunicaciones, de la formación de las “sociedades del conocimiento”, del internet y de los “nuevos liderazgos”. En el peculiar lenguaje que suscribe, las autoridades son “promotores” y “gerentes”, los alumnos son “clientes”, y los profesores son “empleados” (esta curiosa nomenclatura genera también en ciertos casos peculiares modos de trato y de reconocimiento laboral). De acuerdo con sus proclamas, ellas muestran honestamente sus objetivos reales: sus dueños persiguen el lucro. “¿Tiene eso algo de malo?”, se preguntan. En contraste, las universidades privadas que no tienen ‘dueño’, y que toman decisiones institucionales o eligen a sus autoridades a través del voto en asambleas y consejos son instituciones “tradicionales” que apelan a mecanismos electorales que constituyen un elemento residual del “colectivismo premoderno”. Para los emprendedores adalides de la nueva universidad, llevar la democracia a la vida universitaria no constituye un rasgo de racionalidad o de transparencia en materia pública, se trata más bien de un intento por “diluir las responsabilidades”[4]. Es preferible que el “promotor” – que no necesariamente es un académico de prestigio, sino un empresario – elija “a dedo” a las autoridades. Lo retorcido del argumento me exime de hacer mayores comentarios.
El nuevo modelo de universidad propone ‘romper los viejos esquemas’ que nos atan a los cánones de la educación “tradicional”. Con el objetivo de convertir su currículum académico en más atractivo para los potenciales “clientes” se busca aligerar la pesada carga de la formación profesional; eliminar o reducir los Estudios Generales, y recortar los años de estudio en las facultades, para enviarlos cuanto antes a enfrentarse con la “vida real” que es el mercado. Se presupone en ese sentido que los jóvenes anhelan una educación rápida, pero productiva. Para que esto sea posible, es preciso que desaparezcan de los programas educativos aquellas materias consideradas meramente eruditas y básicamente inútiles para lo que busca la ‘universidad moderna’: no necesitamos ya de la filosofía o la literatura, sino de charlas sobre ‘resolución de conflictos’ ‘formación de líderes emprendedores’ ‘motivación empresarial’o “inteligencia emocional”. Resulta penoso constatar la aguda miopía conceptual que adolece la ‘mentalidad pragmática’, que tan precipitadamente subestima la importancia del cultivo de las humanidades y las “ciencias puras” en el progreso concreto de una sociedad. El resultado de este proceso de depuración disciplinar es sorprendente: en las facultades de derecho de algunas de estas nuevas empresas educativas han desaparecido de la carrera los cursos de Derecho Constitucional, Derecho Romano, Historia del Derecho, Derechos Humanos o incluso Acto Jurídico.
Lo que esta curiosa “modernidad universitaria” entiende por ‘profesionales eficaces’ es más bien una especie de operarios especializados que mantienen bien aceitada la maquinaria del mercado, un conjunto de tornillos y tuercas que hagan funcionar al sistema, no intelectuales críticos o artistas descontentos con el curso del mundo presente. El mensaje parece ser el siguiente: “no interpretes o interpeles el sistema desde sus fundamentos, hazlo producir para ti. No intentes trasformar el mundo o pensar un mundo diferente, aprende a adaptarte a los cambios”. No obstante, si la universidad no es una institución que promueve la capacidad de imaginar y pensar un mundo más justo y libre, ella claudica respecto de una de sus más decisivas misiones de su historia. No sorprende que para los heraldos de estas nuevas universidades hayamos superado la época en la que un estudiante universitario leía a Aristóteles, Weber y Borges, analizaba sus textos, les planteaba preguntas y establecía vínculos con la realidad efectiva. Hoy en día a los profesionales del futuro se les recomienda leer a los gurús del ‘pensamiento empresarial’ como Alvin Toffler y Miguel Ángel Cornejo, o se les invita desde “la cátedra” a estudiar en profundidad “iluminadores” libros de autoayuda como ¿Quién se ha llevado mi queso?
2.- Desenmascarando el pragmatismo y la “nueva ortodoxia”. La universidad-empresa es profundamente antiliberal.
Constituye un lugar común en estos tiempos considerar la interpretación empresarial de la institución universitaria como uno de los síntomas del llamado giro liberal del pensamiento y la cultura contemporáneos. No es difícil darse cuenta que es esta una suposición falsa, que responde a consideraciones de carácter ideológico antes que a un conocimiento exhaustivo de lo que ha significado y significa la comprensión liberal de la vida humana y de las instituciones sociales. Voy a sostener precisamente la tesis contraria, a saber, que la penetración de la lógica del mercado en la estructura y fines de la universidad constituye un propósito profundamente antiliberal, que distorsiona las libertades académicas que bosquejó claramente la cultura ética liberal.
Partamos de la siguiente intuición – que desarrollaron en su día John Locke y Adam Smith - y que en los últimos años ha sistematizado agudamente Michael Walzer[5] - acerca del espíritu liberal, tal como se ha desarrollado en la historia de occidente: el liberalismo ha introducido el principio de la separación de las instituciones, con el objetivo de que cada una de ellas preserve los fines, valoraciones y formas de vida que son esenciales a sus prácticas internas. Por ejemplo, Locke abogó por la necesaria separación entre el Estado y la Iglesia, pretendiendo con ello evitar que el poder colonice la fe tanto como que se promueva la sacralización del poder político. Esta nueva forma de trazar el “mapa social” pretendió acabar con las guerras religiosas que azotaron Europa en el siglo XVII; esta propuesta dio vida a la tolerancia y a la libertad de creencias como principios medulares de la sociedad moderna. Smith, con su Riqueza de las naciones, postuló distinguir claramente el mercado del Estado, de modo que la producción, el consumo y el intercambio económicos pudiesen sustraerse legítimamente del control político. La libertad económica emergía como un valor y un principio normativo. Ya entonces la universidad tomaba nítida distancia de la influencia intelectual del Estado y de las restantes instituciones para garantizar el cultivo de la libertad académica (incluso la universidad medieval mostraba ya en los siglos XII y XIII un ejemplar ejercicio de la libertad de cátedra y de pensamiento respecto de las ortodoxias ideológicas de entonces[6]: de aquellos tiempos data, por ejemplo, la saludable separación curricular de los estudios de filosofía y teología).
Si interpretamos el espíritu liberal a la luz de este conjunto de actitudes históricas, podemos reconocer que acompaña al “arte liberal de la separación” un genuino principio crítico que aspira a combatir toda forma de ‘imperialismo’ de parte de una esfera de vida institucional sobre las demás. Si contemplamos todas las prácticas sociales desde el prisma de la lucha por el poder político, nos perdemos la riqueza de las actividades y los valores humanos vinculados a distribuir, intercambiar o compartir bienes heterogéneos como el saber, la iluminación religiosa o el trabajo. La amplia gama de prácticas, interacciones sociales y léxicos críticos asociados con los diversos bienes y significados sociales no puede traducirse sin más al vocabulario de un bien con pretensiones hegemónicas: esto es lo que Walzer llama “tiranía”, y constituye tanto una actitud teórica errada como una injusticia inadmisible desde un punto de vista liberal: “la utilización de un bien fuera de su esfera constituiría un cruce ilegítimo de fronteras, un acto de agresión distributiva”[7].
Lo que el liberalismo busca es asegurar la autonomía relativa de cada una de estas esferas institucionales, en el marco de un sistema legal observante de las libertades personales y cívicas y de los derechos fundamentales. Resulta claro que, en esta línea de reflexión, la cultura liberal constituye un proyecto incompleto, en tanto debe afrontar el reto de combatir la vocación imperialista de la esfera económica sobre los restantes espacios institucionales tanto como en su día combatió el totalitarismo religioso y los totalitarismos estatales de corte colectivista. El intento por convertir los diferentes valores y prácticas a los estrechos esquemas del comportamiento económico constituye la tentación tiránica contemporánea, una tentación abiertamente antiliberal. El mercado no constituye el único espacio de interacción social; la ‘competencia libre’ y el ‘afán de rentabilidad no constituyen la lógica última´ de las transacciones humanas ni el parámetro absoluto de la “modernidad” de nuestras actividades e instituciones. El mercado tiene un lugar en la vida social, el del intercambio, producción y consumo de bienes económicos, “la moralidad del bazar esta bien en el bazar. El mercado es una zona de la ciudad, no la ciudad entera”[8].
El compromiso liberal con la preservación de las libertades originadas por la separación de las esferas de vida es incompatible con el credo neoliberal, que ha sacrificado en los altares del mercado toda forma de acción y significado social. La actividad política, la búsqueda del conocimiento, la aspiración al reconocimiento social pretenden ser traducidos al supuesto “lenguaje estructural” de la economía libre y la gestión empresarial. El resultado es la distorsión de estos otros lenguajes y formas de vida.
La lectura empresarial de la universidad constituye una forma de imperialismo cultural, incompatible con los principios del liberalismo, que corrompe las bases y fines históricos de la institución universitaria. La universidad no es una empresa, ni puede someterse sin más a los requerimientos de lucro del integrismo del mercado sin renunciar a buena parte de sus compromisos con la sociedad como una institución crítica, forjadora de una conciencia intelectual y ético – espiritual que no se agota en los quehaceres de la instrucción profesional y en el logro de status socioeconómico. Esa ha sido su función desde su surgimiento.
3.- A modo de conclusión: la Universidad como “sociedad profética”.
Evocar estas funciones éticas y sociales de la universidad nos remite a la caracterización que nuestro recordado y querido Felipe McGregor hacía de la institución universitaria como una sociedad profética. Con esta expresión aludía a la tradición de los profetas de Israel, que promovía tanto la crítica social desarrollada desde la práctica de la justicia y el recuerdo de la Antigua Alianza como la promesa razonable de un Reino de sabiduría y libertad que había que pensar y construir juntos.. Desde esta lúcida y esperanzada imagen, la universidad es concebida como una comunidad de investigación que promueve el saber y la práctica de las ciencias que anticipan resultados sociales y logros científicos todavía no alcanzados; es, asimismo una sociedad de espíritus libres que interpela y somete a crítica moral y política las instituciones del Estado y la sociedad cuando ellas transgreden los principios constitucionales o cuando vulneran las libertades y las expectativas de justicia de los ciudadanos.
La universidad impulsa el diálogo cívico y los debates intelectuales no sólo con el fin de imaginar y construir mundos más razonables y justos; se trata también de fortalecer acciones y relaciones humanas fundadas en la argumentación y la forja de consensos racionales, en contraste con el frecuente uso de la fuerza, las presiones políticas o económicas, o la mera ‘negociación basada en intereses’ que con frecuencia determinan las transacciones cotidianas en el mundo de la política y de la empresa privada. En este sentido, la universidad plantea un cambio en las mentalidades y en las estructuras que apunte a fortalecer la transparencia y la racionalidad de las relaciones sociales y las instituciones: la universidad vindica ante la sociedad y el Estado la búsqueda del entendimiento común como modelo de acción racional en las diferentes esferas de la vida pública y privada. Nada de esto resulta realmente visible para quien entiende la tarea educativa exclusivamente desde o en la gestión empresarial.
Comencé señalando que en el Perú – como en tantos otros lugares – la universidad ha sido (y es todavía, a pesar de estas modas), en buena medida la “conciencia intelectual y moral” de nuestra sociedad. A eso se refería el padre MacGregor, precisamente, con la expresión “sociedad profética”: un lugar para el libre encuentro de argumentos, para la búsqueda de la verdad, para el planteamiento y la discusión de los problemas que preocupan a la comunidad, y no sólo un espacio para la formación técnica de profesionales concentrados en las escaramuzas de la competencia económica. Necesitamos lugares para pensar con libertad y rigor, para crear, para discutir quiénes somos, qué sociedad anhelamos, y hacia dónde queremos ir. Habrá quienes consideran esquemáticamente que esto es “económicamente improductivo”, pero resulta difícil concebir la vida humana sin espacios para la autorreflexión, la deliberación pública y el compromiso comunitario, y sin personas capaces de plantearse tales cuestiones con seriedad y vocación.
[1] Este breve ensayo está dedicado a la memoria del padre Felipe McGregor SJ.
[2] Gonzalo Gamio Gehri es Licenciado en filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú y actualmente es candidato al Doctorado por la Universidad Pontificia de Comillas, donde ha obtenido también el Diploma de Estudios Avanzados. Es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú, en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, en el Instituto Juan Landázuri y en el Instituto Superior “Juan XXIII”.
[3] Véase el texto del Decreto en: http://72.14.207.104/search?q=cache:ZqV3EHfuJJ0J:dinesst.minedu.gob.pe/docum/dl882.doc+Decreto+Legislativo+882+&hl=es&lr=lang_es.
[4] Cfr. Bustamante Belaúnde, Luis La Nueva Universidad Lima, UPC 1998 p. 33.
[5]Walzer, Michael “El liberalismo y el arte de la separación” en: Guerra, moral y política Barcelona, Paidòs 2001 pp. 93 – 104.
[6] Véase al respecto Bacigalupo, Luis “Aristóteles en París” Lima, PUCP 1999.
[7] Walzer, Michael Moralidad en el ámbito local e internacional Madrid, Alianza Universidad 1996 p. 66.
[8] Walzer, Michael Esferas de la Justicia. México, FCE 1993 p. 120.
4 comentarios:
Amigo Gonzalo, véalo más como una muestra de honestidad que como un síntoma de perversión: en las carreras que vale la pena llevar (administración de empresas, economía, derecho, ingeniería) los cursos inútiles (teología, literatura, etc) son en el mejor de los casos un medio para levantar el promedio. Quien entra en una carrera como éstas no está buscando "lugares para pensar con libertad y rigor, para crear, para discutir quiénes somos, qué sociedad anhelamos, y hacia dónde queremos ir". El sistema de universidades tradicionales lo único que logra con esos cursos es que los muchachos pierdan inútilmente dos años de sus vidas para conseguir el título que nuestra sociedad les exige para darles un lugar. ¿Usted pagaría por algo que ni le gusta ni encuentra útil, durante ¡dos años!? Póngase en los zapatos de los que tienen que pagar las mensualidades, y verá que lo que usted exige es absurdo.
¡Suerte y Éxitos!
Estimado Dr. Thorpe:
Es que creo que Usted no tiene en mente una educación universitaria, sino una educación técnica superior (que es importante y respetable). Su idea de "inutilidad" se identifica con lo "económica e inmediatamente improductivo". La literatura y la teología son muy útiles para formar seres humanos de amplio criterio y discernimiento. No produce inmediatamente dinero, pero sí conocimiento y humanidad, que también son propósitos de una educación universitaria. Creo que Usted no tiene muy claro el VALOR de estos cursos. Yo espero que mi hijo disfrute de una educación universitaria auténtica, que implique literatura, filosofía, matemática pura, sea ingeniero o historiador, o educador. Invertir en su educación integral será un placer.
Saludos,
Gonzalo.
Hola Gonzalo. Una ampliación a mi comentario está en:
Gonzalo Gamio vs. Ronald McDonald
¡Suerte y Éxitos!
Estimado Dr. Thorpe:
Muchas gracias por su respuesta.
Creo que la Universidad sí debería resistir esta influencia, para formar seres humanos de provecho y no Ronalds MacDonalds.
En lo personal, considero - por una larga experiencia - que la formación humana no ha concluido a los 18 años. No se trata de simples ajustes.
Saludos,
Gonzalo.
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